sábado, 12 de mayo de 2018

Santos


                                            Serafín J García

-¿Ya'stás aplastado, haragán? ¡Caminá'garrar la baya vieja pa dir a echar los terneros!
Al oir la voz autoritaria y bronca de don Valerio, Santos se levantó humildemente del banquito de ceibo en que estaba acurrucado, y salió del galpón con la cabeza gacha.
-¡Y movéte! -agregó el patrón-. Mirá que dispués tenés que acarriar agua, cortar paja pa la quincha'e troja y darles de comer a los chanchos!
Callado y presto, con su habitual resignación y su ciega obediencia de perro fiel, el infeliz se encaminó al piquete.
Algunos peones se le cruzaron, silbando o tarareando alegremente, mofándose de él como de costumbre. Varias pullas groseras salieron a su encuentro. Pero no pronunció una palabra. ¡Estaba tan habituado a servir de befa y de escarnio a los demás!"...
-¡Adiós bicho feo!- gritó a su espalda una voz femenina de armonioso timbre.
Se volvió temblando, como un niño miedoso cogido en falta. Era Angelita la que le hablaba así, mientras emergía por una ventana su busto airoso, de líneas estatuarias.
Santos aceleró el paso. Sonaba detrás suyo la risa musical de la muchacha, y él la sentía corazón adentro, zumbona y acariciante a la vez; dulce como una esperanza y atroz como una quemadura.
¡Angelita! ¡Música y cruz de su vida! Por ella solamente, por verla y sentirla próxima, era que soportaba tantos martirios.
¡Martirios, si!. Porque él era una bestia de carga en la estancia. Trabajaba más que un buey. Echaba un pedazo de su juventud disuelto en el sudor de cada día. Se reventaba en el yugo desde que mostraba el alba su primeros sonrojos, hasta que la noche se acostaba a dormir sobre la tierra. Y si algún instante tendíase agobiado y exhausto en la penumbra de su rincón favorito, iba el patrón a levantarlo con soeces improperios, o lo "escurrasaban" sus compañeros con despiadadas burlas. Sin embargo, él lo soportaba todo por aquella Angelita, cuya sola presencia trasmutábale en paraíso su infierno.
¡Cosa rara! Deseaba verla siempre a su lado, y cuando en verdad lo estaba huía de su presencia, turbado, huraño, sin saber qué decir...
Bueno, ¿y qué le iba a hacer? Se sentía ridículo, insignificante frente a la muchacha. ¿Qué podía importarle a ella su figura desgarbada, torpe, grotesca; su cara hundida y terrosa; sus ojos turbios como la pena?
Si la hiciera entrever tan sólo sus sentimientos, se le reiría en la cara. Y en las vacaciones, cuando fuera el novio a pasar su temporadita en la estancia, se lo contaría para que él también pudiera divertirse.
¿Y los peones cuando lo supieran? Más valía ni pensarlo. Nunca diría una palabra. Se dejaría consumir por la maldita llama que le estaba quemando el corazón.
-¡Mové las pesuñas, sotreta!
Estas palabras bruscas y airadas volviéronle de golpe a la realidad. Desde la puerta del galpón, don Valerio se desataba en rezongos contra él.
Y apresuró aún más el paso, sintiendo recién el frío que le acuchillaba el rostro, y los recios aletazos con que el pampero castigaba su cuerpo flaco y dolorido.
En "Los Mimbres" se notaba ese día un ajetreo poco común. Todo el mundo iba y venía ejecutando diversos menesteres. Los peones engrasaban sus lazos silbando o cambiando chanzas. Las sirvientas y agregadas, negras y mulatas en su mayoría, con sus vestidos de percal flamantes y sus lustrosas motas oliendo a "pachuli", andaban de un lado a otro, limpiando trastos las unas, cebando mate dulce las otras, y retrucando todas con malicia a los zafados piropos que les dirigían los paisanos más "quiebras".
Adentro, Angelita y Carlos "hacían sala" a las numerosas relaciones, invitadas especialmente al doble festejo -cumpleaños de la moza y petición de su mano-, mientras que bajo el añoso y retorcido parral que sombreaba el patio, don Valerio y su media docena de compadres escupían y carajeaban animadamente, entre una espesa nube de humo y un picante olor a chala quemada. Un cimarrón "curuyero" pasaba de boca en boca su sabroso amargor. Y una botella de caña servía de "apretadora".
Del horno salía un tibio y agradable vaho de pan caliente. La grasa chillaba en las sartenes donde se freían los tradicionales pasteles. Un poco más lejos, cerca del galpón grande, dos carneadores expertos cortaban los "con pelo" de una vaquillona recién sacrificada.
Sobre un corpulento ombú metía bulla una alegre bandada de chingolos, que habiendo olfateado el festín esperaba darse un hartazgo con los desperdicios.
Aprovechando la confusión y la algarabía reinantes, Santos se había refugiado en su rincón predilecto, y allí, ajeno al bullicio de una fiesta que no disfrutaría, barajaba sin descanso, como si fueran naipes, sus pensamientos de siempre, aquellos que le lastimaban el cerebro a todas horas.
Estaba harto de semejante vida. ¡Harto si! No podía ni debía soportarla más. Le daban poca comida y mucho trabajo. Pagaban sus fatigas con insultos y con humillaciones. A pesar de aguantar sobre su lomo todo el solazo aplastador de los veranos, temblaba de frío por las noches. Tenía el invierno adentro, escondido en los huesos. Ni un mate le dejaban saborear en paz cuando volvía del campo, con la boca amarga y reseca por la sed. Jamás se había puesto una pilcha nueva sobre el cuerpo, ni había podido sorprender su cinto con la presencia de un triste peso. Lo único que le sobraba eran los motes hirientes y las "judiadas" de sus compañeros.
Y para colmo de males, todavía ese amor sin esperanzas, torturador, absurdo, que era como un cilicio que el destino le ciñera al corazón...
Se iría. Tal vez a golpes por el mundo, conociendo paisajes y hombres nuevos, podría renovarse él también, hallar algo de qué asirse, algo capaz de infundirle sentido a su borrosa existencia...
Se iría, si. En la estancia nadie iba a lamentar su partida. Se notaría únicamente la falta de la pobre bestia silenciosa y dócil, dispuesta siempre a la brega. Si le echaban de menos, sería tan solo por el valor de sus servicios, como se echa de menos un buey bueno o un caballo de confianza. Pero ninguno le recordaría con afecto, ni siquiera con lástima.
Era solo en el mundo, guacho, paria. De su infancia conservaba apenas la cerrazón de recuerdos vagos, tristes, que al despertarse le subían a los ojos convertidos en llanto. Sabíase fruto de un amor "pecaminoso", de esos que comienzan con un beso y acaban con un hijo. Su madre, sirvienta, hija de sirvienta, nieta de sirvienta, había "caído" boleada por los tristes y las vidalitas de un payador errante. Lo parió a lo bicho, sobre una tapera compartida con el gaterío. Huérfano a los tres años, fue creciendo en la estancia como puedo. Primero chupando un biberón con más tierra que leche. Después peleando por las sobras con la perrada. Y finalmente despellejándose el paladar con los pirones grasudos y quemadores. Al pisar los catorce años ya tenía cara de hombre. Los empellones y los golpes apuran a la madurez. El trabajo brazal endurece, a la vez que los músculos, la mirada y el gesto...
¡Guacho! ¡Paria! ¡Cuántas veces se habían reído los peones de su origen, con esa agresividad inconsciente de los ignorantes hacia todos los que consideran inferiores!
-¡Vos debés ser hijo'e Naides -le decían entre risotadas-. Tenés talmente su facha...
Santos callaba, infelizote como era, incapaz de una reacción que lo plantara cuchillo en mano frente a sus ofensores. Y allá en su fuero íntimo, hacíale cueva un pensamiento descorazonador:
-El cristiano, mesmo que la víbora, sólo es güeno mientras no encuentra a quien morder.
Cuando listó el oriente la cinta anaranjada de la aurora, hacía ya buen rato que la peonada mateaba junto al fogón, bromeando y haciendo cálculos sobre la ardua y peligrosa faena que la esperaba ese día.
El resplandor rojizo de los tizones daba un tinte de cobre a los rostros varoniles, de rasgos acentuados y firmes, que parecían tallados en granito. Humeaban los puchos de tabaco brasilero, saturando el ambiente con su tufo áspero, y las manos callosas apretaban con ganas el cimarrón.
-Hoy vamo'a tener que meterle duro y parejo, indiada .dijo uno de ellos, mientras arrimaba a las brasas un "sargento" húmedo y renegrido-. Ese animalaje chúcaro nos va'tráir a los saltos.
-Como no levanten alguno en las guampas... -agregó otro, guiñando un ojo para defenderlo del humo-. L'digo porque va'dir un maturrango al rodeo.
-¿El pueblero, ché?
-Sí. No hay quien le saque de la moyera esa idea. Ya le alvirtió el patrón que la cosa no es pa cahmbones. Përo él s'emperró en dir nomás.
Siguieron mateando y charlando hasta que, desde afuera, llegó la voz de don Valerio que gritaba:
-¡Vamos, que se nos hace tarde!.
Salen todos al trote, perdiéndose en la inmensidad del campo, que empieza ya a despertar cruzado de mugidos. Carlos, jinete en brioso alazán, marcha adelante, apareado a don Valerio.
Poco después empieza la faena. Los hombres se separan y galopan hacia distintos rumbos, formando una especie de semicírculo, que luego se va apretando poco a poco en torno del ganado hasta cerrarse del todo.
Los animales, chúcaros, bufadores, corren desesperadamente tratando de romper el cerco que los aprisiona. Puéblase el aire de sonoros gritos y de sordo tropel de cascos y pezuñas que estremece la tierra. Silban los lazos al partir raudos hacia los cuernos afilados. Los rebenques restallan sobre las sudorosas ancas de las cabalgaduras, y las nazarenas chirrian quejumbrosas, dibujando arabescos de sangre en los ijares. Una nube de tierra cada vez más densa va emborronando poco a poco aquel cuadro magnífico, aquella puja de la fuerza diestra contra la fuerza instintiva.
Don Valerio, pegado al lomo de su nervioso pangaré, va de un sitio a otro impartiendo órdenes con su vozarrón imperativo y potente, manejando el lazo con la maestría que le han dado cincuenta años de labor campera. Su tórax amplio y velludo hínchase a intervalos regulares en la agitación producida por la brega, y sus ojos vivos y penetrantes, hechos a dominar de un solo golpe la más peligrosa de las situaciones, se encienden con relampagueante brillo bajo la intrincada maraña de las cejas.
Carlos, entusiasmado y temeroso al mismo tiempo, contempla con asombro ese espectáculo nunca visto, y del cual habíase formado una idea que la realidad empalidece. Esos hombres musculosos, esos centauros bronceados que corren de manera fantástica en un círculo erizado decuernos, como riéndose del riesgo y de la muerte, le parecen, más que criaturas de carne, figuras de  granito animadas por oscuro e impenetrable designio de la naturaleza.
Por lógica asociación se remonta su pensamiento a los tiempos de las gestas heroicas, a la génesis montoneril y tremenda de la libertad, por la que se desangraran los abuelos de esos mismos hombres que ahora bregan con reserío chúcaro, sudorosos y jadeantes, bajo la gran caricia exultadora del sol...
-¡Cuidado el toro! ¡Ladése ligero, don! ¡Cuidao! ¡Cuidao!
Esos gritos de alarma interrumpen bruscamente el curso de sus reflexiones. Vuélvese con rapidez, y la sangre se le hiela en las venas. Un torazo guampón, enfurecido, rojizos los ojos, lleno de babas el belfo, avanza como un bólido hacia él.
Ante la inminencia del peligro trata de desviar el caballo, pero su poca pericia le impide hacerlo con la premura debida. Los cuernos del toro alcanzan así el anca de su alazán, abriendo en ella amplio y profundo surco que la sangre empurpura de inmediato. El animal, enloquecido por el choque y el dolor de la herida, se encabrita y comienza a dar grandes saltos, para emprender luego desenfrenada carrera.
Un grito de espanto brota de todas las bocas. Carlos, despedido violentamente de la silla, queda con un pie metido en el estribo. Y el alazán, huyendo siempre, ciego de pavor, arrastra su cuerpo hacia la sierra próxima, donde irremediablemente será destrozado contra las agudas piedras.
Todo ocurre en un segundo inolvidable de angustia, de indescriptible pánico. Aquellos hombres paralizados por la sorpresa, ven de súbito a alguien que parte a la carrera tras la bestia fugitiva. Unas boleadoras, lanzadas con maestría casi prodigiosa, van a enroscarse en los remos delanteros del animal, cortando su frenética disparada. En un abrir y cerrar de ojos, Carlos ha sido salvado de una muerte cierta.
Y cuando los otros, repuestos ya del miedo y del asombro, llegan al sitio donde el maturrango yace sin sentido, ven a Santos inclinado sobre él, procurando reanimarle...
La noche, gigantesca rosa negra, ha abierto hace rato cu corola de sombras. Sobre el campo se cierne un silencio hondo, inquietante, sólo interrumpido a intervalos por el alerta teruteril o el agorero graznar de las lechuzas.
Santos ensilla su matungo flaco y sale al tranco. No sabe adónde irá. Pero va contento. Un solo pensamiento da vueltas sin cesar en su magín rudimentario.
-Aura, aunque no quiera, eya va'tener que acordarse de mí el resto'e su vida...
Altas y frías tiemblan las estrellas. Santos se sorprende de sí mismo al darse cuenta de que se ha puesto a silbar. Desde gurí no lo hacía...
¿Será por la certeza de permanecer -huella indeleble- en la memoria de Angelita? ¿Será que ya comienza a tomarle gusto a la libertad?
¡Quién sabe! Pero lo cierto es que se va silbando. La noche quiere atajarlo con su negra soledad sin caminos. Pero él está dispuesto a abrirle uno a pecho de caballo. Y a instinto. Y a voluntad.
Espolea el mancarrón y galopa. Firme. Sin el amago de duda. Llégale desde la estancia, donde los hombres duermen indiferentes, el aullido melancólico de un perro. Acaso el único que, por sentirlo, llora a su manera.
Después, el horizonte engulle la despedida y el galope liberador. Queda sola la noche en la llanura inmensa. Una noche que parece escuchar voces sin dueño...


Serafin J. García, Poeta y narrador uruguayo nacido en 1905, en Cañada Grande, Depto. de Treinta y Tres. Completó el ciclo de Enseñanza Primaria, y no tuvo otros estudios, habiendo realizado su formación cultural en forma enteramente autodidáctica.  Es autor, entre otros,  de los siguientes libros:"Tacuruses", "Encarne viva", "Tierra Amarga",   "Las Aventuras de Juan el Zorro" .(5 de junio de 1905, Treinta y Tres - 29 de abril de 1985, Montevideo )

Una gauchada


                                              Serafín J García



-Señor Comisario: el preso Almeida desea hablar con usted.
-Tráigalo a mi presencia, entonces. Pero con mucho cuidado, ¿eh? Ya sabe que se trata de un hombre muy peligroso.
El sargento Eloy Ramos inclinó la cabeza en señal de asentimiento, llevóse con torpeza la diestra a la visera del kepis y abandonó el despacho de su superior golpéandose las botas al caminar con la vaína del curvo y largo sable.
Instantes después retornaba conduciendo a Juan Almeida, un indiazo mal encarado, de lacio pelo negro y ojos como puñales.
-Déjeme solo con el preso, sargento. Y cierre la puerta, cuidando de que nadie se acerque a oir lo que hablamos.
-Muy bien, señor Comisario. Sus órdenes serán cumplidas al pie de la letra.
Apenas estuvieron solos en la habitación, el policía y el preso se miraron de hito en hito un instante, cual si procuraran escrutarse hasta los más secretos pensamientos.
Don Francisco Barboza, comisario a la sazón de la Cuarta Sección Rural de Treinta y Tres, era un criollo alto y enjuto, de nervios relampagueantes e inteligencia vivaz, con bien ganada fama de corajudo. Y no menores por cierto eran las mentas de Almeida, matrero que durante muchos meses tuviera en jaque a todas las policías del Departamento, y al que Barboza y sus hombres acababan de apresar el día anterior, tras enconada lucha.
-Hable con franqueza, amigo. ¿Qué pretende de mí?
-Algo que sólo puedo pedirle a un criollo de su laya.
-Diga de qué se trata.
-Quiero que me permita ir hasta mi rancho a ver a mi mujer, que está muy grave. Yo viajaba hacia allá cuando ustedes me salieron al cruce. De no haber sido así no me tendría usted preso.
-Lo que me pide es imposible, Almeida. De aquí sólo podrá usted salir con rumbo a la Jefatura, bajo celosa custodia y amarrado a la barriga de su caballo, como delincuente que es.
-Lo comprendo muy bien. Sé que en su carácter de comisario le queda mal ayudarme. Pero recurro al hombre, al gaucho de ley que es don Francisco Barboza. Con él he venido a hablar, de criollo a criollo.
-¿Y si fuera mentira lo que me está diciendo? ¿Si se tratara de un ardid para intentar escaparse?
Al preso pareció agolpársele toda la sangre en el cetrino rostro. Un súbito desasosiego le hizo temblar las manos.
-Yo no he mentido nunca, don Francisco. Se lo juro. Ese es mi único orgullo.
Hubo entre aquellos dos hombres un silencio tan breve como dramático. Barboza no apartaba sus ojos de los del matrero, que sostenía con firmeza la inquisitiva mirada. De pronto el comisario se puso de pie y habló de esta manera:
-Creo en su palabra, amigo. Y esta misma noche, sin que nadie lo sepa, lo acompañaré personalmente hasta su casa, para que vea a su mujer. Pero tenga presente que si lo que dice es falso lo mataré como a un perro.
-No habrá necesidad de hacerlo, don Francisco.
Concluida la entrevista, volvió el preso al calabozo, Y esa tarde el comisado licenció a todo el personal que estaba de servicio, sin darle explicaciones de ninguna especie, que tampoco nadie, por otra parte, se atrevió a pedir.
Apenas entrada la noche ensilló su caballo y el del preso, se vistió de civil y fue en busca de Almeida, al que quitó sus ligaduras y dejó en libertad total de movimientos.
-¿Cuántas leguas quedan de aquí a su rancho? -preguntó.
-Poco más de tres, rumbo a las Sierras del Yerbal.
-Vamos de prisa, entonces, porque tenemos que estar de regreso antes del amanecer.
Momentos después cabalgaban los dos hombres, apareados los fletes, y desaparecían en la solitaria noche campesina.
Era verdad lo que había dicho Almeida. Llegaron con el tiempo necesario apenas para que éste pudiera besar a su mujer, que ya se estaba muriendo, e instruir a los familiares presentes acerca del destino a dar a sus pequeños hijos. Y antes del amanecer estuvieron de regreso los dos hombres en la comisaría.
El insólito caso trascendió, pese al deseo en contrario de Barboza, que le restaba importancia, y que cuando alguien se lo recordaba, años más tarde, limitábase a decir sencillamente:
-Ya ven lo que le puede ocurrir a un criollo metido a comisario.


El 5 de junio de 1905, en el paraje de Cañada Grande –departamento de Treinta y Tres– nació Serafín JGarcía, considerado como uno de los más destacados exponentes de la literatura gauchesca. Siendo sus padres Serafín García Minuano y doña Sofía Correa, fue bautizado con el nombre de Serafín José García.(1985)

Hombrada


                                                  Serafín J García

Mándensé mudar tuitos a la puta!
¡No qui¡ero sabandijas en mi rancho!
¡P'aguantarle los secos a la pena
no precisa'e culeros el qu'es macho!

¡Vamos! ¡Juera de aquí, manga'e trompetas!
¡No esperen que los saque a rebencasos!
¡A mentir a otro lao! ¡A mí  esas lástimas
solo consiguen enyenarme de asco!

¡Si m'hija  jué pa ustedes una pluma!
¡Si ustedes jueron los que la mataron
a juersa'e  picotiar en su conduta
como en la oveja cáida los caranchos!

Dispués qu´eya, la pobre, tuvo el hijo
como a perra sarnosa la cuerpiaron;
jué una brosa nomás, una largada;
solo sirvió pa risa y pa estropajo!

¡Ninguno se acordó de qu´eya era guena
---un alma'e  Dios que a naides hiso daño---,
y aguantó la infelís, com'una marca,
el disprecio safao de tuito el pago!

Su nombre recorrió las pulperías
manosiao y babiao por los borrachos;
jué la farra'e las chinas en los bailes
y en las ruedas de mates de los ranchos!

Y aura que ya murió la pobrecita
 cansada de vivir hecha un pingajo
¿tienen coraje pa venir tuavía
a lechuciar ande la'stoy velando?

¡Mándensén mudar tuitos
¡Machos y hembras!

¡Aquí ya no hacen falta los caranchos! 
¡A campiar a otro lao carnisas frescas
ande se puedan empachar pulpiando!

¡Juera de aquí sotretas! ¿No me han óido?
¿Tán esperando que los curta'laso?
¡Aquí ya'stá de más la chamichunga!
¡Ya no hay a quién sangrar en este rancho! 

¡Si pa velar su cuerpo
y darle sepultura yo me basto!
¡Si no precisa agayas emprestadas
p'apechugar las penas el qu'es macho!   


Gurises


Cuasi siempre los pare una sirvienta
que también nació así, como los gatos,
en un catre arrumbrao y color mugre
o en el suelo nomás, arriba'e trapos.

Dispués, en un cajón, negriando'e moscas
el chupete sin leche, sucio y agrio,
aprienden poco a poco que de nada
en la vida'e los pobres sirve'l yanto.

Y se quedan cayaos horas enteras,
mordiendo sus piesitos y oservando
a la madre, que va de un lao pal otro
con su olor a fregones y a trabajo.

Cuanto saben gatiar ya precipean
a juirse a los galpones y a los patios,
y áhi se crían, lambidos por los perros
y comiendo imundicias con los chanchos.

De jugar cuasi nunca tienen tiempo.
Muy lejo'en lejo', cuando viene a mano,
paran rodeo a una tropiya'e güesos
o arman alguna boliadora'e marlos.

Y apenitas aprienden'andar solos
y aguantarse'n el lomo de un cabayo,
ya'stán entreveraos con la pionada,
pagándose'l pirón y los andrajos.

¡Asina los he visto en las estancias
de portera a candao y de güen pasto,
and'entr'hileras de alambraos tirantes
lustran el anca los noviyos chatos!



Orejano

Yo sé qu'en el pago me tienen idea
porque a los que mandan no les cabresteo;
porque dispreciando las güeyas ajenas
sé abrirme caminos pa dir ande quiero.

Porque no me han visto lamber la coyunda
ni andar hocicando p'hacerme de un peso,
y saben de sobra que soy duro'e boca
y no me asujeta ni un freno mulero.

Porque cuando tengo que cantar verdades,
las canto derecho nomás, a lo macho,
aunq'esas verdades amuestren bicheras
ande naide creiba que hubiera gusanos.

Porque al copetudo de riñón cubierto
-pa quien n'usa leyes ningún comisario-
lo trato lo mesmo que al que sólo tiene
chiripá de bolsa pa taparse'l rabo.

Porque no m'enyenan con cuatro mentiras
los maracanases que vienen del pueblo
a elogiar divisas ya desmerecidas
y'hacernos promesas que nunca cumplieron.

Porque cuando truje mi china pal rancho
me olvidé que hay jueces p'hacer casamientos,
y que nada vale la mujer más güena
si su hombre por eya no ha pagao derecho.

Porque a mis gurises los he criao infieles
aunqu'el cura grite qu'irán al infierno,
y digo ande cuadre que pa nada sirven
los que sólo viven pirichando el cielo.

Porque aunque no tengo ni en qué cáirme muerto
soy más rico qu'esos que agrandan sus campos
pagando en sancochos de tumba reseca
al pobre pión, qu'echa los bofes cinchando.

¡Por eso en el pago me tienen idea!
¡Porqu'entre los ceibos estorba un quebracho!
¡Porque a tuitos eyos les han puesto marca
y tienen envidia de verme orejano!

¿Y a mí qué m'importa? ¡Soy chúcaro y libre!
¡No sigo a caudiyos ni en leyes me atraco!
¡Y voy por los rumbos clariados de mi antojo
y a naides preciso pa ser mi baquiano!




Tata Dios: yo no dudo que siás juerte;
que gobernés vos solo tierra y cielo;
que a tu mandao se apague'l rejucilo
y se amanse'l más potro de los vientos.

No dudo que haygas hecho esas estreyas
que sirven de candiles a los sueños,
y p'aliviar el luto de las noches
priendas la luna en su reboso negro.

No dudo que siás vos el que le puso
al colmiyo'e la víbora el veneno;
el que afiló las uñas de los tigres
y le dio juersa'l pico de los cuervos...

Pero dudo'e tu amor y tu justicia,
pues si juera verdá que sos tan güeno
no te hubieras yevao aqueya vida
qu'era pa mí más grande que tu cielo.

Vos sabés, Tata Dios, cómo la quise.
Eya jué'l sol que amaneció en mi pecho.
Por eya tuvo primavera mi alma
y echaron alas mis mejores sueños.

Eya era linda como las mañanas
cuando dispiertan yenas de gorjeos;
alegre como el ruido'e las colmenas;
graciosa como el'unco'e los esteros.

¡Y era tan güena, Tata Dios!... ¡Tan güena!
Nunca un rencor se cubijó en su pecho.
Pa tuitos tuvo corasón sin trancas
rebosao de ternuras y de afetos.

Y creyó siempre'n vos: tuitas las noches
s'endulsaba en su boca el Padre Nuestro,
mientras su almita'e pájaro aletiaba
ofertándose entera en cada reso.

¡Y tuviste coraje pa matarla!
¿No pensaste que yo tamién juí güeno,
que no meresco este dolor que sangra
la herida siempre viva'e su ricuerdo!

¿Cómo no viá dudar de tu justicia?
¿Cómo viá crer que tengas sentimiento
si vos, provalecido de tu juersa,
nos quitás siempre lo que más queremos?

¿Pa qué nos diste corasón, entonce'?
¿Pa qué nos esigís que siamos güenos,
si nos encariñás con este mundo
y en él ponés nomás que sufrimientos?

¿Cres que consuela tu promesa'e gloria?
Si aquí and'hemos nacido, ande queremos,
nos negás el derecho'e ser dichosos,
¡no sé pa qué nos va'servir tu cielo! 



Secreto


¿Ti acordás, chirusa? Jué ya entre dos luces.
Vos'tabas parada contra la tranquera,
con los ojos fijos, clavaos en el cielo,
como pastoriando la primer estreya.

Echao a tus pieses cuchilaba el gato;
sobre la ramada cantaba un silguero;
mientras los gurises, tiraos entre'l pasto,
se daban, riyendo, güeltas de carnero.

Yo me juí arrimando con mira'e decirte
que dende hacía tiempo te andaba queriendo;
que me tenían loco tus trensas retintas,
el luto'e tus ojos, l'aroma'e tu cuerpo.

Pero al verme cerca s'his'humo el coraje;
de puro fayuta s'envaró mi lengua;
y dispués de muncho componerme'l pecho
te dije, temblando, ni sé qué simplesa.

Vos me retrucaste dispués di un ratito,
cuasi sin mirarme, con algo'e disprecio,
y tus dientes blancos como leche d'higo
mordieron con juria la punta'el pañuelo.

Quedamos cayáitos los dos, suspirando,
y asina'stuvimos, sin alsar la vista,
hasta que la noche se apió sobre'l campo
y apagó las últimas brasas del día...

Con pena y con rabia te dije adiosito,
y cuando, ya'l dirme, volví la cabesa,
vide que tus ojos'taban lagrimiando
y que los bajabas como con vergüensa.

Quise entrepararme pero jué imposible
pues me rempujaba yo no sé qué juersa;
y seguí tranquiando derecho al palenque,
y al tranquiar, yoraron por mí las espuelas...

Dispués, pa otros rumbos me cinchó el destino.
A campiar olvido juí de pago en pago,
armándole al ñudo la cimbra'e mis tristes
a la pena perra que m'iba matando...

Y aura que tus ojos son dos luces malas
que asombran mis negras noches de dolor,
ricordando aqueyo pienso: ¿por qué pucha,
desiando lo mesmo, cayamos los dos?






Chapetonada

¡Pucha gurí cristo! Porque una chirusa
te ha ladiao el anca,
ya cres que la vida no vale un comino
sin esa julana.

Y pasás en claro las noches enteras,
pita que pita, pensando bobadas;
y tuito el día vivís desinquieto,
dando güeltas, mesmo que perro con sarna.

Y al ñudo las brujas te dan venceduras,
yuyos y porqueras pa poder ligarla;
y al ñudo el pulpero t'enyena la copa
porque ya ni gusto li hayás a la caña...

¡No siás maturrango! ¿No ves qu'esa china
juyó porqu'es maula?
Buscá una que tenga la marcha pareja.
¡Yegua'e dos galopes no sirve pa nada!

¡Tragáte esa pena! ¡Sé macho, canejo!
¡Si entuavía pa'elante tenés muncha cancha!
¡Si el mundo es machaso y está yeno'e rumbos
pal que sólo tiene veintiaños en'l'alma!



Hembra


Pa dentrarme'en el alma juiste artera y mañosa.
M'engrampastes a juersa de tarimba y carpeta.
Con dispacio y baquía, como quien cincha'l monte,
preparaste la trampa pa embretar mi soncera.

A ocasiones mansita como yegua'e piquete
y a ocasiones lo mesmo que un venao de matrera;
di a ratitos tristona, redetida en suspiros,
y otras güeltas beyaca, negadora y perversa;

rebenquiando ese cuerpo cimbrador com'un'unco
-and'hicieron tuitas mis miradas querencia-,
y enyenando'e promesas esos ojos dañinos
que almarean más juerte que la mesma giñebra,

pecho adentro, di a poco, te me juiste ganando,
sin temor de qu'el güeso se pudiera dar güelta,
pues jugándola en vaca con mandinga, ¡dejuro!,
cualquier cancha te sirve y ande quiera echás güena.

Pa la trensa del laso que pialó mi cariño
desbarbaste los tientos con prolija destresa.
¡Baquianasa la china! ¡Ni campiando a candiles
s'encuentra otra que sirva pa empardarte siquiera!

Yo, asonsao por tus tretas, no patié la celada;
m'enredé'n tus mentiras de mujer cabortera;
y en mi rancho de adobe, munchas noches escuras,
p'alumbrarme p'adentro tu ricuerdo ju'estreya.

Te desiaba y te véia po'ande quiera que juese;
cuanti más vos me juías yo te creiba más cerca;
bien a láito'e mi catre, cuando el sueño lerdiaba,
'taban siempre tus ojos aguaitando mi pena...

Y a la larg'aflojastes. Y te truje a mi rancho
carculando que traiba lo mejor de la tierra.
Y tu boca jué chica pa potrero'e los besos
que salían en tropiyas de mi boca sedienta.

Pero vos pastoriabas la ocasión pa burlarte,
pa encajarme las patas como mula mañera.
¡Pucha, ustedes las hembras son pal hombre más piores
que manada de chanchos cuando dentra'la güerta!

Ya cumpliste tu gusto. ¡Podés dirte, canejo!
¡Por respeto al cuchiyo no te tuso a lo yegua!
¡Rejuntá tus percales y marcháte'n seguida
d'este rancho, que al ñudo quiso ser tu querencia!

¿Qu'esperás? ¿Cres de juro que no aguanto la marca?
¡Si mujer de tu laya po'ande quiera s'encuentra!
¡Podés dirte tranquila; tengo juersa'entuavía
y me sobran rodajas pa domar una'usencia!

¿Y aura? ¡Güe! ¿Tas yorando? ¡No faltaba más qu'eso!
¿Arricién te das cuenta que no sirve ser puerca?
Te metés'hacer barro pa dispués remorderte
y amolar con tus yantos. ¡No negás que sos hembra!


Serafin J. García 
El 5 de junio de 1905, en el paraje de Cañada Grande –departamento de Treinta y Tres– nació Serafín JGarcía, considerado como uno de los más destacados exponentes de la literatura gauchesca. Siendo sus padres Serafín García Minuano y doña Sofía Correa, fue bautizado con el nombre de Serafín José García.

viernes, 11 de mayo de 2018

Agua Mansa.


                                     Serafín J García


El estero acentuaba por momentos su acre color a juncos en descomposición y a cieno fermentado. Y como para reforzar aquel inequívoco signo de tormenta, comenzó a hendir el aire denso, sofocante, una nube de raudos "alguaciles". Por otra parte arreteaban el lanceteo y el zumbido infernal de los mosquitos. Mate va, mate viene, los dos hombres aguardaban en silencio, ensimismados, la hora de la faena.
Pronto se escondería entre el juncal inmenso la roja bola del sol. Y en la melancólica calma del crepúsculo retornarían de prisa a sus refugios las bandadas de garzas salvajes. Y con las primeras sombras llegaría el instante propicio para la caza y el desplume.
A fin de defenderse mejor de los voraces mosquitos, e incluso de la secreta inquietud que le había puesto los nervios tensos como alambres, Andrés fumaba cigarro tras cigarro. Sus ojos no perdían uno solo de los movimientos de Tomás, que ahora, en medio de la hosca pesadez de esa atmósfera de plomo, le parecía mas hostil, mas cargado que nunca de malas intenciones, de siniestros propósitos.
Sin embargo, la actitud del compañero no justificaba en modo alguno aquel receloso atisbo. Abstraído, indiferente, como insensible a cuanto le rodeaba, Tomás solo se movía para recoger el mate y devolverlo. No había en él ningún asomo de hostilidad, ni el menor gesto capaz de infundir sospechas. Si algo dejaba traslucir su rostro era un abúlico tedio, una especie de tristeza fatalista y cansada.
Pero Andrés interpretaba de muy distinta manera su ensimismamiento. Y creía tener razones poderosas para ello. Desde muchas noches atrás veníale socavando el cerebro una idea persistente, que había concluido por volverse obsesión. Tomás quería matarlo porque estaba celoso. Esa era la verdad. Desde que supo que Carmen iba a casarse con él, tornóse huraño, enigmático. Dejó de ser el amigo de corazón abierto que había sido hasta entonces. Y el despecho fue incubando sin duda, poco a poco, la siniestra intención que él estaba seguro de haber leído en sus ojos.
Recordó las únicas palabras cambiadas entre ambos acerca de la muchacha. Fue una madrugada que volvían del pueblo, soñolientos aún, con los inseparables caballos trotando en una misma línea
. - Anoche te vi con Carmen. La querés en serio?
- La quiero. Nos casamos pal año. Por?
- Por nada. Preguntaba nomás . . .
Hubo un silencio molesto, embarazoso, y luego él indagó:
- Es cierto que vos tuviste relaciones con ella?
- Hace ya mucho tiempo. No te priocupes. Lo pasao, pisao.
Desde entonces, ya no volvieron a nombrarla. Pero Carmen seguía interpuesta entre ellos, alejándolos cada vez más uno del otro. Si de algo estaba convencido Andrés era de eso. De eso y de las aviesas intenciones que abrigaba Tomás a su respecto.
La convivencia se les fue haciendo difícil: pasaban días enteros sin cambiar más de dos o tres monosílabos. Los estrictamente indispensables para entenderse en el trabajo. Y por las noches, Andrés trasladaba su recado al otro extremo de aquella especie de islote seco en que habían establecido el campamento, y allí tendía los cojinillos y jergones que le servían de cama. Pero ni aún así podía dormir tranquilo. Cualquier susurro mínimo, el roce de la brisa o de alguna alimaña nocturna entre los juncos, hacíale incorporar sobresaltado, manoteando la escopeta, o empuñando el facón que siempre tenía al alcance de la diestra.
- Ya está lavao que da asco.
- Lo ensillamos?
- Por mi, no.
Andrés lió un nuevo cigarro y prosiguió tomando mate solo. Acababa de ocultarse el sol, velado por una bruma rojiza, como de sangre. Hacia el Oriente, empezaban a acumularse pesados nubarrones. Y el metífico hedor del estero, cada vez mas denso, tornaba irrespirable aquel aire caliente y estancado.
No soplaba una brisa. Los juncos verticales, inmóviles, alargaban hasta el horizonte la uniforme monotonía del paisaje. Croaron algunas ranas distantes. Y como si hubieran estado esperando esa señal, otras, más próximas, respondieron de inmediato al invisible conjuro. A los pocos minutos todo el estero se llenó de un clamoreo compacto, ronco e infatigable.
Andrés se levantó y arrojó un terrón al agua para restablecer momentáneamente el silencio.
- Bichos jodones! - rezongó.
Sus nervios parecían a punto de estallar. Tomás, siempre abstraído, siempre inmóvil, contemplaba con ojos ausentes aquel lodo chirle y fétido, removido por el azoro de veloces fugas.
- Parece que va a llover.
- Parece.
Las palabras estaban de más. No cabía duda. Solamente tenían importancia los gestos, las actitudes.
Volvieron a enmudecer los dos hombres, atento cada uno al intransferible y secreto bullir de sus propios pensamientos. El recuerdo de la mujer lejana continuaba aislándolos , suprimiento inexorablemente entre ambos toda posibilidad de comunicación.
De pronto empezaron a aparecer en el horizonte las primeras bandadas de garzas en regreso. Venían desde los pantanos costeros de la Laguna Merin, en vuelo presuroso; giraban sobre el juncal, apretujándose entre graznidos inquietos, trazando cículos cada vez mas estrechos y más bajos; y luego descendían hasta desaparecer en el corazón del gigantesco estero, ya ubicado el sitio exacto donde acostumbraban a pernoctar.
Era un maravilloso espectáculo el que ofrecían aquellas legiones de aves blancas y rosadas, cada vez mas numerosas y urgidas, revoloteando sobre la sombría inmensidad del juncal.
Andrés, que había vuelto a agazaparse al verlas, olvidó por un instante sus preocupaciones y se puso a hacer cálculos. Sería proficua la faena de esa tardecita. Podrían cazar muchas docenas de garzas y obtener sendas bolsas de plumas de primera calidad. Y quizás las ganancias les permitieran abandonar aquel penoso oficio, adquirir una chacrita en las inmediaciones del pueblo y vivir en paz con Carmen, trabajando la tierra. Eso sería lo mejor. La vida del garcero no servía para él. Ese silencio forzoso, esa monotonía agobiante del juncal, ese malsano olor de los esteros plagados de mosquitos, de sanguijuelas viscosas, de taimadas víboras, resultábanle cada día más intolerables. Que Tomás se buscase otro socio, si quería. Al fin de cuentas, ya no quedaba entre ellos nada en común.
Antes, cuando se entendían, cuando eran verdaderos amigos, cualquier sacrificio hacíase llevadero. Pero ahora Tomás lo odiaba y hasta sería capaz de matarlo si se le presentaba una ocasión favorable. No podía conformarse con que Carmen fuera suya. Era uno de esos hombres sin nobleza, que no saben perder . . .
Bruscamente cortó sus reflexiones para observar de reojo al compañero, pues había creído advertir en él un movimiento sospechoso. Tomás acababa de incorporarse, en efecto, y avanzaba paso a paso hacia allí, con las venas del cuello tensas y una dura fijeza en la mirada. Parecía un animal montaraz acercándose a su presa. Querría aprovechar su momentáneo descuido para ultimarlo a traición? Sería capaz de tal villanía?
No había concluido de hacerse estas preguntas cuando lo vio llevarse la mano a la cintura y desenvainar con cautela el afilado machete. Entonces dió un ágil brinco, blandiendo a su vez el suyo y hendióle el cráneo de un certero golpe mientras le gritaba:
- Tomá, por ventajero!
Desde el suelo, pudo aún el compañero extender el brazo y advertirle con un hilo de voz:
- Cuidado!
Andrés volvió los ojos hacia el sitio que el otro el indicaba, y recién entonces vió la yarará en acecho, pronta para saltar sobre él.
En ese mismo instante, un fuerte trueno anunció el comienzo de la lluvia. 
                                        FIN  

Serafin J. García, nació el 5 de junio de 1905, en el paraje de Cañada Grande –departamento de Treinta y Tres–, considerado como uno de los más destacados exponentes de la literatura gauchesca. Siendo sus padres Serafín García Minuano y doña Sofía Correa, fue bautizado con el nombre de Serafín José García.  Es autor, entre otros,  de los siguientes libros:"Tacuruses", "Encarne viva", "Tierra Amarga",   "Las Aventuras de Juan el Zorro"(29 de abril de 1985 - Montevideo) (