lunes, 10 de abril de 2017

El remate




Yamandú Rodríguez - Uruguay

Falta el aire, y sobran moscas en este domingo de enero,
El sol fríe la chicharra duerme un matungo azulejo,
Algunos pollos con argaras están de picos abiertos,
Por los charquitos de sombras hay unas guachas bebiendo,
Por los caminos calientes cruza la siesta en su lerdo,
Ojos azules de cardo curiosean desde lejos,
Y asoman por las retamas, ojos azules de ceibo,
Todo es dulce de tan pobre..
Frente al rancho de tanteo,
Que esta con los cuatro codos deshilachado de tiempo,
Subasta un rematador, las pilchas de un criollo viejo,
Hay muchos interesados, son vecinos todos ellos,
Muchachos que hasta hace poco le llamaban el abuelo.
Recostado sobre el palenque los mira tristón el viejo,
Han ido a comprar barato cosas que no tienen precio,
Y piensa con amargura, ya no da criollos el tiempo,
Que vale este par de espuelas,
Si las rodajas de fierro son como dos lagrimones
Que llorasen por su dueño,
Con ellas salio a ganar ase ya muchos inviernos,
La novia en un bagual blanco, la vida en un bagual negro.
Los mozos suben la oferta, doy 10, 15, 20 pesos,
Diputan como caranchos el corazón del abuelo,
Que al escucharlos se pone rojo de vergüenza el cielo.
Son suyas las nazarenas, dice a uno el martillero,
Le han vendido las lloronas, hoy por desgracia hoy tan luego,
Que en el palenque la vida le ato su bagual mas negro,
Y piensa con amargura, ya no da criollos el tiempo..
Sacan a la venta un poncho, donde garúan los flecos,
Para mojarle la cara al que se lo lleve puesto,
Tiene la boca zurcida, y lo gasto tanto el tiempo
Que a tras luz del calamaco se ve la historia del dueño,
Guampas chuzas y facones lo acribaron de agujeros,
Pero su filosofía siempre le puso remiendo,
De día con un celeste, de noche con un lucero…
Yo pago por esa pilcha tuita la plata que tengo,
Subo a una onza la oferta, si no hay quien de mas lo quemo.
Entonces cae el martillo en lo mas duro del silencio,
Un mozo se llevo el poncho y allí cerca el pobre viejo
Esta temblando de frío en una tarde de enero,
Y piensa con amargura, ya no da criollos el tiempo.
Así perdió en la bajada lo que gano en el repecho,
Una a una las ovejas, pilcha por pilcha el apero,
Quisiera salvar del lote su mancarrón azulejo,
Pa' que lo agarre la noche en un caballo estrellero,
No tiene mas que uno, y ese, se lo quema el martillero.
Allí termino el remate, cobro la cuenta el pulpero,
¡ aura si! al verlo tan amargao tan desecho,
Todos los rumbos arrollan los lazos de los senderos,
Y son cuatro pialadotes los que están esperando al viejo,
En cuanto quiera salir, le van a dar contra el suelo…
Entonces aquellos mozos se acercan pa' defenderlo,
Y el mas ladino le dice entre temblón y risueño,
Todos compramos sus pilchas, pa' salvárselas abuelo,
Aquí tiene sus espuelas, aquí tiene su azulejo,
Otro le trae igual que a un niño el apero,
Otro le entibia las manos con aquel poncho de fleco,
Y otro que no compro nada, le estampa en la frente un beso…
Por que sigue dando criollos, muy lindos criollos el tiempo…

FIN



Badía hermanos


—¿Juan?
—¿He?
—¿Ande calculás que se halla la fortuna?
Casio sigue dando vueltas entre sus manos a un paquete de "picadura". Toda su golosina consiste en guardar plata y soltar humo. Hace cinco minutos que luchan el avaro y el fumador. Nunca creyó que fuese tan casto aquel envoltorio.
Juan, desde el otro lado del mostrador, le observa con angustia. Cuando ve que su hermano, vencido por el vicio, va a desflorar el paquete, repite su pregunta:
—¿Ande pensás que se encuentra la fortuna?
—Yo creo que es en el ahorro... mesmo.
Convencido de ello, vuelve el tabaco al estante. Entonces, puerta afuera se dedica a mirar el camino, a la espera del primer cliente fumador. Quizás su cigarrillo ya se ha puesto en viaje. Casio tiene la virtud de ser poco exigente.
Juan, seguro ya de haber impedido un gasto inútil, le dice:
—Si querés pitar, ¿por qué no abrís una cajilla de las caras? Total es un placer pa vos... yo te lo apunto.
—Casio jamás ha gastado nada. Juan, ni la mitad de nada. Las tentaciones que padecen no hacen más que ennoblecer su avaricia. A veces es un cigarro, luego es una copa de "guindado", en otros momentos han puesto en peligro hasta una pastilla de menta con versito. Contrajeron estos vicios por culpa de la parroquia.
Empezaron a beber para aumentar el gasto. Cuando los "envitaban" servíanse en un vaso pequeñito y lo cobraban grandes. Fumaron porque, vendiendo ellos el único tabaco que había en cinco leguas a la redonda, cualquier humo les cuajaba en dinero. Los mellizos Badía nacieron para parar rodeo a todas las monedas del pago.
—¡Hasta el tiempo se nos ha dao güelta!
Sigue seco... Siquiera hubiese rigolución y gran pelea, llovería... Es una disgracia, Casio... La gente que tuvo campos antiguamente, a lo mejor sacaba la suerte e'que se diese una batalla cerca y salvaba los trigos.
Los mellizos no poseen campos; pero hay un chacarero de poca tierra y muchos hijos, que les debe un dinero y ellos han resuelto confiscarle la cosecha. Les pidió dos bolsas de harina y nunca las pagó. Acaso pensaba que eran sus espigas aquerenciadas y balncas que volvían a su rancho.
—Ese trigo del Aniceto Canijo nos va a dar una pérdida, Juan... En fija no responde por toda la cuenta... ¡Vos te conmoviste aquel día!
—Por eso jué que le hice firmar el papel ande el pícaro promete entregarnos el trigal... Se me hizo güena la garantía... Yo pensé en todo...
—¿Y la seca?
Se hace un largo silencio. Desde su puesto:
—Tenés razón, Casio -le dice el hermano- me conmoví. ¡Pucha amigo! ¡Pensé en los hijos de ese hombre y después la primavera había dentrao tan llovedora...
—¿Vos sabés cuálo es lo que no deja hacer fortuna?
Casio se llama en realidad Nicasio. El mismo se podó el nombre, para no ser, ni siquiera en eso, más "largo" que su mellizo y socio. Ahora se ha puesto a mirar el cielo azul. Azul desde hace dos meses, a pesar de los puños levantados contra él desde las melgas, de los rosarios que corren entre los dedos de las viejas y de las grietas abiertas, con sed. El trigo le tiene miedo. No ha querido estirarse. Le mira desde apenas una cuarta del suelo. Cuando la tierra pasa sed, el labriego pasa hambre.
—Demasiado corazón, Juan... aprendé del tiempo.
El boliche fue levantado en una loma áspera. Con sólo trepar hasta él, ya se gastaban fuerzas. Los Badía le adquirieron con tres días de discusión y cuatro reales al contado. Allí no llegaba nadie por no desocar los mancarrones. El negocio iba mal; pero lo compraron lo mismo. Ellos no querían hacerse ricos, sino ir tirando. El antiguo dueño, cansado de seguir tirando, aflojó. Los Badía estudiaron el campo de batalla. El rancho estaba lejos de las vías transitadas. Ya que no podían llevar el "negocio" hasta el camino, llevaron el camino hasta el negocio. Una pisada y otra hacen la senda. Entonces ofrecieron juego libre, libreta, crédito, baratura. Ofrecieron tanto que el paisanaje empezó a caer.
Los "gurises" dispusieron de un "sapo". Los hombres de una carpeta. Las mujeres empezaron a pedir a sus paridos que no fuesen al boliche a perder la plata, el tiempo y el equilibrio. "Badía Hermanos" también contaba con esto. Por milagro de la cachimba, convirtieron un litro de caña en diez. Ellos que no habían gastado más que cumplidos y cuando dieron algo fue trabajo a los cobradores, pasaron en aquellos días momentos de prueba. Cuando le cerraban el boliche a la noche y la clientela, palidecían mirando los tejos en el suelo, una cuarta de caña perdida, dos pesos de costo "despachados" y apenas cincuenta pesos en el cajón.
Fue preciso que pasara un año para conseguir normalizar el negocio. Se habían dejado robar. ¡Daban hasta novecientos gramos en cada kilo! Tuvieron que rebajar despacio en el peso, encoger el metro en la mercería, embarrar las papas...
La costumbre y la querencia hicieron lo demás.
—Juan, alcanzo a ver una mujer que viene de a pie por el camino... Me gustaría que juese una negra...
—Justo... ¡por el cachimbo!
Se llevan cinco minutos de diferencia en la edad. Es lo único que los separa. Acaso de común acuerdo han resuelto que Juan se muera cinco minutos antes que Casio, para "empatarse". Nunca se ofenden por palabras. Le echan la culpa a la bebida. Cuando husmean peligro esconden la talega en la trastienda, la mano bajo el mostrador y el trabuco en la mano. El borracho más cargoso no logró impacientarlos mientras tuvo peso en el tirador. Como tenían que comer de lo propio perdían el apetito. Durante tres años no han salido de su almacén. Viajan en los relatos de los clientes, con las ruedas de las carretas y sobre el caballo del tropero. La vista de una libra esterlina los emociona. Es un sol pequeñito que baja hasta ellos, privados de luz, adheridos al mostrador para no morir de hambre. Lo extraordinario es que aún estando solos, ellos dos se dicen, convencidos de no creerse, que sienten aversión profunda por los avaros, gente indigna de la raza criolla gastadora a manos llenas de sus virtudes y sus vicios, su dinero y su sangre.
Por no abrir una lata de sardinas, Juan pasa sin comer más días que Casio. En cambio éste, fortalecido por el almuerzo, no rechaza "envitada" ni siquiera el domingo, cuando desde las "puntas" del día hasta las "barras" de la noche, es preciso apurar cien vasos de menta y caña y ginebra y sisnape... Cada vez que alza la copa mira al mellizo. Es un mártir de la firma comercial. Se suicida. Esto sólo lo saben: él, su socio y las botellas.
Esta mañana, aburridos, hacen incursiones al paisaje. Echan camino delante los ojos, que no gastan alpargatas al andar. Juan quiere encontrar nube. Casio un cigarro... humo. Parecen dos poetas. Hacia ellos se acerca, pasa a paso, una mujer.
—De por aquí no parece... ¿no es así, Juan?
—Cierto.
La forastera viste ropas de colores vivos y usa un pañuelo en la cabeza. No quiere perder nada de calor. Sin embargo el bochorno escapa sonoro por sus válvulas de chicharras. La bata de la mujer es tan roja, que a su paso el polvo se levante a mirarla y huyen los pájaros. Trae un atadito colgado de su mano derecha como una borla. Camina sin prisa por llegar. Parece una de esas mujeres condenadas a no arribar nunca...
—Pa'quí viene.
—Sola —observa Casio, bajando los ojos. —Parece moza —comenta Juan sin mirar al hermano.
Ninguno se ha movido. Continúan acodados en los extremos del mostrador. Dejan acercar al enemigo, teniendo una a su espalda, la guerrilla de botellas mortíferas y el otro, su barricada de bolsas.
—Va a llegar cansada -apunta con malicia una mitad de la "firma". Pasa un instante mirando cierta tela de araña quien les avisa que desde hace muchos días no se despacha anís. Ahora ya consiguen ver a la mujer al "detalle". Sus polleras chingudas, la bata escandalosa, los zapatos de tacos torcidos en fuerza de sacarle el cuerpo a los terrones.
—Se ha parao en la ramada...
Sin duda aquella sombrilla le ha hecho temer el metro de sol que la separa del boliche. Por fin se decide y lo cruza.
—¿Esta es l'almacén de los mellizos?...
—La mesma. Nosotros semos ellos, señora.
La "firma" ve en su visitante: primero pobreza, en seguida madurez, más tarde fealdad. Fruncen el ceño como avaros y como solteros.
—Yo me llamo Pentecostés, pa servirlos... Ese jué el nombre que truje en el almanaque. Soy la viuda de Obregón.
Le encuentran olor a pobre. Para los Badía, Pentecostés lleva trazas de pedir fiado.
—¿Quién la mandó p'aquí?
La mujer contesta sin dirigirse a ninguno, para no hablar en péndulo:
—Un tal Aniceto Canijo, chacarero. Dice que si hay alguien rico en este pago y manos abiertas, son los mellizos.
—¿Usté vido un trigo que tiene ese hombre? —le preguntó Casio.
—Lo vide...
—¿Cómo viene?
—¡Muy ruin!
—¿La oís, Juan? ¡Vos tenés dimasiao corazón!
—Eso mesmo, señor, jué lo que me dijo don Aniceto. Por eso me les allego —continúa la pobre mujer.— Hoy a las cuatro van a hacer los cinco días que perdí a mi marido. Me lo mató un grano malo... Llevábamos diez años de coyunda. Porque yo no soy vieja más que por ajuera, ¿saben? Aunque esté mal el alabarme, voy a cumplir cuarenta ricién. Lo que pasa es que me he asoliao mucho...
Juan y Casui la escuchaban pacientemente.
—Cuando me quedé sola, tuve que dirme de mi pago.
Acciona con la derecha, a pesar del atadito. Es preciso que se le haya quedado por olvido en esa mano. Espera en vano que la interroguen. A pesar del silencio y sin parar mientes en el poco interés despertado por su historia, sigue contándola...
—¡Cómo iba a quedarme allá, si no tenía pa comprarme el luto! ¿Ho hallan? Si cuando me miro yo mesma con esta bata, me parece que ni el finao se ha muerto...
Piensa en el esfuerzo que le cuesta llorarlo vestida de punzó; en los comentarios de las vecinas. Imagina el chismorreo de sus comadres en canceltas. Las ve de trenza atada y lengua desatada, quemándose con la bombilla para no perdonar silencio.
—¿Con qué cara me pude quedar allá? Yo soy pobre; pero tengo vergüenza. No es porque busque aparentar; ¿no es cierto? Es cuestión de compriender lo que le debo al finao. -Dice esto mirando a Casio, quien le contesta:
—Claro...
Mientras tanto Juan toma una pieza de merino negro y la pone y la pone sobre el mostrador. Es la tentación. Parece mandinga mostrando un ala. Desenvuelve la tela oscura y sugestiva como la noche, que para ellos pronto se estrellará con moneditas de plata.
—Ocho pesos la vara, señora -le dice-. Usté con siete varas tiene pa un luto largo. A la firma Badía le ha causao gran efecto la ley que usté le guarda a su dijunto.
La viuda agradece. Al fin se ha encontrado con dos personajes que comprenden su tragedia. Toca su propio duelo tejido.
—¿Ocho pesos dice, Badía?
—Baratito...
—Es que yo no tengo plata, ¿saben? Pero tengo brazos. No vine a trampiar el luto; ¡Pobre Obregón!... Quiero ganarlo. Yo, con tal de ponermeló por rispeto al finao, les ofrezco a cambio quedarme aquí, de sirvienta, un mes... dos... los que sean...
Juan y Casio sacuden la cabeza. Pentecostés no tiene ojos más que para el merino. Lo vuelve a acariciar.
—Dijo siete varas, Badía?
Casio contestó primera esta vez:
—Más bien menos que más... Peligra de arrastrarle y no es cosa de andar embarrando un luto... Pa mi gusto, señora, como el género es tan anchito, con tres varas tal vez le saliese.
Ella acepta. ¡La tiene tan arrollada el dolor! Luego tampoco está bien que una viuda camine muy derecha. Tres varas le alcanzas. Entonces, cuando se acorta su vestido, Pentecostés alarga el pago. Un año trabajará allí. De sol a sol. No gasta nada. La pena le ha quitado el apetito. Refiere todas sus habilidades: sabe lavar y planchar. Compone un guiso con cuatro piedras y un "güeso"; lo condimenta con madrugadas y tareas. Lleva cuarenta años de pobre. Sabe cuáles charamuscas humean y cuáles hacen ascua. No da puntada sin nudo. Es capaz de cazar el canto de un gallo y meterlo en la olla para dar sabor al caldo. Es ahora la tentación.
Cuando "resuella", Juan, avizor, consigue detener aquella letanía cantada en grillo, con sólo tres palabras:
—Pentecostés, aguárdenos aquí.
Los dos entran en la trastienda. Se sientan frente a frente y contratan. Al hablar de intereses no se tutean. Son casi enemigos.
—Total, Juan, usté sabe que ese merino, dende que los criollos no usan chiripá, no hay quien lo lleve. Costó un peso el metro. Estirándolo un poco, la viuda con dos metros y medio...
El socio saca la cuenta.
—Son más de dos pesos -observa-. ¡Es una pérdida grande!
Junto al mostrador, Pentecostés, mirando el género negro, llora sus primeras lágrimas por Obregón. Ella no se considera viuda del todo, hasta que pueda ponerse luto.
—Sin embargo socio, usté compriende que ansina la firma no va a poder seguir... Ya hace tres años que no vamos al pueblo... Algún día tendrá que ser...
Los dos se entiendes. Pueden ir a pie, es lo más probable, con las botas al hombro; pero algo tendrán que comer; si no ¡para qué hacer el viaje! Luego, el pueblo sale caro. Hay que pagarlo... Casio calcula cada gasto; lo anota y suma.
—Todo sale por cinco pesos, -dice-. Si acetamos a la viuda saldremos ganado justo el cincuenta por cien.
—¿Usté pensó, mi socio, en el posible de que ella, con tanto penar, se nos muera aquí? —También puede salir sana...
Juan se asoma.
—¿Usté tiene güena salú, viuda? -le pregunta.
—No he conocido dotores...
—¿La oyó, Casio? Está llorando la pobre, no es pa menos...
La razón social continúa estudiando cuidadosamente la operación. No es cosa de ensuciar el interés con los sentimientos... ¡Son tan tiernos!
—Juan: ¿si llegase a nacer un hijo?
Este fue el momento en que Pentecostés estuvo más lejos del luto.
—Usté, está visto que es el mejor de los Badía... Casio, no hay nada que hacer...
—No se abalance...
Ahora Casio sale a consultar el punto con la propia "mercadería". Su pregunta hiere de costado.
—Viuda, ¿cuántos hijos tiene?
—Denguno, señor. Nunca me los quiso dar Dios... ¡Pobre Obregón!
No se explica aquella curiosidad. ¿Para qué buscarle la presilla? A la desdichada mujer no le interesa otra cosa que la negrura del merino. Para ella no es nada estar viuda mientras no lo parezca. Si pudiese andaría embarrada.
—Es machorra, Juan, pero no se alegre mucho...
Acabo e'mirarla bien. ¡Esa mujer es más fea que rodada e cuzco en un cerro!
—La lindura tira contra el ahorro, -sentencia el socio.
No se han hablado nada más. Están de acuerdo. El negocio deja ganancia.
—Conviene...
—En efecto, conviene...
—Casio, ¿una semana cada uno?
—Ya se sabe, Juan.
Cada semana pagan. Cada semana cocinan. Cada semana se turnan en los ramos. Es la costumbre de la casa.
—Güeno, escriba el negocio en un papel, mi socio, las palabras se hacen aire...
—¿Acetará doña Pentecostés?
—¡Como pa no! ¡Nunca le habrá salido más barato un traje! Cuasi, cuasi el negocio lo hemos planiao pa ella... Acortelé otro poco el género.
Casio sonríe.
—Usté me endivina siempre, Juan...
vuelven al despacho. Siguen secos. La viuda llora.
—Atienda, doña —le dice Casio. Lee:
"Doña Pentecostés Obregón se compromete, por dos varas y cuarto de merino negro recebido, a trabajar un año de piona en el negocio de Badía Hermanos." -Hace una pequeña pausa y termina la lectura subrayando; -"Pa todo servicio."
—¿Aceta?
Sigue un silencio largo. Pentecostés siente en su carne los ojos bestiales de Juan y de Casio. Le asquean. Hasta las raíces de su dolor cavan aquellas miradas. Piensa en el finado, que no tendrá ni siquiera quien se ponga por él un miserable trapo negro. Mira su bata roja. Aquella prenda está colorada de vergüenza. Sigue apayasándole su pena. ¡No la dejará ser viuda quien sabe hasta cuando! Recuerda, allá, en su pago, la rueda donde las comadres se santiguan horrorizadas, ante la indiferencia de la vecina. Las oye decir:
—¡Pobre Obregón... si se ricordase y la viese... de colorao!
Y entonces, por respeto a su difunto, pidió la pluma y contestó:
—Güeno...
FIN



La viudez de Larriera


Primitivo Larriera lleva cincuenta y tantos años mirando atardeceres. Sólo por excepción ha perdido algunos, con el "chala" en una "punta" de la boca para que no estorbe el paso de cuento, interjección o suspiro; siempre lo "agarra" el crepúsculo. Ha visto ponientes de todo "pelo", desde el tímido otoño, cuando la tarde palidece y se "dentra" con una vinchita "punzona", hasta el majestuoso tramonto estival, donde el día muere a lo varón, como esquilador herido entre vellones que salpica de sangre. No se acostumbra a ellos. En su niñez les temía. Cuando adolescente le anunciaron la hora del locro y, ya novio, la del adiós. En la madurez aprovechaba el flechillal del poniente para pastorear recuerdos que la oración convertía en estrellas. Hoy, cincuentón, el tramonto le sorprende con miedo, hambre, malicia y melancolía, todo a un tiempo. Se niega a envejecer. Regaló la tropilla de sus recuerdos, porque todos porfiaban hacia la querencia. Desea seguir adelante. Le duele acampar en lo vivido. Su melancolía no es sonaja llorona de lazo tendido sobre el anca. Nace del pucho de porvenir, de lo que espera aún, del camino que presume demasiado corto... Está más muchacho que nunca, lleno de disparates y arrepentimientos. Reverdece. Es flor todavía. Flor de zapallo. No sirve para adornar la trenza de ninguna romántica; pero cualquier china seria, formal, de su casa, si la cultiva y deja que la flor se haga carne dulce, puede alimentarse con ella. Como es natural, Larriera ya no habla más que a los estómagos. Mas éstos mantienen el corazón, según se ha dicho. He ahí cómo la emoción tardía de Primitivo llega por las cocinas a las tranqueras. Tenía una cocinera moza, apagada y bonitilla. La mantuvo con palabras y sueldo. Era ambiciosa la peona: quiso llevar el fogón a la sala. Larriera se opuso. Entonces ella resolvió ofenderse. A poco, su agravio se hizo venganza y ésta tuvo bigotes, ojos castaños y poncho calamaco. Se parecía mucho a Julián Arroyo, peón de la estancia. Una noche, Primitivo vio a la venganza entrar agachado en la alcoba de la cocinera. ¿El galán pretendía pasar por lobizón? La estancia vieja había tenido una familia de ellos. Al más audaz Larriera le sorprendió con un cuero de oveja en la bolsa. Deshizo la nidada sin dejar un solo huevo. Seguro estaba de haber acabado con aquellos "pájaros". Por eso, tranquilo, sin ningún "santiguao", pero armado de positivo garrote, entró en el dormitorio de Robustiana. De un palo por poco deja seca el Arroyo aquél, y esa misma noche, la cocinera, llorosa, abandonaba el establecimiento. Primitivo no creía en duendes ni en arrepentidas. La experiencia le movió a medicinar al derrengado peón. Consideraba con dolor viejo, que en lances de brujerías el varón es el menos culpable, aun cuando la vanidad suele asegurarle lo contrario. Por eso le curó con gusto de unto sin sal. En su concepto, Arroyo había saldado la deuda. El puso el garrote, el otro el costillar: estaban a mano. Cuando, ya restablecido, Julián pidió su cuenta para marcharse, él se opuso. Su rival continúa en "las casas". Robustiana fue puesta fuera de ley. Al irse dejó dos vacíos: la olla y el capricho del patrón. Primitivo se apresuró a rellenar el primer hueco. Llamó a "Pirincho", su ahijado, entenado o hijo, de lo cual ni él mismo está muy seguro, y le mandó al rancho de los "ingleses". Llama así a una familia de negros que poblaron en la orilla del campo. Una morena con ojos de pascuas y trompa de viernes santo, se encargó de la cocina. El segundo agujero dejado por la peona, quedó sin rellenar. Quien cuenta medio siglo de feo y un año de viudo, no dispone, por lo común, de otro camino sentimental que el de las segundas nupcias. Primitivo contaba con ése y con alguno que otro campo traviesa. No quiere volver a casarse y el "feo" de Robustiana le quitó su afición por los atajos. Resolvió poner nudo a las diabluras. Aprovechó esa llave falsa para cerrar el último capítulo de su novela. Tiene páginas felices en el libro y páginas amargas... Casi todas sus heroínas son del tiempo en que las mujeres usaban una trenza y una palabra y faltaban a ella como ahora; pero con más recato. Para pasar de una hoja a otra, humedeció los dedos a veces en lágrimas y a veces en sangre. En una se detuvo a releer hasta que la aprendió de memoria. Casó. Y luego, cuando se aburría, que en su opinión era casi enviudar, inició nuevos episodios que su consorte llenaba de puntos suspensivos. En eso continuó hasta que Robustiana le mochó los puones. Por su culpa, Primitivo ha soltado sin bozal su caballo "de ancas". Desde que la moza se fue, atardece junto con la tarde. Pita para tener una estrella, suspira y duda. Hoy ni siquiera fuma. Hace rato que la tarde se apagó y su pucho también. Allá arriba empiezan a desparramarse sus luces. En la vía láctea queda el grueso del rodeo; pero las siete cabritas han hecho "punta" y cuatro tordillas se alejan en cruz hacia el sur. Primitivo no las costea. Ni siquiera las mira; y de todo esto tiene la culpa el correo que a las seis llegó con carta de Robustiana. Larriera deja el patio, entra en el comedor donde Pirincho desde hace una hora espera para escribir al dictado la contestación, y vuelve a leer la misiva:

"Patrón:
La presente tiene por motivo hacerle conocer la situación en que me veo por culpa e mi mala cabeza. Olvidé, sí, lo mucho que debo a su generosidá, y la que fue casi una hija pa usté, hoy se halla muy comprometida pa salir del paso. No quiero mentar lo mucho que lo extraño y las privaciones que' pasao; porque conozco su güen corazón y no quiero golver a su estancia por lástima, sino como perdonada. Estoy en lo de mi hermana Casilda en la costa del "Guarilay". La pobre es muy gaucha, pero no así su esposo, joven largo de manos y no mal parecido, quien pretiende cobrarme la comida. Usté me conoce, patrón, y sabe que una muchacha honrada como su servidora, antes se deja morir de hambre por los caminos que cair en falta. Pero la necesidá, lo que se llama necesidá, es muy hereje, muy indecente y no hay que ponerla tan a prueba. De este mal a que me veo espuesta, sólo puede sacarme en ancas una palabra suya. Si la meresco entuavía, escriba en un papel: "vengase". Nada más. Eso basta pa que al otro día, me tenga en la estancia..."

Primitivo estruja la carta. La tira a un rincón y empieza a pasearse por el cuarto. Responderá. Busca la palabra más elocuente. Asómase al marco de la ventana, como si la respuesta estuviese escrita en el pizarrón de la noche. Mira luego al amanuense. "Pirincho" traga saliva, baja los ojos, se agacha...

—¡Escribí! —ordena al muchacho.— "China: la dispreceo".

La moza quería una palabra y él le manda tres.

Mas no está conforme con la respuesta. Tal vez la frase refleje su estado de espíritu. Quedó muy lastimado. Lo está aún. Cuando el gurí repite lo escrito, Larriera se pregunta cuál es la razón de ese desprecio, dónde finca. Si se refiere a Robustiana cocinera, la frase no dice la verdad. Ninguna peona ha sabido como ella espolvorear de canela una mazamorra, ni hacer de cada pastel de hojaldra un verdadero librillo. No conocerá la vergüenza, pero la cocina, sí. Como tal, no merece desprecio. Ahora falta averiguar si como mujer lo merece. Una tardecita, Primitivo, en lugar de tomar el mate, le tomó la mano. Ella no advirtió la equivocación, ni él tampoco. Ambos estaban muy entretenidos en elegir nubes encendidas. Jugaban a "cuála" se apagaría primero. Larriera ganó. Era baquiano en incendios crepusculares. Cuando la peona intentó retirar su diestra cautiva, recordó la viudez del atrevido y dio por perdida aquella primer "mano". Esperaba ganar la otra ante el Juez. Estableció condiciones. El establecimiento está situado a igual distancia de la iglesia que de la comisaría. El pleito debía terminar en bendición o escándalo. Si el cura no les hacía la cruz, ella haría la cruz a su patrón, por diablo canoso, con cara de hombre serio y atrevimientos de muchacho. Primitivo le prometió el altar y hasta la pila. Luego, faltó a su palabra y ella a su propósito. ¿Por qué, si no desprecia a la cocinera, "desprecea" a la pobre moza? ¿Será porque ella tuvo la desgracia de tropezar con su rabo y caer? No pudo ocurrir de otro modo. Robustiana, acosada, borracha, para defenderse de su simpatía, cerró los ojos; pero olvidó taparse las orejas. Por el conducto auditivo el sitiador hizo entrar sus razones en fila india, de punta, afiladas, intencionadas, irresistibles: piropos, quejas, arrullos. Entre adjetivo y adjetivo escalonó suspiros hondos. Tras éstos hizo avanzar consonantes, frases veteranas de efecto infalible, flechas venenosas, avispas de aguijón dulce que zumbaron músicas de siesta. El enjambre, el bochorno y el destino hicieron lo demás. La inocente, escuchó. Era curiosa, y Larriera, ladino. Por su parte, el Señor no puso párpados en el oído de sus criaturas. Él sabrá por qué. Mandinga también lo sabe. Entonces, ¿por qué culpar a Robustiana? Por entre estos escrúpulos se abre paso la cara de Julián Arroyo. Con él la moza sólo ejerció venganza. Esta afirma la existencia de cariño. ¿Entonces Larriera desprecia a la pobre paisanita porque le amó?

—¡Borra eso que escribiste, Pirincho! — ordena.

—¿Y qué pongo, padrino?

—Escriba: —dicta— "Mujer, usté me ha faltao muy feo".

Después de soltarla, encuentra que tampoco le gusta esa contestación. En primer lugar tiene sobra de palabras. Desearía encontrar una, sólo una, monosílaba, negativa, terminante. Pensó en el "no", entre dos signos de admiración, puestos como estacas. Para que así, aun seco, no se arrolle; pues necesita que permanezca estirado en el tiempo. Se niega a usarla; porque tal respuesta carecería de color burlesco. Desea colocar entre Robustiana y él la distancia que separa a un estanciero de marca de una china "orejana". Se arrepiente de no haber sabido guardarla, "culpa" de su corazón democrático. Busca insultos. Refuga los primeros que se le ocurren. Son demasiado ásperos, resortes para hacer saltar varones. Tienen punta y filo. No puede desenvainarles contra una dama. Después de todo, Robustiana es mujer y carece de hombre que "saque la cara" por ella. El marido de Casilda es un "descarao", según de la carta se desprende, y Julián Arroyo prefirió la "salú" a jugarse por la moza. Larriera continúa apartando insolencias. Ninguna le conviene. Desea, necesita ofender a la ingrata y al mismo tiempo sugerir el sabor melancólico de un romance "pasmao". "Usté me ha faltao muy feo", repite diez veces seguidas. Pero, en verdad, él la faltó primero. Estaban en paz. ¿Por qué prometió casarse con ella, sabiendo que no puede hacerlo? Debe quedar en viudo por respeto a su finada. En el lecho de muerte, ésta le arrancó tal juramento que ha de cumplirlo. Si es cierto que el ánima de los difuntos vaga por los sitios donde moraron y asisten invisibles a los actos de sus deudos, la extinta no podrá llamarse a engaño. Primitivo no volverá a casarse. Para evitar malas interpretaciones, usa en el guardapelo del reloj, un retrato de la muerta. Así la lleva con él a todos los peligros. Por tan sagrada razón engañó a Robustiana. ¿Con qué derecho la enrostra faltas?

—Borra lo que escrebiste, Pirincho —dice ahora. —Pone: "Usté murió pa mí".

Renunció a la ironía. Sufre y no consigue la sonrisa amarga que deseaba. Esta respuesta es grave, solemne, fúnebre: oración, hisopo, puñado de cal. Con esas cuatro palabras ya tiene cruz la difunta Robustiana. ¡Lástima que no sean verdad! Porque la moza vive, de recuerdo presente, en las raíces de Primitivo. Toda vez que masca un churrasco chamuscado, piensa en la ausente y suspira, no sabe si por ella o por la carne. Después de "sestiar", la "inglesa ensilla un cimarrón", pero el mate no tiene gusto a picardía; sino a yerba. En tiempos de Robustiana su galleta abría la boca y eran tres para iniciar un proceso. Cuando la cebadora se alejaba diciéndole "adiós" con las chancletas, se rompía el tema. Zurcíanle a cada rato. Acababa el amargo por roncar y los dejaba solos, mano a mano. Y de noche, los ojos de la moza se le aparecen como luces malas. No ha muerto. La extraña. Atribuye su melancolía a cualquier pretexto digno. Jamás confesará que se "halla" sin ella.

El orgullo ha decidido su entierro. Para la hombría, Robustiana "jiede" ya. El carancho de su vanidad, planea sobre ese cadáver. Pero el machismo de Primitivo no contó con la conciencia. En este instante le acosan remordimientos. La desgraciada, no tiene horcón. Es huérfana, pobre y, lo que es peor, "bonitilla". Nació pequeña, escasa de músculos y sobrada de ojos. Siempre fue liviana. La ausencia, el hambre y el cuñado rondan esa oveja. No tiene otro sostén que el amor a Primitivo. Si la declara difunta, si corta ese tiento, la condena a caer. Piensa que la pobre cuenta veinte años "ágatas"; que le sobran penas y le faltan malicias. Dio dos resbalones. Primitivo tomó parte en el primero. Por desgracia esa caída no tiene levante. No pasa lo mismo con la segunda. Julián Arroyo puede reparar la falta. No hay difunta que se lo impida. Es soltero, pobre y hasta un poco ambicioso. Al casarse con su víctima, purgará su pecado y el de su amigo y patrón. Larriera le propone salvar esa alma. Si Julián vacila, tal vez una majada criolla y el puesto vacante del Talar le decidiesen. No todos los casados inician la nueva vida con rancho hecho y animales propios... Tiene abiertos muchos caminos. Más para que el proyecto resulte, antes que nada es preciso salvar a la novia.

—¿Qué escribiste, ai? — pregunta al "gurí".

—La dejunción d'ella, padrino.

—¡Borrá!

¡Cuidado con lo que responda! No debe transar. Existe ese peligro. Su contestación ha de tocar en la generosidad; mas no en cobardía. Aquella hoja blanca no será mortaja de doncella; pero tampoco ha de ser bandera de parlamento. Basta con que resulte pañuelo para que la ausente enjugue su llanto.

—"Te extraño" —dicta —"pero no vengas nunca".

Ese "te extraño" alcanza. Con la confesión de su recuerdo Robustiana tiene lo suficiente "pa ir tirando". Si Julián repara el mal que causó, siempre dispondrá de tiempo y licencia para ir al "Guaribay" en busca de su prometida. Se casarán por allá, en el rancho de Casilda, a vista y paciencia del cuñado y después Arroyo la traerá aguas abajo. Es conveniente que la joven desposada acampe directamente en el puesto del Talar. Luego de lo ocurrido, la ex peona no debe poner su planta en la azotea de los Larriera. Por fin Primitivo ha dado con la respuesta. En ella aparece romántico y altivo, hombre de corazón y de conducta. Entrega al correo una semilla para que se haga árbol y renuncia a su sombra. Pirincho alarga al patrón su lapicera. Sólo falta firmar. Y, sin embargo, el estanciero no se resuelve... Mas ahora no piensa en Robustiana, sino en su comadre Joaquina, viuda del teniente a guerra Don Hilarión Gaudencio. ¡He aquí el peligro! Su comadre no es bonita; se quedó en simpática. Tampoco es rica. Su marido la dejó dos suertes, la del campo y la de su viudez, porque dicen lenguas y atestiguan cicatrices que el difunto tenía pesada la mano. El campo está hipotecado y la viuda libre. Ni siquiera es joven Joaquina. Tiene treinta y cinco años. Representa más edad y confiesa menos. En opinión de Primitivo, la comadre está en la época peligrosa, donde la mujer espera un diablo que la reconcilie con el mundo o un santo que la reconcilie con el cielo. Si no es joven ni bella, ¿por qué le atraerá? ¡Por desgracia! Hace años que pleitean. Sostuvieron las primeras escaramuzas en vida del teniente. La visitaba entonces, creyendo de buena fe cumplimentar al amigo. Ella jamás le dio pie. Cuando Gaudencio pasó a mejor vida dejando en mejor vida a su consorte, Primitivo se ilusionó. Lleno de esperanza cayó una tarde al rancho. Joaquina sentó entre ella y el compadre un "gurí empacao". Primitivo intentó comprar al muchacho. Ni reales, ni zalamerías, ni miradas furiosas conmovieron al nene. Entonces protestó. Él era un paisano formal, no necesitaba testigos. Además, nunca le gustaron los "gurises"... En la visita próxima pidió una vieja prestada y con ella sustituyó al pequeño. No quería contrariar al compadre. Este, ofendido, se marchó antes del segundo "amargo". Hace seis meses de esto. De tanto en tanto, la viuda le "torea" con algún dulce casero. Pasa la miel por sus labios. Días pasados mandó a la "azotea" una "sandia" con las iniciales del compadre. Alusiones... Después de cada "invitación" Primitivo ordena que ensillen su caballo. Durante horas la coscoja le llama a misa. Cuando se disponía a estribar, siempre aparecía Robustiana con el mate, la manera y la sonrisa. Ella le salvaba. Pero desde que la cocinera se ausentó, Joaquina se acerca. Y ahora le agarra sin perros. Es la única mujer capaz de hacerle faltar a su promesa. Quiere matrimonio. Si la complace, empezará a temer el encuentro de ultratumba con la finada. Tendrá miedo a la muerte. Ya está viejo de soportar vejámenes, quiere conservar su derecho a morir en cualquier cancha, cuando el mal humor, sus opiniones o un insolente lo dispongan. Por eso "cuerpea" a su comadre Joaquina. Entre las pretensiones de la viuda y su debilidad por las simpáticas, siempre puso como poncho a Robustiana. Arrolló en el brazo las polleras de la china y no hay mirada traicionera que le "dentre". La viuda vale más; pero la soltera se conforma con menos, pone paz en su conciencia y remiendos en su corazón. Si la escribe que no vuelva a la estancia, si la pobre obedece, si deja un portillo, una rendija para que la comadre introduzca por ella la punta de su mala intención, está perdido. Le espera el casamiento y después ¡quién sabe qué vergüenza tendrá que sufrir con tal de diferir, en lo posible, su entrevista con el ánima!

—¡Pirincho —dice— borre lo último que escribió!

En tanto el niño obedece, Primitivo echa cuentas. Está cercado. Tiene que sacrificar o su orgullo o su libertad. ¿A cuál renuncia? ¿Es altanero? ¿Es arisco? Ama a su comadre. Le resulta halagador saber que ella nunca quiso al finado Gaudencio. Piensa que ha llegado al mediodía y quizás, quizás a la siesta de la vida sin haber encontrado el varón capaz de apasionarla. Tal vez espera a Primitivo. Acaso él resulta un príncipe que se retrasó por jugar en el camino casi todas las chucherías; pero que aún conserva algunas hebras de plata en las sienes para tejer el nido. Su comadre así se lo dio a entender con cuatro suspiros y un: "vaya Dios a saberlo". Pero si cede, fuera del caso de conciencia, ¡cómo queda el criollo inocente, el Primitivo, el romántico capaz de perdonar! ¿Ya no conserva sano el espíritu? Es viudo. Goza reputación de tal. Usa luto aún. ¿Tiene edad para caer en un desposorio tardío con vistas al infierno? ¿Ya no merece amor al fiado? Hecho el balance agrega, en favor de Robustiana, la partida de locros insulsos y el silencio que desde su ausencia lava los cimarrones del atardecer. Pasa raya. Se emociona. Busca la palabra que su cocinera quería. La encuentra y dice al ahijado:

—Escriba: "¡Venite!"

Y en el momento de firmar, como Pirincho sonríe, aprovecha para colocar un consejo:

—¡Ahijao! —dice— el varón tiene muchas malicias y una sola concencia. Cuando te veas en un pleito semejante, ¡pone una mano sobre el corazón y alarga la otra pa levantar al cáido!



FIN



Bichito de luz

¿Cómo se llama? Nadie lo sabe. Ni siquiera él mismo. Como es ciego desde hace muchos años, entre todo lo olvidado, se le destiñó el apelativo. En los boliches del pago le apodan "Truco"; quizá porque el viejo canta en seco cuartetas obscenas, de esas que aprenden los loros. En la estancia "El Mojinete", de la viuda de Olmos, le dicen "Bichito de Luz". Ningún sarcasmo encierra el mote. La peonada no veía al ciego, sino su cigarro encendido en la noche. Cuando el mendigo avanzaba por el camino, sentían palpitar el pucho. Luego, en el patio, mientras llevábanle un churrasco, "Truco" seguía con aquella luciérnaga en los labios. Pitaba desde lejos, callado, inmóvil, con esa quietud de estatua tan común en los ciegos.


—¿No te ricuerda un bichito e luz, Jacinto?
—Clavao —repuso el hijo de la viuda.
Y con agua caliente, en la rueda de la cocina, lo bautizaron.
"Bichito e Luz" es un viejo tímido. Serio ante un churrasco, jovial ante una caña. En el patio de aquella estancia, acampa con la noche. Le llevan de comer y masca. Digiere y se duerme sentado. El silencio lo despeja y el cigarro se achica, mientras su memoria se alarga.
—¿Usté no duerme, ciego?
—Sesteo —responde al curioso.
—"Truco" ama primero su perra, después el tabaco, después la noche.
Siempre tiene hambre. A veces, sueño. Nunca curiosidad.
Aprovecha la luz del mediodía para echarse a dormir de cara al sol. Vela en la alta noche. Despierta, por la dicha de sentirse igual que los demás.
Aura todos vemos parejo -le explica a su perra. Cuando empieza a beber, amanece. La ginebra es su lazarillo hacia la juventud. Achispado, parece recobrar la vista. Cada relato es un cuadro. La paleta de su memoria colorea sus cuentos. Al detallar el paisaje, mueve los ojos sin luz, en dirección del árbol o del cerro. Todos sus episodios sucedieron en días de sol, a la hora de la siesta, entre ramajes dorados o flechillales rubios. Renunciaba a sus inviernos. "Truco" no veía cosas, sino gamas, detalló tonos, salpicó de flores el yuyal y de cambiantes verdes el arroyo. En aquellos parajes, el viejo, borracho de color y de ginebra, pasó la mocedad cribando pumas que lo araban en el pechazo. Si le servían una copa más, empezaba a ver rojo en su alboreo y entonces, "Truco" era voluntario en la "carchada", le pisaba las paletas a un herido y, facón en mano, le "campiaba el cogote" hasta encontrarle la "olla" que hervía sangre a borbotones.
Al relatar el degüello reía siempre, mostrando los colmillos gastados y amarillentos. Manaba sangre fría. Pónese triste, nada más que cuando acaricia a su perra, a la cual llama "Vida".
Quiere a la perra, porque mira por aquellos ojos que van delante de él a cuatro pasos, sujetos por un tiento crudo, que hace de nervio óptico. Es una "vida" miserable, de rabo largo inexpresivo, hocico quemado en los tizones y pelaje gris. "Truco" la siente de color chocolate: color camino dulce. El animalucho tiene sangre de cazador y de ovejera. Su flacura la acerca al padre. Le cuelga en flecos el vestido y le sobran varillas al corsé de su costillar. Vagan en yunta, el ciego medio desnudo por la miseria, la perra medio desnuda por la sarna. Buscan mendrugos y suelen encontrar terronazos. Reparten ambas cosas. Jamás discuten. El ciego trama siempre. Sabe que la "Vida" tiene larga nariz para ventear chamusquinas y conoce el camino más corto para llegar a un hueso. Duermen. en cualquier camino. "Truco" no necesita cerrar los párpados. La perra tampoco, pues no le alcanza el tiempo para rascarse desesperadamente. Algunas veces, el tiento cruje; es que el lazarillo olfatea una carniza y es preciso llegar a la osamenta y dejar a la "amiga" pelear con los caranchos y sentirla comer. El ciego espera entre el hedor espeso, mientras una nube de moscas verdes le salpica las barbas. Y aspirando olor a "dijunto" ríe en silencio, como la osamenta, mostrándose los dientes sin poder verse ninguno de los dos.
Este atardecer, caminan hacia donde la perra quiere llegar. El sol rasante da en las pupilas de "Truco". El ciego avanza de cara al rastro. Por el camino se ve, casi únicamente, el rostro del mendigo. Es feo y bello, sin embargo. La ceguera es tristemente hermosa. "Truco" luce un chiripá de lona con ribetes de grasa; una camisa acuchillada, quizá de algún "conquistador" y remiendos de piel. No se acuerda de haber gastado sombrero. El sol le hace bien como a los viejos. La lluvia le hace bien como a los bustos. En la cintura lleva un cuchillo sin vaina. Cuando no tiene que comer, lo afila, mientras su perra observa, bostezando, la maniobra.
—¿Pa qué te apurás?
Esta vez la "Vida" tampoco contesta. Ella puede tener querencia; "Truco" no. El ciego no vive en ningún pago. ¿Acaso es pago el camino? Cuando salen, no es a cosechar hambre, es a curarla o a distraerla. En cualquier sitio el campo los recibe con los brazos abiertos. El cielo les presta un pedazo de su poncho agujereado y las taperas un ala caída.
—¿Vas pa la estancia?
Como la perra no le saca la curiosidad, el ciego se arrima al alambrado, palpa un poste, nota que es de hierro y sabe que la estancia está cerca. Vuelve al trillo por respeto al cardal y avanza. Ahora la perra se detiene. En seguida se enreda en las piernas del anciano y así permanecen los dos, inmóviles, temerosos, uno apoyado en el otro, cambiándose insectos.
Oyen las sordas pisadas de un caballo. Tintinean metales. Un jinete se acerca y detiene la marcha.
—¿Ande vas, "Bichito e'luz"?
—¿Quién sos, niño? —pregunta el ciego, sin apartar sus ojos del sol.
—Muchas ocasiones te he preguntao si querías comer. Aguardaba que me reconocieses... Soy el hijo e'la viuda.
—Mesmo. Sos el niño Jacinto. Aura te veo clarito la voz. Disculpame. Pa tu estancia diba...
—Yo vengo de allá...
—¿Cenaron?
—Estaban pa sentarse a comer.
Jacinto Olmos es un paisano de veinte años. Le conocen ocioso, vehemente y bueno. Mientras dialogan, observa con asco a la perra. Siente compasión por el miserable animal. La enfermedad se extiende desde los párpados hasta la cola, en una serie de lamparones rojos y negros. Camina enredándose en el vellón. Sobre sus llagas pasa el sol y la perra lo muerde.
—"Bichito e'luz", ¿tenés tabaco?
—Muy poco, niño.
Jacinto saca de sus maletas un paquete de "picadura".
—Aquí tenés pa pitar toda una noche.
El ciego toma el regalo y lo guarda en silencio.
—Ya se dentró, Jacinto.
—¿Qué?
—El sol...
—¿Cómo sabés?
—Mi perra no se rasca tanto -repuso el mendigo. -Es malo mesmo el sol...
El estanciero, lleno de compasión por aquella pústula, protestó:
—Ciego, es una herejía dejar vivir a un bicho ansina.
Rió en silencio el mendigo.
—El hombre ha de ser güeno, che. Y en el ser güeno dentra matar a lo que sufre sin compostura. Yo miro a ese animal y siento el deber de darle un tiro en la cabeza. Es mucho castigo la sarna —continúa Jacinto. - Vos te ráis. Pero la perra se muerde como ganosa de dirse comiendo pa salir de este mundo. Ya se ha sacao el poncho e'pelos... Poco le falta pa quitarse el de cuero, el pellejo. Bien se conoce que no podés verla. Tiene los ojos como dos botones ensebaos... Dentro é'poco se quedará ciega también...
Temblaba el mendigo.
—¿Qué te parece, viejo, si la despeno?
Por toda respuesta "Truco" le devolvió el paquete de tabaco.
—No lo quiero, niño..
—Guardálo.
Jacinto Olmos empuñó su revólver. La perra dio un paso hacia él. Le apuntó a la cabeza.
—Es una güena acción —dijo.
—¿Cuála, niño?
—Esta.
Sonó el disparo. El ciego rió de la broma. En seguida nota que su perra no tira de él, no lo cincha. Luego siente temblar el tiento en su mano. Palidece. Se arrodilla. Toca la cabeza del animal. Algo tibio, viscoso le corre por los dedos. Y lanza un grito. Uno solo. Aquel ¡ay!, agudo, duele a Jacinto Olmos. "Truco" vuelve su rostro hacia el estanciero.
—Aura sí que estoy ciego.., niño - le dice. -Ya está...
El paisano, deja de tutear al miserable.
—Yo le daré otro perro, agüelo. Serénese. Crea que acabo de hacer un bien.
—¡Ya no se dir pa ningún lao!... Aurita el niño Jacinto concluyó de atarme a la estaca e'mi perra... ¡me manió a un "muerto".
Continúa arrodillado en medio del camino. La noche sale de él y se acuesta sobre el paisaje. El caritativo paisano casi está arrepentido de su bondad.
—Viejo —dice— no se desespere por tan poco. Levantesé. Yo via'hacerle de perro ¿oye? Dea dos pasos pa este lao...
"Bichito de luz" avanza, arrastrando ahora a su perra. Es un saldo de cuenta. Siempre a distancia, por mandato del asco, Jacinto lo dirige.
—Cuerpéele por la izquierda a ese cardo...
—No me hace daño —responde el ciego, mientras pisa las espinas y revienta alcachofas. El chiripá se cuaja de pompones.
—Adelante, viejo... Ya está a un paso de mi alambrao. Toqueló dispacio que el primer hilo es de púas...
—¿No me hacen nada!
—Güeno, aura siga esa línea a mano derecha. La primer portera es la de mi casa. Dentre y diga que yo lo mando; con eso le dan de comer... No se dimore que ha cáido la noche.
Jacinto cerró piernas.
El ciego permanece quieto hasta que se siente solo. Tírase sobre los yuyos. Atrae a su perra y la hamaca en las rodillas. A pesar de tocarlo, encuentra bello al animal amigo. Ahora, como se ha quedado quieto, está frío y le enfría las manos. Por el camino pasan algunos caballeros sin ver al ciego procaz. "Truco nota que "Vida" se pone rígida y, sin dejar de acunarla, le canta en voz queda, versos indecentes: Los únicos que él sabe. Empiezan a encenderse candiles. Se apagan los ruidos. Hasta los postes bajan lechuzones cabezudos y ojerosos. El mendigo canta... Ahora saca el cuchillo, tantea el campo en busca de una piedra, la encuentra y se entretiene en afilar su acero. Ríe. Lo primero que corta es su canto. Es inútil que las corujas le guillen picarescas. "Truco", de tanto en tanto, cerciorase que la perra no se le ha ido y torna a su tarea.
—Vamos, haragana - dice a la sarnosa.
Se incorpora de cabeza gacha, con miedo de quemarse la melena en las estrellas; guarda su arma, toma la perra en brazos y se pone en camino. Le atrae la estancia del criollo compasivo que le cerró por segunda vez los ojos. A pesar del ribete costroso, "Truco" veía por su perra. Ahora, tropieza. No pierde arbusto espinoso. Cae. Natural; está ciego. Ya el tiento crudo no le previene contra los pozos, ni las "uñas de gato", ni el ortigal. Ahora el sarnoso es él. Le arde la epidermis. Va dejando girones de su ropa en los ramales, en el alambrado de púas...
—Soy yo el que tiene sarna - murmura.
Abrió la portera. Cerca del patio le avanzó la perrada. Alguien, desde el galpón, espantó los canes.
—Allegate, "Bichito e'luz" - gritaron. - Pero no dentrés...
—¿Quién sos?
—Soy el indio Pérez, el sereno.
—Me mandó el niño Jacinto —explicó el ciego.
—Te viá trair unos güesos...
—No quiero comer...
El ciego rió.
—¿Qué traés en brazos, un gurí?
Tanteando dio con el tronco del árbol donde solia sentarse a mascar. Puso el cadáver de la perra junto a él y tomó asiento.
—Indio Pérez, tengo sé.
Bebió en una guampa, mojando la camisa y su pecho velludo.
—Güeno, ciego, aura pa encoger la noche, cuente alguna mentira de esas con bastante sangre que usté sabe...
—No las ricuerdo...
—Entonces, bajito, cante agatas, pa que no lo óiga la viuda, algún verso zafao...
"Truco" apoya su diestra en la cabeza de la perra. Con ese mismo frío, se pone a cantar. El verso es de taberna; pero el ritmo de cuna. Termina una estrofa y empieza otra y otra, hasta que el propio Pérez le hace callar.
—Hoy cantás muy feo.., te falta sentimiento...
—Se me murió mi perra...
—¿Le llegó la sarna a los sesos? - preguntó en broma el indio Pérez.
—No. Fue la compasión del niño Jacinto que le dentró en los sesos...
—¿Y de eso te ráis? Ya hace tiempo que el bichito venía pidiendo un tiro...
El indio se marchó hacia los galpones. "Trucó" enciende su luciérnaga. El relente le hace llorar. De los ranchos llegan ronquidos; del pesebre, el sordo rumiar vacuno. El indio Pérez camina y se aleja. Los perros barajan la luna y se la pasan de ladrido en ladrido. El "bichito de luz" quiere entrarse en la boca de "Truco". Con un pucho enciende otro cigarro. Así espera buen rato... Oye que alguien abre el portillo del camino.
Un jinete se acerca, el viejo lo siente crecer. Ahora el recién llegado desmonta.
—¿No dormís, "Bichito e'luz"?
—¿Es usté, niño Jacinto?
—¿Te dieron de comer?
—Sí.
—Tiráte a descansar por ahí. Mañana vamos a aliviar tu miseria...
El ciego no respondió.
—Hasta mañana, agüelo...
"Truco" rió en la sombra. Después vivió para oír al niño Olmos. Le contó los pasos. Sintió que abría una puerta. Sonrió oyéndole silbar una "güella". Golpeaba el yesquero. A pesar de la distancia, el mendigo oyó que el estanciero le daba cuerda a su reloj. En su dormitorio, Jacinto fuma. Rato después sopla el candil. En seguida cruje la dama. El ciego ya no fuma: entre sus dedos apaga el cigarro. Se ha borrado. Espera, inmóvil, cinco minutos, diez, media hora. Ahora, entre cien sonidos confusos, llega hasta su instinto el opaco roncar del niño Olmos. Entonces, carga con el cuerpo de la perra y a tientas, paso a paso se encamina hacia el rancho. Lo conduce el ronquido. Acaricia los terrones, se corre por ellos a todo el largo de la pared. De pronto no toca más que el vacío de la puerta. Se agacha. Escucha. Jacinto duerme. Arrastrándose, avanza. Deja la perra en el suelo, junto a la cama. Después, lentamente, saca de la cintura el filoso cuchillo. Mientras lo empuña en la diestra, hace avanzar su otra mano hacia la cabeza del dormido. Por fin consigue tocar los cabellos de Jacinto Olmos. Quizá éste sintió el roce, pues cambió de posición. Contenido el aliento, inmóvil en absoluto, el ciego espera...
Por el patio cruza el "sereno". "Truco" sigue todos sus pasos. Lo "ve" llegar al tronco caído. Quizá Pérez le busca para que cante. Más tarde, el peón se acerca al dormitorio del niño Jacinto. "Truco" siente el latir de su corazón asustado. El indio oye roncar en la oscuridad y termina por alejarse.
Entonces ci mendigo vuelve a su tarea. Busca, sin ruido, los párpados del mozo bueno que le mató su perra. Quiere cortarle de un solo tajo las dos pupilas y dejarle a oscuras, con el cadáver de la "Vida", cerca. Quiere hacerle saber cómo se ama al guía cuando se ha perdido el rumbo para siempre. Desearía avisarle la llegada de la sombra...
—Es lástima —piensa. —Me puede ver entuavía. Decide, en cambio, callar después que lo haya emponchado. Cuando el niño, ciego, tropiece con la parra, la perra misma le explicará por qué anocheció.
Mientras el dormido ronca, el viejo insomne, le busca las pupilas. Toca apenas el bigote suave. Pasa sobre éste la yema de un dedo sucio de sangre coagulada. El dedo sube acariciante por una mejilla, alcanza las pestañas. No es sentido. Cuando se dispone a cortar, el miedo de equivocarse lo detiene.
—¿Ande quedan las pupilas de, uno cuando duerme? —se pregunta. —¿Güelta pa'adentro o al frente?
Lamenta su ignorancia. Piensa que de un dormido a un difunto no hay más diferencia que el tiempo. Se le ocurre consultar el punto con la perra. Agáchase. Busca los ojos de "Vida", le abre los párpados y le toca las pupilas secas y frías... Ya sabe donde herir.
—En la boca mesma e' los párpados.
Su cuchillo está tan bien afilado que pasará por entre los párpados sin que el "niño" lo sienta.
—Y estando fría la hoja, ¿no lo dispertará? —se le ocurre.
Para entibiarla, apoya la hoja sobre su pecho velludo, a la altura del corazón. No tiene prisa. Jacinto duerme profundamente. Tiene el sueño tranquilo de quien por bondad, despena a un animal enfermo. El campo calla. El cuchillo de "Bichito de luz" está tibio de ambos lados. Entonces, la mano izquierda aquerenciada en las pestañas, guía el filo. Durante un segundo, la hoja permanece quieta encima de aquellos ojos. Después, empieza a bajar muy despacio...
Pincha la noche un grito altísimo.
La perrada se eriza y le aúlla.
Luego, mientras Jacinto Olmos choca en todas partes con la sombra, "Bichito de luz", vuelve a sentarse en el tronco. Limpia entre dos dedos el filo del cuchillo y sacude una gota de sangre que temblaba en su índice. Entonces nota que tiene sueño. Bosteza y, para ahuyentar pesadillas, se persigna en la boca.

FIN


Yamandú Rodríguez fue un poeta, dramaturgo y narrador uruguayo. Su producción literaria comienza con el libro de poesías “Aires de campo” en 1913, en 1917 da a conocer su primer poema dramático titulado “1810” en el Teatro Solís de Montevideo. Este poema que enaltece la gesta patria Argentina, concita un éxito que lo lleva a reeditarlo en el Teatro Nacional Cervantes de Buenos Aires. Al año siguiente edita su segundo poema dramático, llamado El Matrero, que es adaptado a una ópera posteriormente por el maestro Felipe Boero, convirtiéndose en la primera ópera argentina, ejecutada en el Teatro Colón de Buenos Aires.

En años posteriores daría a conocer obras como La lanza rota, Juan Sin Tierra o El fraile Aldao, lo que sumado a sus dos éxitos anteriores terminaron por erigirlo en uno de los dramaturgos más importantes de Uruguay y Argentina.
En 1925 edita un libro de cuentos gauchescos llamado Bichitos de Luz. Posteriormente edita otros libros del género como Humo de Marlos, Cansado y Cimarrones, en los que se puede apreciar una gran capacidad narrativa.
En 1932 realiza una gira por pueblos del interior del Uruguay junto a Felisberto Hernández, en el cual este último tocaba el piano y Rodríguez recitaba sus poemas. Al año presentan este espectáculo en Buenos Aires.
Fue contemporáneo de Carlos Reyles, Justino Zavala Muniz, Horacio Quiroga, Enrique Amorim, Francisco Espínola, Víctor Dotti y Montiel Ballesteros, y al igual que ellos, fue pieza esencial de esa generación de creadores literarios del Uruguay. (25 de mayo de 1891, Montevideo, Uruguay -

15 de marzo de 1957, Montevideo, Uruguay)