miércoles, 13 de septiembre de 2017

Los sótanos

                             Hiber Conteris 


Es cierto que por fin la encontré, pero antes tuve la impresión de que no, es decir, pensé que no llegaríamos a encontramos nunca, y al no encontrarnos, algo ¿qué? la duración del día o de la vida, o el proyectado reposo de la noche o la muerte, o yo mismo, ambos, nos perderíamos para siempre, acabaríamos por disolvernos en el oscuro abismo del comienzo.

1

La primera vez que vi a Manés, ella vestía un "tailleur" azul, ceñido al cuerpo, que no volví a verle después. No soy de los que reparan en el modo de vestir de la gente, pero esa tarde fue el color de la tela lo que me obligó a volverme hacia ella; es decir, a recorrer primero el contorno de su cuerpo y detenerme un instante en el rostro. Ahora no sería capaz de describir ese color, y de todos modos no creo que fuera lo más importante. Era azul, simplemente, un tono que sentaba a los cabellos platinados de Manés y a sus ojos oscuros, indefensos, tenazmente evasivos.

Estábamos a mediados de un octubre lluvioso y desteñido, y yo vagaba un poco harto de mi soledad. Era la época del año en que indefectiblemente se interrumpía mi abulia melancólica de alguna manera imprevisible. Al llegar esos meses comenzaba a vivir en un estado de perpetuo sobresalto. Los olores del aire, de la lluvia, el brotar de los árboles en las aceras, actuaban como estímulos para un estado de permanente excitación. Con esto no creo que mi caso resulte excepcional ni mucho menos. Es algo que ocurre de manera general al llegar esa época, algo que todo el mundo respira y que acaba por fermentar en la sangre. Sólo pienso que en mi situación, en mi lánguido existir diletante y abstraído de entonces, ese efecto debía adquirir proporciones inusitadas y bien pudo ser causa de la serie de hechos que se inició con el descubrimiento de Manés.

Esa tarde llovía. Por esa razón no eran aún las seis cuando ya estaba oscuro. La oscuridad de un atardecer lluvioso es diferente de cualquier otra. Probablemente se trate de un efecto cromático. Es una penumbra calidoscópica; la ciudad se proyecta en el espejo de la lluvia; el resplandor del neón atraviesa la noche. Si hubiera aprendido a pintar alguna vez no hubiera resistido el intento de captar a la ciudad bajo la lluvia. Recuerdo ahora una pintura de Marquet. Es una calle de París vista desde lo alto de un edificio. Predominan los grises en toda la tela; una rítmica secuencia de árboles, en el plano inferior, en realidad sólo manchas de un verde amortiguado y lúgubre, contribuye a impregnar de mayor melancolía el paisaje.

En aquel entonces ya había contraído el hábito de asistir al concierto vespertino de los sábados. Me hallaba en el vestíbulo de la sala, aguardando la hora de comienzo, cuando el "tailleur" azul me condujo hasta el rostro de Manés. Me demoré observándola, y al cabo de un instante ella volvió la cabeza y encontró de manera absolutamente inequívoca mi mirada. Aquel acto no pudo ser casual ni mucho menos; en ese mismo momento comprendí que yo había reclamado ese gesto, o quizás que una determinación imponderable lo había establecido para ambos. De cualquier modo ya no pude dejar de recordarlo, especialmente porque el resto de la noche permanece bastante confuso. Otro momento puede ser rescatado con cierta precisión: fue en mitad de los "Cuadros", de Moussorgsky. Al llegar a esa altura del concierto, Manés dejó de ser una idea fija. Yo conocía la obra, la había escuchado buen número de veces. Pero al llegar al cuadro segundo, "le vieux château", el tema grave y profundamente melancólico del saxo me apartó de aquella mirada obsesiva. Tal vez me equivoque. No podría decir si esa abstracción significó olvidar el encuentro con Manés, o, por el contrario, algo así como la recuperación total del instante. Era un estado de absoluta identificación, en que el pensamiento no vuelve reflexivamente sobre los hechos, sino que los penetra o abstrae, rescatándolos de su disolución inevitable en el flujo del tiempo.

Algo más de esa ocasión puede ser reconstruido con relativa exactitud: mi búsqueda infructuosa en los dos intervalos del concierto. Siempre acostumbraba fumar un cigarrillo en esos minutos. A veces esto era sólo un pretexto para alejarme un poco, sumirme en la plenitud de la noche. Esa vez busqué ansiosamente a Manés. Intenté localizar el "tailleur” azul y sorprender en un rostro de mujer la repetición de aquella mirada. Fracasé y fue entonces que vino el final. Moussorgsky, "le vieux château", y ese modo particular de olvido que pudo llegar a ser definitivo.

2

Probaré una reconstrucción de lo ocurrido después valiéndome de unos cuantos hechos estandarizados: los sucesos del sábado a la noche. Al finalizar el concierto acostumbraba vagar un poco por el centro. Antes de las diez me hallaba en el teatro o en el café donde solía reunirme con el grupo del sótano. En aquel entonces, el diletantismo o la vaga curiosidad de que padecía por todo lo artístico me había llevado a integrar un grupo de teatro experimental. Funcionaba éste en un sótano húmedo y penumbroso de la ciudad vieja. El lugar era, deliberadamente, un tanto "snob"; yo lo advertía pero no me disgustaba. Me fascinaban los experimentos a que nos entregábamos, y no recuerdo nada que me absorbiera tanto tiempo en aquella época de mí vida como las reuniones con el grupo. Pero una de ellas importa especialmente por su relación con la historia de Manés. El hecho ocurrió muchos sábados después del primer encuentro, y no sé si a esa altura yo recordaba con toda claridad el incidente. Esa noche iniciábamos un nuevo programa en el sótano. Nuestras funciones revestían cierto carácter esotérico, y sólo tenían acceso a ellas un reducido núcleo de iniciados. La pieza elegida esa vez era el "Sleep of Prisoners", de Christopher Fry, para la que habíamos creado dentro del sótano un verdadero clima de experiencia onírica, tal como la obra solicitaba. Nos hallábamos en medio de la representación cuando desde el escenario creí tropezar súbitamente con una mirada inconfundible. De inmediato recordé el incidente: me vi otra vez en el vestíbulo del Auditorio, rodeado de personas, y de pronto inmovilizado al encontrar el rostro de Manés. Esa visión debió turbarme, pues recuerdo que algunos me lo hicieron notar al final. Sé que dejé atropelladamente los camarines y me lancé a la platea sólo para conocer un nuevo fracaso.

Es verdad que algunas personas se habían marchado apenas terminada la función; pero la mayor parte del público acostumbraba quedarse para discutir con nosotros el espectáculo, y entre éstos no había ninguna mujer en quien yo pudiera reconocer a Manés. Consideré esa vez dos hipótesis posibles: intenté convencerme, al comienzo, de que había sido victima de una ilusión, o que la súbita aparición de aquel lejano recuerdo en la conciencia me había llevado a proyectarlo en la realidad objetiva. Pero no pasó mucho, antes de que otra hipótesis menos racional pero más cierta para mis propios fueros comenzara a ganarme. No voy a pretender explicarlo. Baste decir que a partir de esa vez la convicción de que el encuentro definitivo con Manés se produciría más tarde o más pronto no sólo ya no me abandonó, sino que fue echando sólidas raíces y constituyéndose en algo que por ese tiempo pude creer mi esperanza, mi razón de vivir, la persistente sensación de que en cualquier momento, y del modo menos previsible, podía ocurrir algo que trastornase completamente y dotara de sentido la opaca existencia de aquel entonces.

3

A partir de ese momento comencé a obrar con una paciente seguridad, convencido esta vez de que el destino no me ¡ría a jugar una mala pasada. Me decía que todo se limitaba a saber esperar, y consecuentemente, como puede entenderse por lo recién anotado, en esa época comprometí mi fe en una incierta religión del destino, en la certeza de que una fuerza oculta e irracional, un azar demoníaco, estaba conduciendo los hechos hacia un acontecimiento decisivo. Mí estado más frecuente era por lo tanto una curiosa combinación de paciencia o resignación, y a la vez cierta expectativa nerviosa, aguardando el momento en que los sucesos unánimemente desechables del día alcanzaran su justificación póstuma en el desenlace presentido.

El acontecimiento se produjo. La circunstancia inicial y desencadenante revistió, tal como yo mismo lo esperaba, las características más extrañas, pero a la vez todo resultaba susceptible de ser explicado mediante un razonamiento natural. Es decir, hay estados de conciencia y ciertos fenómenos del pensamiento que pueden explicarse perfectamente por las teorías psicoanalíticas. Pero aunque nunca descreí del todo de esa interpretación, me inclino por otro tipo de causas no racionales, sobre las que la ciencia aún no ha logrado pronunciarse en forma clara. Divagaciones aparte, lo cierto es que el hecho original participó de ese carácter ambiguo, pero aún así me llevó al convencimiento de que el encuentro con Manés era inminente.

Corrían los últimos días de noviembre. Había transcurrido (según contabilizaba yo meticulosamente) más de un mes desde el primer encuentro con Manés. A esa altura del año las actividades del sótano habían sido clausuradas, pero unos pocos del grupo seguíamos encontrándonos cada tanto. Era una tarde cálida y lluviosa (otra vez), muy semejante a aquella del concierto, y yo, que habitualmente recorría las pocas cuadras entre mi trabajo y el sótano demorando los pasos bajo la lluvia, decidí en esa ocasión subir a un ómnibus. En el viaje tuve una extraña revelación. Supongo que debí dormirme, aunque dudo en llamar a aquel estado peculiar con el nombre demasiado preciso de sueño. Era más bien la disposición que se alcanza durante un trance hipnótico o con la ayuda de ciertos alcaloides. En ese estado, abstraído de la dimensión conocida del tiempo, volví a encontrarme con Manés. La vi con su "tailleur" azul de la primera vez, adelantándose hacia mí en un inútil esfuerzo por alcanzarme. Yo intentaba responder a ese esfuerzo, pero de alguna manera no muy clara me sentía paralizado y mudo. Y de pronto, cuando todo parecía resolverse en una visión estática, experimenté una fuerte conmoción y sentí formarse en mi garganta una palabra. En ese instante abrí los ojos, descubrí el interior del ómnibus semi desierto y comprendí que había soñado. Pero ya no olvidé la palabra que había gritado o tal vez solamente articulado sin voz en la garganta. Me puse de pie y descendí precipitadamente, seguro de que había sido objeto de una inequívoca revelación. De ese modo supe que su nombre era Manes.

4

Dos días después del incidente referido se produjo el encuentro.

Debo decir que durante las ultimas semanas las actividades en el sótano me habían absorbido de tal manera que hube de suspender la asistencia a los conciertos. Después del episodio en el ómnibus resolví agotar todos los recursos posibles para encontrarla. El sábado de esa misma semana, por lo tanto, volví al Auditorio. Al principio, las cosas no fueron como yo esperaba. La interrupción de casi un mes me había movido a suspender el abono de las localidades de galería, únicas que podía permitirme, y esa tarde encontré que no había una sola entrada disponible, excepto unos pocos sillones de platea mal ubicados. Era la última semana de noviembre, sin embargo, y el exceso no implicaba otro sacrificio que dos o tres noches aún no programadas de cine, de modo que pagué la entrada y me ubique en la platea, sin haber superado todavía la noción de estar permitiéndome un disparate.

Al comienzo creí reconocer a Beethoven. En mi precipitación no había tenido tiempo de, consultar el programa de la tarde, y en ese instante experimenté cierto sentido de culpa porque mi presencia en el concierto se debía a razones ajenas a la música misma. Pero Beethoven comenzó por reinstalarme poco a poco en mi mundo, y luego vino Bach, un concierto que ya casi había olvidado para clave y orquesta, y cuando el piano inició su monólogo en el "largo" y cada frase dibujada límpidamente en el teclado comenzó a desencadenar en mi las emociones por varias semanas contenidas, me sentí invadido por una inexplicable felicidad, la sensación de plenitud, de perfección, que sólo un acto de comunión total con la música podía otorgarme. Y fue recién al terminar el "largo" cuando por un simple descuido, por un modo casual e indolente de voltear la cabeza hacia el costado, mi mirada absolutamente desprevenida tropezó con el rostro de Manés.

Sé que la reconocí desde el primer momento, pero luego me enfrasqué en una pormenorizada observación de sus facciones, y comprendí que todo lo que había retenido de ella eran uno o dos rasgos esenciales. Los ojos, desde luego, el esquivo pavor de su mirada. Tal vez el brillo del pelo era el mismo que yo podía recordar, y el arco pronunciado de las cejas En lo demás, el perfil que examinaba en la penumbra cómplice de la sala, sumido en el fondo de mi butaca, no guardaba estrecha relación con la imagen que yo había conservado celosamente. Si se piensa que en las dos únicas oportunidades en que vi a Manés todo había ocurrido con gran precipitación, no puede resultar muy extraño que e1 rostro, hasta cierto punto me pareciera nuevo e imprevisto Sin embargo, ahora estaba allí, expuesta a la voracidad contenida de varias semanas de búsqueda infructuosa, y yo me sentía en un incierto estupor, ligeramente defraudado, como si por fin advirtiera una distancia, un desconocimiento entre ella y yo que hasta entonces no me había detenido a considerar.

De todo esto, lo único que importa es que esa tarde establecí el primer contacto con Manés. Al encender se las luces en el intervalo ella paso delante de mi butaca. Yo me puse de pie. Levantó los ojos un segundo para agradecérmelo, y en ese acto volvimos a encontrarnos por tercera vez. Se detuvo, vacilo un instante y siguió avanzando hacia el pasillo. Tras ella pasó un hombre y luegootra mujer. Yo me volví y observe el modo como estaba vestida, la piel echada indolentemente sobre los hombros. Me había parecido súbitamente avejentada, o poseída por el hastío, amenazada por cierta mediocridad de la existencia o un escepticismo devorador. Aunque eso duró apenas un segundo, llegué a pensar; "Y para esto comprometí yo mi fe en el destino, mi credulidad, largas semanas de búsqueda, una ciega confianza en las vías irracionales del conocimiento”. Pero entonces era aun temprano para comprender el fondo de la historia y yo no podía saber lo que vendría después.

5

Ese estado impreciso, mezcla de perplejidad y desasosiego, se prolongo durante algunos minutos, hasta ocurrir los hechos que paso a relatar ahora.

Seguí a Manés hasta el vestíbulo. Ya he dicho que estaba acompañada por otra mujer y un hombre, éste visiblemente mayor. Hubo un instante en que el hombre se alejó del lugar. Manés abrió su bolso y extrajo un cigarrillo. Antes de que pudiera concluir el rito me acerqué y extendí la llama del encendedor. Levantó la mirada, seguramente me identificó con la persona que había encontrado antes en la sala, vaciló nuevamente y por fin inclinó el rostro sobre el fuego. Luego volvió a mirarme, "Gracias", dijo sencillamente. "¿Su nombre es Manés, verdad?", acerté a preguntar. Esta vez me observó atentamente. "¿Ya nos conocemos?", preguntó, intrigada. "Yo la he visto antes", dije, "la primera vez, a mediados de octubre, aquí mismo. Cuando estaba por comenzar el concierto". Exhaló el humo del cigarrillo; su mirada estaba dominada por la curiosidad. "No recuerdo", dijo. "Una tarde de lluvia", continué yo, "Usted estaba en medio del vestíbulo; llevaba un traje azul. Yo me dedicaba a observarla, y de pronto Ud. levantó la vista y creo que también me miró. Mejor dicho, estoy seguro. Fue la primera vez que nos vimos". Sonrió. "Es posible", murmuró luego, "sin embargo, hace años que he desechado el azul de mi ropa". "Estoy seguro", afirmé yo. "¿Puede tener mayor seguridad que yo de eso?", preguntó ella. "Vamos a ver", dije, "voy a ayudarla a hacer memoria. Esa tarde tocaban algo de Moussorgsky, los "Cuadros de una Exposición" ¿puede acordarse?". Entrecerró los párpados un instante, como sí quisiera capturar una imagen desaparecida. "No lo recuerdo", dijo, aunque continuó en esa actitud reminiscente, y luego prosiguió; “Ud. me está obligando a pensar en cosas muy lejanas. Desearía escuchar los "Cuadros" otra vez, tenía a Moussorgsky casi olvidado". "Pero hace apenas un mes ...", comencé a protestar yo. "Yo no pude haber sido", interrumpió ella. No supe qué replicar. Llevé el cigarrillo a la boca y fume para llenar la pausa. Entonces recordé algo. "¿Y su nombre?", pregunté, "¿cómo se explica que conozca su nombre?". "¿Cómo quiere que lo explique yo?", rió ella, “ya es bastante extraño que mis amigos lo recuerden, cuanto más un desconocido. Dígame cómo lo supo". "No me creería", repuse. Se quedó mirándome. "Todo esto es muy misterioso', dijo. 'También su nombre", señalé yo. Volvió a sonreír. "¿Sabe lo que significa?", dijo, y antes de que yo pudiera confesarle mí ignorancia añadió: "Sin el acento, eran los dioses en la mitología antigua que purificaban las almas. Es una condena llamarse así". En ese instante, el hombre regresaba a nuestro encuentro. "Tengo que irme", indicó Manés. "¿Cuándo puedo volver a verla?", exclamé apresuradamente. Por primera vez en esa tarde, la mirada de Manés abandonó su lejana displicencia, su fingido o impuesto retraimiento, y vino hacia mí en un impulso verdadero, angustiado, donde algo intentaba comunicarse. Era la mirada que yo había rescatado. "Tengo que verla", insistí, y creo que en un tono cercano a la violencia. El hombre ya estaba a nuestro lado. "Adiós", dijo Manés. Extendió su mano. Alcance a estrechársela. Después, cuando ya se había apartado unos pasos en compañía del hombre y de su amiga, la vi detenerse. Se volvió hacia mí. "¿Sabe?", comenzó a decir con un dejo levemente nostálgico y reminiscente; "Ahora recuerdo, hace muchos años. Era verano, probablemente, y creo que llovía. Yo estrenaba un nuevo "tailleur" azul. Fue la primera vez que escuché los "Cuadros" de Moussorgsky”. Sonrió, pero como si no me sonriera a mí. No dijo nada más y siguió andando al costado del hombre.

6

Ese año el verano nos invadió de golpe. Sin transición alguna cesaron las lluvias de noviembre y el cielo se explayó con una limpidez insólita. Durante meses no supe nada de Manés, pero es mejor consignar ciertos acontecimientos.

Hasta entonces yo trabajaba en un Banco. No es difícil adivinar que esta ocupación, si no irreconciliable, por lo menos nada tenía que ver con mis preocupaciones fundamentales. No es que no lo hubiera percibido antes, pero fue en ese verano cuando llegué a una decisión. Atribuyo el hecho a una obstinada necesidad de reflexión, de íntimo coloquio, experimentada entonces. De ese modo descubrí que el Banco me imponía la tortura de contener durante varias horas una libertad elemental, el diálogo conmigo mismo. Así rompí con todo y de pronto me encontré libre y con un único problema: sobrevivir, es decir, atender a una serie de necesidades ubicadas en la periferia, pero sin lo cual no podía entregarme a las cuestiones por entonces fundamentales.

Abrevio. Me hospedé, al principio transitoriamente, en el sótano. En verano la inactividad era total. Superada esa dificultad quedaban otras. Comer, por ejemplo; alimentarme. Y, no menos importante, disponer de algún dinero para mi irrenunciable necesidad de frecuentar los medios artísticos.

Todo se fue solucionando ventajosamente. Comencé a escribir para un periódico. Los ingresos no eran muchos, pero en cambio obtenía libre acceso a casi todo lo que me interesaba: cine, teatro, conciertos. Por otra parte, la función de critico despertó en mí una verdadera vocación. Fue en esa época, en fin, que me hallé viviendo plenamente, en total acuerdo con mí conciencia; y la perseverante soledad que me rodeaba comenzó a aparecérseme como el cumplimiento de un destino ineluctable.

Creo que era feliz. La felicidad, naturalmente, es una fórmula personal. No creo en una felicidad absoluta. Yo me sentía viviendo intensamente, en el ámbito de las cosas que me pertenecían y a solas conmigo mismo. Después, Manés, el misterio aún inaccesible de sus apariciones, era el complemento de esa felicidad. Lo irrealizado, lo por venir, el símbolo de una búsqueda que podía tener su imprevista consumación en el tiempo.

7

Debo permitirme otra divagación.

Ya he descrito las características del sótano. Mientras nos reuníamos allí, sin embargo, gracias a la actividad constante que significaba ensayar una pieza, preparar escenografías, instalar luces, reflectores, todo eso, el reducido espacio de que disponíamos podía parecer habitable. Ahora, en el verano, estaba solo y mudo. La luz del día no llegaba hasta esa profundidad. Yo volvía por las noches, abría la puerta insuficientemente alta, y me preparaba para que el hálito del encierro me golpeara de lleno en el rostro. Luego descendía ocho escalones en espiral, alumbrando el recorrido con la indecisa llama del encendedor. Mi cama se hallaba en el fondo; me había provisto de un ropero y una mesa. Sólo poseía una única lámpara que funcionaba a pilas de linterna, porque durante el verano, para eliminar gastos, cortábamos el suministro de energía eléctrica. No recuerdo haber tenido un solo visitante en todo el verano. El sótano se había convertido, así, en el lugar más propicio para mi soledad, y yo, aunque no pasaba allí otras horas que las del sueño (leía y escribía en cualquier mesa de café) le había cobrado un afecto inusitado. Lo llamaba para mí mismo "la guarida", hasta que se me ocurrió un símil menos literario.

Comencé a pensar que era una tumba. Un sepulcro vacío e ilimitado, una cripta poblada únicamente por las sombras. Esto me ocurría durante las noches. Al acostarme apagaba la luz, pero no me dormía de inmediato. Permanecía un buen rato con los ojos abiertos, sin lograr penetrar la oscuridad, cavilando, escuchando. Los ruidos indeterminados de la calle llegaban a través del tamiz de las paredes. A veces encendía un cigarrillo y me quedaba observando la brasa roja y oscilante, diminuta sobre el telón de oscuridad, único punto exterior de referencia en todas mis cavilaciones.

Llegué a comparar el sótano con una tumba por la reaparición del tema de la muerte. Yo había padecido intensamente de esa crisis en la adolescencia. Ahora pensaba en la muerte sin temor, sin angustia, con serena objetividad. Sabia que la muerte era lo único cierto de mi absurda religión del destino, y ese término incondicional, ese fracaso ultimo era menos importante cuando lo transfería al padecer de todos. "Dentro de cien años", pensaba. "todos, absolutamente todos los que ahora vivimos, amamos, nos fatigamos y sufrimos, estaremos muertos. La tierra estará poblada de hombres totalmente nuevos, que no se acordarán de nosotros ni de nuestros padecimientos, ni de lo poco o mucho que hicimos para prepararles un mundo más feliz". Y no es que mediante ese razonamiento llegara a una fácil resignación, porque no necesitaba resignarme a nada; era, simplemente, que ese modo de pensar me llevaba a una aceptación lisa y llana de la muerte, a una cierta clase de reconciliación con el destino. Y, sin embargo, el símil del sótano con una tumba no me libraba enteramente de un pánico indescriptible y erróneamente superado. Ya no era pensar en la muerte como un acontecimiento futuro y normal, sino que me veía a mi, a mi en persona, no muerto, hundido en el sepulcro, consciente de mi situación pero apartado, escindido para siempre del mundo.

8

Vuelvo a Manés. Dije que no supe nada de ella durante algunos meses. Eso no es estrictamente cierto, pero es verdad que no la vi y que no hubo ninguna variante en la situación después de los acontecimientos últimos. El único hecho relacionado con ella se había producido una tarde hacia el fin del verano, mientras escribía mi crónica en una mesa de café. En esa oportunidad reparé en una mujer que me observaba indisimuladamente desde un lugar vecino. Me levanté y fui a su encuentro, y en el preciso momento de introducir el pretexto de rutina descubrí que se trataba de la amiga de Manés. La mujer sonrió y me dijo: "Es extraño que me haya reconocido después de tanto tiempo". Le expliqué que no había sido exactamente un acto de reconocimiento, sino más bien una adivinación, un pálpito. De inmediato le pregunté por Manés. "No he vuelto a verla", me dijo. "en el verano desaparece de la ciudad". "Tampoco yo volví a encontrarla", comenté, y ella sonrió de un modo casi triste y añadió; "Quizás haya sido lo mejor". No pude controlar un rictus dolorido, cosa que ella debió notar porque agregó apresuradamente; "Oh, lo digo por Ud.: nada sacaría volviendo a verla". Le pregunté si el hombre que estaba con ellas en el concierto era su marido, "Si, en cierto modo", respondió; y como yo solicité una aclaración de esa respuesta volvió a sonreír (casi rió, pienso ahora, tal vez llegó a soltar una carcajada) y me dijo; "Ud. ya sabe cómo son esas cosas. Una libreta de matrimonio es siempre un inconveniente". De modo que permanecí pensativo por algunos minutos, hasta que sólo se me ocurrió preguntarle, todavía sin meditar muy bien lo que decía: "¿Y le parece que va a demorar en regresar a la ciudad?". Y ella levantó la mirada nuevamente con mucha comprensión o ternura, y esa vez no sonrió sino que dijo gravemente: "Eso es difícil saberlo; casi siempre depende del marido de tumo, pero nunca antes de acabar el verano". Nos quedamos en silencio, hasta que se me ocurrió agradecerle algo, no sé muy bien qué pudo ser, pagué su manzanilla y me fui del lugar.

9

El sótano, al entrar el otoño, se hizo más frió y lóbrego. El grupo parecía haberlo abandonado definitivamente y yo me convertí en su único dueño. Eso no significó ninguna transformación. Continué prescindiendo de la corriente eléctrica, y mis costumbres no variaron en nada. Llegaba bien entrada la noche, a veces a la madrugada, me tendía sobre la cama y a la mañana siguiente volvía a abandonar el sótano. Y después de ese acto solitario, el dejarme caer con mí cansancio, y mis notas del día siguiente sentí bosquejadas en la tumultuosa actividad del cerebro, y mi módico aporte de esperanzas frustradas y propósitos diferidos al único gran sueño multitudinario; después de aflojar los músculos y extender los brazos en cruz sobre una cama demasiado estrecha, demasiado fría, y saberme solo y mezquino en la oscuridad, como antes, como pudo ocurrirme en las primeras noches del verano, me daba por comparar el sótano con una tumba, y sentirme, no muerto, consciente aún, en un estado intermedio y fantástico, yaciendo en un sepulcro definitivo. Un sepulcro vacío, sin hombres, sin Dios; una insólita figuración de la nada, en la que la muerte no era en realidad la extinción de la conciencia, sino más bien la posibilidad de captación de un vacío absoluto. En ese vacío solamente yo, un reflejo de mi ser, un demiurgo sin sentidos y sin la capacidad de pensar más que un único pensamiento, habla penetrado y se había instalado para siempre.

10

Fue entonces, recién entrado el otoño, cuando volví a encontrarme con Manés.

Una fría mañana de abril salía del sótano rumbo al café. De pronto se me acercó corriendo un chico. Traía el rostro empapado por la fina llovizna. "Dice la señorita si puede ir un momento", casi gritó. "¿Qué señorita?", pregunté desconcertado. Extendió el brazo hacia la vidriera de un bar en la acera de enfrente. Le alcancé dos monedas y crucé la calle. Junto al panel de vidrio estaba la amiga de Manés. "¿Qué sorpresa, verdad?", me dijo, "Siéntese". Me quedé mirándola, sin atinar a nada. "¿Va a seguir todo el tiempo callado?", preguntó ella. "Pensé que iba a encontrarme con Manés", respondí. "No es muy gentil de su parte", dijo, y luego rió. "De todos modos me alegro de verla", afirmé al cabo de una pausa. "La verdad es que tengo noticias para Ud.", dijo, "Manés ya está de regreso. ¿Todavía tiene ganas de verla?". "¿Por qué no?", contesté elusivamente. "Dígame por qué le interesa Manés", solicitó ella. Medité unos segundos, sin poder formular ni siquiera para mi una respuesta. "Me encontré con Manés hace meses", dije por fin, "y desde entonces no dejé de pensar en ella un solo día". "Si, recuerdo aquella tarde del concierto", manifestó un poco impresionada por mi efusividad. "Fue antes que eso; uno o dos meses antes, en otro concierto", dije. "Oí su historia", replicó ella, "creí que se trataba de su técnica". La miré sin comprender. "Un pretexto cualquiera para acercarse a Manés", explicó con una sonrisa. "Es totalmente cierto", dije yo; "después de eso, unas semanas después, volví a verla en el sótano". Ella enarcó las cejas. "¿En el sótano?", repitió. "Un lugar donde hacíamos teatro", expliqué. "Oh, ¿no dirá Ud. ... ", alcanzó a decir antes de que su boca se paralizara en un gesto de asombro. "El sótano", insistí yo, "todo el mundo conocía el lugar por ese nombre". "Lo recuerdo", dijo, y de pronto se dejó ganar por una seriedad insólita; "Fui dos o tres veces al sótano, siempre con Manés. De esto hace mucho tiempo. No creí que existiera todavía". "El grupo parece haberlo abandonado", referí; "yo vivo ahí, ahora". Se sumió en un hondo silencio, y aunque yo deseaba volver a preguntarle por Manés no quise perturbarla. Pero al rato ella dijo, sin superar del todo su ensimismamiento: "Manés y yo éramos muy jóvenes y hasta muy puras en aquella época; las dos esperábamos mucho más de la vida". Sacudió, su letargo y continuó: "Le contaré a Manés; trataré de convencerla para que ustedes se encuentren. Ella tendrá que burlar la vigilancia de alguien, seguramente". Sonrió, y sus ojos me observaron con insistente ternura:

"¿Ve?", continuó: “Es lo que le decía. En aquellos años creíamos en la inocencia". Extinguió el resto de su cigarrillo en el borde de la laza y agregó: "Mañana aquí, a las nueve; si logro convencerla". "A las nueve", repliqué. Le sonreí. Volví a sonreírle cuando ella pasó delante del cristal empañado, por la acera.

11

Es cierto que por fin la encontré, pero antes tuve la impresión de que no, es decir, pensé que no llegaríamos a encontrarnos nunca, y al no encontrarnos, algo ¿qué? la duración del día o de la vida, o el proyectado reposo de la noche o la muerte, o yo mismo, ambos, nos perderíamos para siempre, acabaríamos por disolvernos en el oscuro abismo del comienzo.

Pero Manés descendió la escalera del sótano en el preciso instante en que yo había decidido que no esperaba más; el día había llegado a su fin, la penumbra comenzaba a llenar el recinto, y yo que había pensado decir "Deseaba verla" fui a su encuentro y dije sin pensar "Deseaba verla", y Manés sonrió, se detuvo un segundo al pie de la escalera y me aguardó. Yo pense; "Ahora buscará apoyo en la pared, pasará una mano por su rostro, volverá a mirarme, sonriendo, y dirá..." "¿Y bien?", dijo Manés. Y entonces desapareció la menor sombra de duda. Aquel instante que nos había pertenecido una vez, en otro mundo u otra vida, había sido rescatado del borroso sedimento del tiempo. "Manés", exclamó, convencido de una súbita revelación. "Manés ¿recuerda la primera vez que nos vimos, nuestro primer encuentro?". "Fue hace meses", dijo ella, "en un concierto", "No", repliqué, piense; mucho antes. Fue en un concierto, tal vez, pero no hace meses. Muchísimo antes; trate de recordar". "Puede ser", dijo". Vaciló. Su mirada, tensa, impaciente, se aquietó de pronto. "No consigo recordar nada, prosiguió; "Sólo una borrosa imagen de algo que otra persona vivió.

Como si hubiera escuchado una historia, hace ya tiempo". "Piense", insistí, buscando la manera de hacerle compartir mi asombroso descubrimiento; "¿Cómo era esa historia? ¿Que ve en la imagen que se le aparece?". "Hace ya tanto tiempo..,". repitió; "ella, yo ... "¿Era Ud. misma la protagonista de esa historia, verdad?", sugerí; "Era Ud. con su "tailleur" azul, y probablemente se hallaba en el vestíbulo de una sala de conciertos". "Sí, eso es", dijo ella; "es verdad, era yo; esperaba la hora del concierto, en compañía de alguien; y luego se apagaron las luces y fuimos hacia. . .". "Pero antes", interrumpí yo; "unos minutos antes, recuerde, cuando Ud. aún se hallaba entre la gente. Algo pasó ¿recuerda? Quiero que vuelva precisamente a eso". "Si", dijo, "creo que puedo recordar. Era una extraña sensación, como si alguien estuviera mirando, reclamándome". "Exactamente eso", exclamé yo; "alguien que la estaba llamando. Piense. Manés, ¿que ocurrió en ese instante?". "Era Ud.", dijo-, "Me volví y lo vi a Ud. con su impermeable suspendido del brazo. Después entramos a la sala. Tocaban los "Cuadros" de Moussorgsky". Me acerqué más a ella, buscando el fondo de su mirada rescatada. "¿Cuánto hace de eso?", pregunté. Era lanzarme a penetrar una cifra irresuelta de tiempo. "No sé", dijo Manés; "Años, o siglos. Sé que ocurrió una vez, no sé cuando ni si fue un sueño o un suceso realmente vivido".

"Escuche", dije entonces: "Cierre los ojos. No piense en esto. Olvide que estamos aquí, en el sótano, que es otoño y que la humedad y esta penumbra nos rodean, olvide que ha vivido desde entonces. Piense sólo en aquello. Vuelva a escuchar la música. Imagine una remotísima tarde de octubre". Me detuve; observé que sus párpados caían como una frágil cortina sobre el tiempo. "¿Puede hacerlo?", pregunté, "trate de hacerlo". "Si", respondió, y a partir de ese instante su voz comenzó a llegar muy lejana; "Ya no escucho otra cosa que la música. Aquí llueve, también; y es verano; o primavera, quizás. Y me veo joven, con mi "tailleur" azul, recién puesto. Y todo se halla mudo y oscuro, y la música misma parece ser parte del silencio". "Es algo que Ud. escucha por primera vez", susurré. Y yo también cerré los ojos y me hallé en un octubre lejano y desteñido; "son los "Cuadros" de Moussorgsky; ahora puede escuchar el tema del viejo castillo, y el sonido del saxo, grave, profundo y lleno de melancolía". "Lo escucho", dijo ella, "no escucho nada sino es”. "Ya ve", dije yo; "estamos juntos; llegamos a estar juntos, después de todo, aquella tarde. Esto fue real, lo demás, lo que creímos sucedió a cada uno a partir del encuentro, sólo un sueño". Hubo un largo silencio. "¿Y ahora?", preguntó al cabo ella; "¿Qué va a pasar ahora? ¿Vivimos aún o estamos muertos?" '"No sé", respondí suavemente; ya no deseaba abrir los ojos; ya no podía desear nada. "Ignoro todo lo que pasa. No sé si estamos vivos. Sólo me doy cuenta de algo, estamos juntos. Tal vez estemos muertos".


Hiber Conteris
(23 de septiembre de 1933, Paysandú -2 de junio de 2020, Montevideo) fue un escritor, dramaturgo, profesor y crítico uruguayo , tuvo también participación en el Movimiento de Liberación Nacional - Tupamara. Se formó en Montevideo y en la Universidad de Buenos Aires.  Realizó un posgrado en Francia. 
 Emigró a Estados Unidos, se estableció en Wisconsin donde dictó cátedra de literatura latinoamericana en la Universidad de Madison, luego en Alfred University en Nueva York y finalmente en la Universidad de Arizona. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y japonés.
Prolífico novelista y dramaturgo, Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y japonés

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Montevideo

Cristina Peri Rossi 

Nací en una ciudad triste
de barcos y emigrantes

una ciudad fuera del espacio

suspendida de un malentendido:

un río grande como mar

una llanura desierta como pampa

una pampa gris como cielo.


Nací en una ciudad triste

fuera del mapa

lejana de su continente natural

desplazada del tiempo

como una vieja fotografía

virada al sepia.


Nací en una ciudad triste

de patios con helechos

claraboyas verdes

y el envolvente olor de las glicinas

flores borrachas

flores lilas


Una ciudad

de tangos tristes

viejas prostitutas de dos por cuatro

marineros extraviados

y bares que se llaman City Park.


Y sin embargo

la quise

con un amor desesperado

la ciudad de los imposibles

de los barcos encallados

de las prostitutas que no cobran

de los mendigos que recitan a Baudelaire.


La ciudad que aparece en mis sueños

accesible y lejana al mismo tiempo

la ciudad de los poetas franceses

y los tenderos polacos

los ebanistas gallegos

y los carniceros italianos


Nací en una ciudad triste

suspendida del tiempo

como un sueño inacabado

que se repite siempre.



Cristina Peri Rossi, nació en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de 1941.
Se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos. Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.Se trasladó a Barcelona, España, en l972;  pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974.
Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España. Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas. 

Cristina Peri Rossi - Premio de Literatura "Miguel de Cervantes 2021" - Tercer escritor uruguayo que recibe el Premio Cervantes : 🏅. 1980: Juan Carlos Onetti, 2019: Ida Vitale.


martes, 5 de septiembre de 2017

EL UMBRAL





Cristina Peri Rossi 


Aquella mujer no soñaba nunca y eso la hacía intensamente desgraciada. Pensaba que por no soñar ignoraba cosas acerca de sí misma que seguramente los sueños le hubieran proporcionado. Le faltaba la puerta de los sueños que se abre cada noche para poner en duda las certidumbres del día. Y la puerta de los sueños por la cual entramos al pasado de la especie, allí donde alguna vez fuimos dinosaurios entre el follaje o piedra en el torrente. Ella se quedaba en el umbral y la puerta estaba siempre cerrada, negándole el acceso. Le dije que eso mismo constituía un sueño, una pesadilla: estar ante la puerta que no se abre, aunque empujemos el picaporte o hagamos sonar la aldaba. Pero en realidad la puerta de esa pesadilla no tiene ni picaporte ni aldaba: es una superficie entera, marrón, alta y lisa como un muro. Nuestros golpes se estrellan en un cuerpo sin eco.

- No hay puerta sin llave – me dice ella, con la tenaz resistencia de la gente que no sueña.

- En los sueños sí – le digo- En los sueños las puertas no se abren, los ríos están secos, las montañas giran, los teléfonos son de piedra y nunca llegamos a tiempo para la cita. En los sueños nos falta la prenda íntima que cubre nuestra desnudez, los ascensores se interrumpen entre dos pisos, o se estrellan contra el techo y, al entrar al cine, los asientos de la sala están de espaldas a la pantalla. En los sueños, los objetos han perdido su funcionalidad para convertirse en impedimento; o tienen leyes propias que no conocemos.

Ella cree que la mujer que no sueña es la enemiga de la mujer despierta, porque le roba partes de sí misma, le sustrae la emoción palpitante de las revelaciones, cuando creemos descubrir algo que no sabíamos o habíamos olvidado.

- El sueño es una escritura – dice ella, con pesar- una escritura que no sé escribir y que me diferencia de los demás, de los hombres y los animales que sueñan.

Ella es como una viajera que, cansada, se detiene en el umbral y queda fija allí, como una planta.

Yo, para consolarla, le digo que quizás tiene demasiado sueño para cruzar la puerta, a lo mejor estuvo tanto tiempo buscando el sueño, antes de dormirse, que cuando las imágenes llegan a ella no las ve, porque el cansancio le hizo cerrar los ojos que están adentro de los ojos. Cuando dormimos, tenemos dos pares de ojos; los ojos más superficiales, aquellos que están acostumbrados a ver sólo la apariencia de las cosas y a tratar con la luz, y los ojos del sueño: cuando los primeros se cierran, éstos se abren. Ella es la viajera de un largo viaje que cuando llega al umbral se detiene, muerta de cansancio y ya no puede seguir hacia adentro, ni atravesar el río, ni cruzar la frontera, porque ha cerrado los dos pares de ojos.

- Quisiera poder abrirlos – dice, con sencillez.

A veces, ella me pide que yo le cuente mis sueños, y sé que luego, en la soledad de su cuarto, con la luz apagada, escondida, como una niña que está a punto de hacer una travesura, intenta soñar mi sueño. Pero soñar un sueño de otro es más difícil que escribir un cuento ajeno, y sus fracasos la llenan de irritación. Cree que yo tengo un poder que ella no tiene; eso le produce envidia y malhumor. Le gustaría que mi frente fuera como una pantalla de cine y mientras duermo, poder ver reflejada en ella las imágenes de mi sueño. Si sonrío o hago un gesto de contrariedad, durante la noche, me despierta Y Me pregunta – insatisfecha- qué ha ocurrido de alegre o de triste. Yo no siempre puedo contestarle con certeza; los sueños son de un material tan frágil que muchas veces desaparecen en cuanto despertamos, huyen en las telas de los ojos, en las arañas de los dedos. Ella piensa que el mundo de los sueños es una vida suplementaria que algunos poseemos y su curiosidad se satisface sólo a medias cuando termino de contarle el último. (Contar sueños es uno de los artes más difíciles; acaso sólo Kafka lo logró sin estropear su misterio, banalizar sus símbolos o volverlos racionales.)

Como los niños, que no toleran las modificaciones y se deleitan con la repetición, insiste en que le cuente dos o tres veces el mismo sueño, lleno de personajes que no conozco, de formas raras, de accidentes irreales en el camino, y se fastidia si en la segunda versión hay elementos que no aparecían en la primera.

El que prefiere es mi sueño amniótico, el sueño del agua. Camino bajo una línea recta, sobre mi cabeza, y todo lo que está por debajo de ella es agua transparente, que no moja ni tiene peso, que no se ve ni se palpa, pero se conoce. Voy sobre el suelo de arena húmeda, vestido de camisa blanca y pantalón oscuro y los peces pasan a mi alrededor. Como y bebo bajo el agua, pero nunca nado ni floto, porque el agua es igual que el aire y respiro en ella con total naturalidad. La línea, encima de mi cabeza, es el límite que jamás atravieso ni me interesa trasponer.

- Probablemente es un sueño antiguo – le digo- Un sueño del pasado, de nuestros orígenes, cuando estábamos indecisos entre ser peces u hombres.

A ella, en cambio, le gustaría soñar con volar, con deslizarse de árbol en árbol, por encima de los tejados.

Mientras duerme, a veces yo ejerzo una pequeña presión sobre su frente, con la yema de mis dedos, para inducirle el sueño. No se despierta, pero tampoco sueña. Le cuento el último sueño que tuve: un prisionero en una breve celda de castigo, aislado de la luz, del tiempo, del espacio, de las voces humanas, en una infinitud de silencio y oscuridad. Hay un guardián, al lado de la puerta, y el hombre consigue inyectar – a través de las paredes del túnel, como la membrana del útero- sus sueños al guardián, que no logra descansar, acosado por las pesadillas del prisionero. El guardián le promete liberarlo, si el hombre consigue ahuyentar al león que lo acosa, cada vez que se duerme.

- Tú eres el prisionero – dice ella, vengativa.

Los sueños son como cajas, y en ellos hay otros sueños. A veces conseguimos despertar en el segundo, pero no en el primero, y eso nos inquieta. En el segundo, trato de llamarla, pero ella no responde, no me oye; entonces despierto y vuelvo a llamarla, extiendo mis brazos hacia ella, sin saber que estoy en el primero de los sueños y que esta vez tampoco responderá.

Le propuse que, antes de dormirnos, hiciéramos la experiencia de inventar una historia complementaria, los dos juntos. Seguramente algunos restos, desechos, residuos de esa historia elaborada por los dos pasarían imperceptiblemente al interior de nuestros ojos (a los que se abren cuando los superficiales se cierran) y así, ella conseguiría por fin soñar.

- Nos conduciremos mutuamente hasta el umbral – le dije- y una vez allí, dándonos un beso en la frente, nos separaremos, y cada uno atravesará la puerta – su puerta- y nos reencontraremos a la otra mañana, luego de un camino diferente. Me hablarás de los árboles que viste, y yo de la nave que me conduce a la ciudad adonde no quiero regresar.

Esa noche nos acostamos a la hora de costumbre, y yo fui el encargado de empezar la historia que nos conduciría imperceptiblemente – pero en común- hasta el venturoso umbral.

- Hay un hombre en una habitación desnuda- comencé.

- La cortina es muy suave – dijo ella-, de terciopelo rojo, pero está anudada en un extremo. 

– El hombre está echado en la cama – continué yo- aunque todavía conserva la camisa blanca y el pantalón oscuro.

- Creo que ese hombre tiene miedo de algo siguió ella- por eso conserva las ropas.

- A su lado hay una mujer – dije- de cabellos cortos y rubios. Los ojos son azules.

- No – corrigió ella- son verdes, con reflejos azules.

- Sí – acepté-. Es hermosa, pero tiene la piel fría de aquellos que no sueñan.

- La mujer tiene un vestido rosa. ¿No te parece algo anacrónico un vestido de ese color, en medio de la cama?

- No, querida – dije yo- te queda muy bien. 

– Él está a punto de dormirse – observó ella. 

– Sí – confesé yo- Tengo mucho sueño. Camino lentamente hacia una puerta, que se dibuja más adelante.

- Caminas despacio, con las mangas de la camisa subidas y los ojos entrecerrados.

- Es que tengo mucho sueño.

- Ella te sigue, pero cada vez queda más atrás. Sus pasos son más cortos que los tuyos, y además, tiene miedo de perderse. ¿Por qué él no vuelve los ojos hacia atrás, para ayudarla?

- Está muy cansado y el sendero lo guía, lo empuja, como un imán.

- Es el imán de los sueños – dice ella.

- La mujer ha quedado muy atrás. Ya no se ve. Yo, en cambio, estoy en el umbral.

- Ha vuelto a perderse. El corredor es oscuro y las paredes estrechas. Ella tiene miedo. Le aterra la soledad.

- He visto otras veces ese umbral.

- En cambio, yo no lo veo.

- Si regresas, si das marcha atrás, no lo hallarás nunca.

- Tengo miedo.

- ¡Ah! ¡Qué umbral tan venturoso Una luz se adivina al trasponerlo.

- No me dejes sola.

- No hay mucho lugar.

- No me abandones.

- Debo seguir. Estoy al fin del camino, mis ojos se cierran, ya no puedo hablar…

- Entonces – continúa- ella se precipita hacia adelante, hacia el aura vaga y oscura que dejaron los pasos de él, por el corredor sombrío, y antes de que trasponga el umbral, le hunde un puñal en la espalda.

Vacilo, en el umbral, caigo como herido lentamente en el sueño, es curioso, resbalo, me hundo, tengo ya un pie más allá del umbral, pero el otro se ha quedado atrás, no avanza, seguramente estoy en el segundo sueño, aunque el dolor en la espalda es quizás del primero, me gustaría llamarla pero sé por experiencia que no responderá, se habrá ido, mientras yo intento vanamente despertar y resbalo en un charco de sangre.

CRISTINA PERI ROSSI nació en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de l941.
Se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos. Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.Se trasladó a Barcelona, España, en l972;  pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974.
Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España. Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas. 

Cristina Peri Rossi - Premio de Literatura "Miguel de Cervantes 2021" - Tercer escritor uruguayo que recibe el Premio Cervantes :
🏅. 1980: Juan Carlos Onetti, 2019: Ida Vitale.

La grieta


                              Cristina Peri Rossi 


El hombre vaciló al subir la escalera que conducía de un andén a otro, y al producirse esta pequeña indecisión de su parte (no sabía si seguir o quedarse, si avanzar o retroceder, en realidad tuvo la duda de si se encontraba bajando o subiendo) graves trastornos ocurrieron alrededor. La compacta muchedumbre que le seguía rompió el denso entramado -sin embargo, casual- de tiempo y espacio, desperdigándose, como una estrella que al explotar provoca diáspora de luces y algún eclipse. Hombres perplejos resbalaron, mujeres gritaron, niños fueron aplastados, un anciano perdió su peluca, una dama su dentadura postiza, se desparramaron los abalorios de un vendedor ambulante, alguien aprovechó la ocasión para robar revistas del quiosco, hubo un intento de violación, saltó un reloj de una mano al aire y varias mujeres intercambiaron sin querer sus bolsos.
El hombre fue detenido, posteriormente, y acusado de perturbar el orden público. Él mismo había sufrido las consecuencias de su imprudencia, ya que, en el tumulto, se le quebró un diente. Se pudo determinar que, en el momento del incidente, el hombre que vaciló en la escalera que conducía de un andén a otro (a veinticinco metros de profundidad y con luz artificial de día y de noche) era el hombre que estaba en el tercer lugar de la fila número quince, siempre y cuando se hubieran establecido lugares y filas para el ascenso y descenso de la escalera.
El interrogatorio se desarrolló una tarde fría y húmeda del mes de noviembre. El hombre solicitó que se le aclarara en que equinoccio se encontraba, ya que a raíz de la vacilación que había provocado el accidente, sus ideas acerca del mundo estaban en un período de incertidumbre.
-Estamos, por supuesto, en invierno- afirmó con notable desprecio el funcionario encargado de interrogarle.
-No quise ofenderlo- contestó el hombre, con humildad-. No sabe hasta qué punto le agradezco su gentil información- agregó.
-Con independencia del invierno- contemporizó el funcionario-, ¿quiere explicarme usted qué fue lo que provocó este desagradable accidente?
El hombre miró hacia un lado y otro de las verdes paredes. Al entrar al edificio, le había parecido que eran grises; pero como tantas otras cosas, se trataba de una falsa apariencia, salvo que efectivamente, en cualquier momento, volvieran a ser grises. ¿Quién podría adivinar lo que el instante futuro nos depararía?
-Verá usted- se aclaró la garganta. No vio un vaso con agua por ningún lado, y le pareció imprudente pedirlo. Quizás fuera conveniente no solicitar nada. Ni siquiera comprensión. Paredes desnudas, sin ventanas. Habitaciones rectangulares, pero estrechas.
El funcionario parecía levemente irritado. Parecía. Nunca había conocido a un funcionario que no lo pareciera. Como una deformación profesional, o un mal hábito de la convivencia.
-De pronto- dijo el hombre-, no supe si continuar o si quedarme. Sé perfectamente que es insólito. Es insólito tener un pensamiento de esa naturaleza al subir o bajar la escalera. O quizás, en cualquier otra actividad.
-¿En qué escalón se encontraba? -interrogó el funcionario, con frialdad profesional.
-No puedo asegurarlo -contestó el hombre, sinceramente. Quería subsanar el error-. Estoy seguro de que alguien debe saberlo. Hay gente que siempre cuenta los escalones, en uno u otro sentido. Vayan o vengan.
-Usted, ¿iba o venía?
-Fue una vacilación. Una pequeña vacilación, ¿entiende?
De pronto, al deslizar los ojos, otra vez, por la superficie verde de la pared, había descubierto un diminuto agujero, una grieta casi insignificante. No podía decir si estaba antes, la primera o la segunda vez que miró la pared, o si se había formado en ese mismo momento. Porque con seguridad hubo una época en que fue una pared completamente lisa, gris o verde, pero sin ranuras. ¿Y cómo iba a saber él cuando había ocurrido esta pequeña hendidura? De todos modos, era muy incómodo ignorar si se trataba de una grieta antigua o moderna.
La miró fijamente, intentando descubrirlo.
-Repito la pregunta -insistió el funcionario, con indolente severidad.
Había que proceder como si se tratara de niños, sin perder la paciencia. Eso decían los instructores. Era un sistema antiguo, pero eficaz.
Las repeticiones conducen al éxito, por deterioro. Repetir es destruir-. ¿En qué escalón se encontraba usted?
Al hombre le pareció que ahora la grieta era un poco más grande, pero no sabía si se trataba de un efecto óptico o de un crecimiento real.
De todos modos- se dijo-, en algún momento crece se trata de estar atentos, o quizás, de no estarlo.
-No puedo asegurarlo - afirmó el hombre-. ¿existen defectos ópticos en esta habitación?
El funcionario no pareció sorprendido. En realidad, los funcionarios casi nunca parecen sorprenderse de algo y en eso consiste parte de su función.
-No -dijo con voz neutra-. Usted, ¿iba o venía?
-Alguien debe saberlo -respondió el hombre, mirando fijamente la pared.
Entonces era posible que la grieta hubiera aumentado en ese mismo momento.
Estaría creciendo sordamente, en la oscuridad del verde, como una célula maligna, cuya intención difiere de las demás.
-¿Por qué no usted? -volvió a preguntar el funcionario.
-Ocurrió en un instante -dijo el hombre, en voz alta, sin dirigirse expresamente a él. Trataba de describir el fenómeno con precisión.
Ahora el agujero en la pared parecía inofensivo, pero con seguridad era sólo un simulacro.
-Supongo que bajaba, o subía, lo mismo da. Había escalones por delante, escalones por detrás. No los veía hasta llegar al borde mismo de ellos, debido a la multitud. Éramos muchos. Vaga conciencia de formar parte de una muchedumbre, Repetía los movimientos automáticamente, como todos los días.
-¿Subía o bajaba? -repitió el funcionario, con paciencia convencional. Él sintió que se trataba de una deferencia impersonal, un deber del funcionario. No era una paciencia que le estuviera especialmente dirigida; era un hábito de la profesión y ni siquiera podía decirse que se tratara exactamente de un buen hábito.
-Se trataba de una sola escalera -dijo el hombre- que sube y baja al mismo tiempo. Todo depende de la decisión que se haya tomado previamente. Los peldaños son iguales, de cemento, color gris, a la misma distancia, unos de otros. Sufrí una pequeña vacilación. Allí, en mitad de la escalera, con toda aquella multitud por delante y por detrás, no supe si en realidad subía o bajaba, No sé, señor, si usted puede comprender lo que significa esa pequeñísima duda. Una especie de turbación. Yo subía o bajaba . en eso consistía, en parte, la vacilación -y de pronto no supe qué hacer. Mi pie derecho quedó suspendido un momento en el aire. Comprendí- con terrible lucidez- la importancia de ese gesto. No podía apoyarlo sin saber antes en qué sentido lo dirigía. Era, pues, pertinente, resolver la incertidumbre.
La grieta, en la pared, tenía el tamaño de una moneda pequeña. Pero antes, parecía la cabeza de un alfiler. ¿O era que antes no había apreciado su dimensión verdadera? La dificultad en aprehender la realidad radica en la noción de tiempo, pensó. Si no hay continuidad, equivale a afirmar que no existe ninguna realidad, salvo el momento. El momento. El preciso momento en que no supo si subía o bajaba y no era posible, entonces, apoyar el pie. Por encima de la grieta ahora divisaba una línea ondulada, una delgada línea ascendía -si miraba desde abajo- o descendía -si miraba desde arriba-. La altura en que estuviera colocado el ojo decidía, en este caso, la dirección.
-En el momento inmediatamente anterior a los hechos que usted narra -concedió el funcionario, casi con delicadeza-, ¿recuerda usted si acaso subía o bajaba la escalera?
-Es curioso que el mismo instrumento sirva tanto para subir como para bajar, siendo en el fondo, acciones opuestas -reflexionó el hombre, en voz alta-. Los peldaños están más gastados hacía el centro, allí donde apoyamos el pie, tanto para lo uno como para lo otro. Pensé que si me afirmaba allí iba a aumentar la estría. Un minuto antes de la vacilación -continuó-, la memoria hizo una laguna. La memoria navega, hace agua. No sirvió; quedó atrapada en el subterráneo.
-Según sus antecedentes -interrumpió, enérgico, el funcionario- jamás había padecido amnesia.
-No -afirmó el hombre-. Es un recurso literario. Fue una grieta inesperada.
Ascendiendo, la línea se dirigía hacía el techo. Podía seguirla con esfuerzo, ya que no veía bien a esa distancia. Sólo una abstracción nos permitía saber, cuando nos sumergimos, si la corriente nos desliza hacia el origen o hacia la desembocadura del río, si empieza o termina.
-Un momento antes del accidente -recapituló el funcionario-, usted, ¿subía o bajaba?
-Fue sólo una pequeña vacilación. ¿Hacia arriba? ¿Hacia abajo? En el pie suspendido en el aire, a punto de apoyarlo, y de pronto, no saber.
No hay ningún dramatismo en ello, sino una especie de turbación. Apoyarlo, se convertía en un acto decisivo. Lo sostuve en el aire unos minutos. Era una posición incómoda pero menos comprometida.
-¿Qué clase de vacilación? -preguntó de pronto el funcionario, iracundo.
Estaba fastidiado, o había cambiado de táctica. La grieta tenía ramificaciones. Nadie es perfecto. No se sabía si esas ramificaciones conducían a alguna parte.
-Por las dudas, no actué -confesó el hombre-. Me pareció oportuno esperar.
Esperar a que el pie pudiera volver a desempeñarse sin turbaciones, a que la pierna no hiciera preguntas inconfesables.
-¿Qué clase de vacilación? -volvió a preguntar el funcionario, con irritación.
-De la deritativas. Clase G. Configuradas como peligrosas. No es necesario consultar el catálogo, señor -respondió, vencido, el hombre-.
Una vacilación con ramificaciones. De las que vienen con familia. A partir de la cual, ya no se trataba de saber si se baja o sube la escalera: eso no importa, carece de cualquier sentido. Entonces, los hombres que vienen detrás -se suba o se baje siempre hay una multitud anterior o posterior- se golpean entre sí, involuntariamente, hay gente que grita, todos preguntan qué pasa, aúllan las sirenas, las paredes vibran y se agrietan, niños lloran, damas pierden los botones y paraguas, los inspectores se reúnen y los funcionarios investigan la irregularidad-. La mancha se estiraba como un pez.

CRISTINA PERI ROSSI 
nació en Montevideo, Uruguay, el 12 de noviembre de l941. Se licenció en Literatura Comparada. Siendo muy joven obtuvo la cátedra que ejerció hasta que tuvo que abandonar el país, por motivos políticos. Publicó su primer libro en l963, y obtuvo los premios más importantes de Uruguay, pero su obra fue prohibida, así como la mención de su nombre en los medios de comunicación durante la dictadura militar que gobernó el país de l973 a l985.Se trasladó a Barcelona, España, en l972;  pero nuevamente perseguida, ahora por la dictadura franquista, tuvo que exiliarse en París en l974.
Regresó definitivamente a Barcelona a fines de ese año, obtuvo la nacionalidad española y desde entonces vive en España. Su obra abarca todos los géneros: poesía, relato, novela, ensayo, artículos y es considerada como una de las escritoras más importantes de habla castellana, traducida a más de quince lenguas. 

Cristina Peri Rossi - Premio de Literatura "Miguel de Cervantes 2021" - Tercer escritor uruguayo que recibe el Premio Cervantes :
🏅. 1980: Juan Carlos Onetti, 2019: Ida Vitale.