jueves, 29 de septiembre de 2016

El combate de la tapera


                                Eduardo Acevedo Díaz



Capítulo 1


Era después del desastre del Catalán, más de setenta años hace. Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día. La marcha había sido dura, sin descanso.
Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco todo el aire para calmar el ansia de los pulmones.
Algunos de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.En los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos, estancando la sangre.
Parecían jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban con un hombre a grupas, además los jinetes, enseñando en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas recibidas en la fuga.
Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbanse quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela.
Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante:
—Alto! El destacamento se paró.
Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos, cabelludos, taciturnos y bravíos; mujeres-dragones de vincha, sable corvo y pie desnudo.
Dos grandes mastines con las colas borrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro del fondo de donde venían, cual si sintiesen todavía el calor de la pólvora y el clamoreo de guerra.
Allí cerca, al frente, percibíase una “tapera” entre las sombras. Dos paredes de barro batido sobre “tacuaras” horizontales, agujereados y en parte derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido.
Por lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas semi-cegadas, de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en flexibles bastones ornados de racimos negros y flores blancas.
—A formar en la tapera—dijo el sargento con ademán de imperio—. Los caballos de retaguardia con las mujeres, a que pellizquen... ¡Cabo Mauricio! Haga echar cinco tiradores vientre a tierra, atrás del cicutal... Los otros adentro de la tapera, a cargar tercerolas y trabucos. Pie a tierra de dragones, y listo, ¡canejo!
La voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio. Ninguno replicó.
Todos traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco.
Las órdenes se cumplieron. Los caballos fueron maneados detrás de una de las paredes de lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. Los tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartucho; el resto de la extraña tropa distribuyose en el interior de las ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de fuego; y las mujeres, en vez de hacer compañía a las transidas cabalgaduras, pusiéronse a desatar los sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos deshechos, que los dragones llevaban atados a la cintura en defecto de cananas.
Empezaban afanosamente a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía ya la noche.
—Nadie pite—dijo el sargento—. Carguen con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros hasta que yo ordene... Cabo Mauricio! Vea que esos mandrias no se duerman si no quieren que les chamusquee las cerdas... Mucho ojo y la oreja parada!
—Descuide, sargento—contestó el cabo con gran ronquera—; no hace falta la advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo.
Transcurrieron breves instantes de silencio.
Uno de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y murmuró bajo:
—Se me hace tropel... Ha de ser caballería que avanza.
Un rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a percibirse distintamente.
—Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los portugos. Va el pellejo, ¡barajo! Y es preciso ganar tiempo a que resuellen los macarrones. Ciriaca, ¿te queda caña en la mimosa?
—Está a mitad—respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un chambergo incoloro de barboquejo de lonja sobada—. Mirá, güeno es darles un trago a los hombres...
—Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearles.
Ciriaca se encaminó a saltos, evitando las “rosetas”, agachose y fue pasando el “chifle” de boca en boca.
Mientras esto hacía, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro le hacía cosquillas en el seno, cuando ya no era que le pellizcaba alguna forma más mórbida, diciendo: “luna llena!”.
—¡Te ha de alumbrar muerto, zafao!—contestaba ella riendo al uno; y al otro:—¡largá lo ajeno, indino!; y al de más allá:—¡a ver si aflojás el chisme, mamón!
Y repartía cachetes.
—¡Poca vara alta quiero yo!—gritó el sargento con acento estentóreo—.Estamos para clavar el pico, y andan a los requiebros, golosos. Apartate Ciriaca, que aurita no más chiflan las redondas!
En ese momento acrecentose el rumor sordo, y sonó una descarga entre voceríos salvajes.
El pelotón contestó con brío.
La tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo; atmósfera que se disipó bien pronto, para volverse a formar entre nuevos fogonazos y broncos clamoreos.

Capítulo 2

En los intervalos de las descargas, oíase el furioso ladrido de los perros haciendo coro a los ternos y crudos juramentos.
Un semicírculo de fogonazos indicaba bien a las claras que el enemigo había avanzado en forma de media luna para dominar la tapera con su fuego graneado.
En medio de aquel tiroteo, Ciriaca se lanzó fuera con un atado de cartuchos, en busca de Mauricio.
Cruzó el corto espacio que separaba a éste de la tapera, en cuatro manos, entre silbidos siniestros.
Los tiradores se revolvían en los pastos como culebras, en constante ejercicio de baquetas.
Uno estaba inmóvil, boca abajo.
La china le tiró de la melena, y notola inundada de un líquido caliente.
—¡Mirá!—exclamó—,le he dao en el testuz.
—Ya no traga saliva—añadió el cabo—. ¿Trujiste pólvora?
—Aquí hay, y balas que hacer tragar a los portugos. Lástima que estea oscuro... Cómo tiran esos mandrias!
Mauricio descargó su carabina.
Mientras extraía otro cartucho del saquillo, dijo, mordiéndolo:
—Antes que éste, ya quisieran ellos otro calor. Ah, si te agarran, Ciriaca! A la fija que castigan como a Fermina.
—Que vengan por carne!—barboteó la china.
Y esto diciendo, echó mano a la tercerola del muerto, que se puso a baquetear con gran destreza.
—Fuego!—rugía la voz del sargento—.Al que afloje lo degüello con el mellao.

Capítulo 3

Las balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, perforando el débil muro de lodo hirieron y derribaron varios de los transidos matalones.
La segunda de las criollas, compañera de Sanabria, de nombre Catalina, cuando más recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas, escurriose a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de los muertos.
Era Cata—como la llamaban—una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa cabellera, cuerpo en vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sabe a la bandolera.
La noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los ojos culebrones de las alturas o grandes “refucilos” en lenguaje campesino, alcanzaban a iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.
Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había echado pie a tierra y que los soldados hacían sus disparos de “mampuesta” sobre el lomo de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.
Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para arriba se agitaba en covulsiones sobre su jinete muerto.
De vez en cuando un trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su jefe.
Una de esas veces, la corneta resonó muy próxima.
A Cata le pareció por el eco que el resuello del trompa no era mucho, y que tenía miedo.
Un relámpago vivísimo bañó en ese instante el matorral y la loma, y permitiole ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.
Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.
Era el mismo; el capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de alamares, botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pistoleras de piel de gato.
Alto, membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la montura, y hacía caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los encuentros a los soldados para hacerlos entrar en fila. Parecía iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos.
Sus hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, otros escudándose en las cabalgaduras.
Chispeaba el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta distancia, junto al taco ardiendo.
Una de ellas dio en la cabeza de Cata, sin herida, pero derribándola de costado. En esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.
Una hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos. En su avance felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe.
Oía distintamente las voces de mando, los lamentos de los heridos, y las frases coléricas de los soldados, proferidas ante una resistencia inesperada, tan firme como briosa.
Veía ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aun formaba la tapera, de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al resplandor de sus propios fogonazos, moviéndose en orden, avanzado o retrocediendo, según las voces imperativas.

Capítulo 4



De la tapera seguían saliendo chorros de fuego entre una humareda espesa que impregna el aire de fuerte olor a pólvora.
En el drama del combate nocturno, con sus episodios y detalles heroicos, como en las tragedias antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos profundos, de esos que solo parten de la entraña herida. Al unísono de los estampidos, oíanse gritos de muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros; y cuando la radiación eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, tiñiéndolo de un vivo color amarillento, mostraba el ojo del atacante, en medio de nutrido boscaje, dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y deformes bultos que se agitaban sin cesar como en una lucha cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego desplegando sus hebras en el espacio lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones. El trueno no acompañaba al coro, ni el rayo como ira del cielo la cólera de los hombres. En cambio, algunas gruesas gotas de lluvia caliente golpeaban a intervalos en los rostros sudorosos sin atenuar por eso la fiebre de la pelea.
El continuo choque de proyectiles había concluido por desmoronar uno de los tabiques de barro seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos de hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por la que entraban las balas en fuego oblicuo.
La pequeña fuerza no tenía más que seis soldados en condiciones de pelea. Los demás habían caído uno en pos del otro, o rodado heridos en la zanja del fondo, sin fuerzas ya para el manejo del arma.
Pocos cartuchos quedaban en los saquillos.
El sargento Sanabria empuñando un trabuco, mandó cesar el fuego, ordenando a sus hombres que se echaran de vientre para aprovechar sus últimos tiros cuando el enemigo avanzase.
—Ansí que se quemen ésos—añadió—monte a caballo el que pueda, y a rumbear por el lao de la cuchilla...Pero antes, nadie se mueva si no quiere encontrarse con la boca de mi trabuco...¿Y qué se has hecho de las mujeres? No veo a Cata...
—Aquí hay una—contestó una voz enronquecida—Tiene rompida la cabeza, y ya se ha puesto medio dura...
—Ha de ser Ciriaca.
—Por lo motosa es la mesma, a la fija.
—Cállense!—dijo el sargento.
El enemigo había apagado también sus fuegos, suponiendo una fuga, y avanzaba hacia la “tapera”.
Sentíase muy cercano ruido de caballos, choque de sables y crujidos de cazoletas.
—No vienen de a pie—dijo Sanabria—.Menudeen bala!
Volvieron a estallar las descargas.
Pero, los que avanzaban eran muchos, y la resistencia no podía prolongarse. Era necesario morir o buscar la salvación en las sombras y en la fuga.
El sargento Sanabria descargó con un bramido su trabuco.
Multitud de balas silbaron al frente; las carabinas portuguesas asomaron casi encima de la zanja sus bocas a manera de colosales trucos, y una humaza densa circundó la “tapera” cubierta de tacos inflamados.
De pronto, las descargas cesaron.
Al recio tiroteo se siguió un movimiento confuso en la tropa asaltante, choques, voces, tumultos, chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un pánico repentino la hubiese acometido, y tras de esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola y frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a escape acosados por el vértigo.
Después un silencio profundo...
Solo el rumor cada vez más lejano de la fuga, se alcanzaba a percibir en aquellos lugares desiertos, y minutos antes animados por el estruendo. Y hombres y caballerías, parecían arrastrados por una tromba invisible que los estrujan con cien rechinamientos entre sus poderosos anillos.


Capítulo 5

Asomaba una aurora gris-cenicienta, pues el sol era importante para romper la densa valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios desolados.
Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, terceloras, sables y morriones caídos acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientos para alzar la voz: tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.
El capitán Heitor, yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso. Una bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto, produciendo el tiro y la caída la confusión y la derrota de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.
Al hundir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.
De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.
El capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para volver a quedarse rígido. 

La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cuajarones.
Revolcado con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo bravío y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta en la diestra.
Hacia el frente, veíanse la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se manearon los caballos, un montón deforme en que solo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.
El llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar los pastos a pesar del freno. Salíales junto a las coscojas un borbollón de espuma sanguinolenta.
Al otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.
En su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas de olfateo, media docena de perros cimarrones iban y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.
Catalina, que había apurado el avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporose sobre sus rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello del oficial portugués, apartando el líquido coagulado de los labios de la herida.
Si hubiese visto aquellos ojos negros, y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso soldado hubiérase estremecido de pavura.
Al sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió con un gesto de espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.
—Al ñudo ha de ser!—rugió el dragón-hembra con ira reconcentrada.
Tejidos y venas abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó en espeso chorro toda la sangre entre ronquidos.
Esa lluvia caliente y humeante bañó el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.
Soportola inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las uñas clavadas en tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos asaltados de las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajo con expresión de asco, hasta hacer salpicar los coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:
—Que la lamban los perros! Luego se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.
Entonces, los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho de los declives.


Capítulo 6

Algunos cuervos enormes, muy negros, de cabeza pelada y pico ganchudo, extendidas y casi inmóviles las alas empezaban a poca altura sus giros en el espacio, lanzando su graznido de ansia lúbrica como una nota funeral.
Cerca de la zanja, veíase un perro cimarrón con el hocico y el pecho ensangrentados. Tenía propiamente botas rojas, pues parecía haber hundido los remos delanteros en el vientre de un cadáver.
Cata alargó el brazo, y lo amenazó con el cuchillo.
El perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje se le erizó en el lomo y bajando la cabeza preparóse a acometer, viendo sin dudas cuán sin fuerzas se arrastraba su enemigo.
—Vení, Canelón!—gritó Cata colérica, como si llamara a un viejo amigo—. A él, Canelón!...Y se tendió, desfallecida...
Allí, a poca distancia, entre un montón de cuerpos acribillados de heridas, polvorientos, inmóviles con la profunda inquietud de la muerte, estaba echado un mastín de piel leonada como haciendo la guardia a su amo.
Un proyectil le había atravesado las paletas en su parte superior, y parecía postrado y dolorido.
Más lo estaba su amo. Era éste el sargento Sanabria, acostado de espaldas con los brazos sobre el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía una lumbre de vida.
Su aspecto era terrible.
La barba castaña recia y dura, que sus soldados comparaban con el borlón de un toro, aparecía teñida de rojinegro.
Tenía una mandíbula rota, y los dos fragmentos del hueso saltado hacia fuera entre carnes trituradas.
En el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo el tronco, habíale destrozado una vértebra dorsal.
Agonizaba tieso, aquel organismo poderoso.
Al grito de Cata, el mastín que junto a él estaba, pareció salir de su sopor; fuese levantando trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inseguros fuera del cicutal y asomó la cabeza...
El cimarrón bajó la cola y se alejó relamiéndose los bigotes, a paso lento, importándole más el festín que la lucha. Merodeador de las breñas, compañero del cuervo, venía a hozar en las entrañas frescas, no a medirse en la pelea.
Volviose a su sitio el mastín, y Cata llegó a cruzar la zanja y dominar el lúgubre paisaje.
Detuvo en Sanabria, tendido delante, sobre lecho de cicutas, sus ojos negros, febriles, relucientes con una expresión intensa de amor y de dolor.
Y arrastrándose siempre llegóse a él, se acostó a su lado, tomó alientos, volviose a incorporar con un quejido, lo besó ruidosamente, apartole las manos del pecho, cubrióle con las dos suyas la herida y quedose contemplándole con fijeza, cual si observara cómo se le escapaba a él la vida y a ella también.
Nublábanse las pupilas al sargento, y Cata sentía que dentro de ella aumentaba el estrago en las entrañas.
Giró en derredor la vista quebrada ya, casi exangüe, y pudo distinguir a pocos pasos una cabeza desgreñada que tenía los sesos volcados sobre los párpados a manera de horrible cabellera. El cuerpo estaba hundido entre las breñas.
—Ah!...Ciriaca—exclamó con un hipo violento.
Enseguida extendió los brazos y cayó a plomo sobre Sanabria. El cuerpo de éste se estremeció; y apagose de súbito el pálido brillo de sus ojos.
Quedaron formando cruz acostados sobre la misma charca, que Canelón olfateaba de vez en cuando entre hondos lamentos.


Eduardo Acevedo Díaz. 
El primero y tal vez el más grande de nuestros novelistas nació en la villa de la Unión el 20 de abril de 1851. Cursó estudios de abogacía, pero los interrumpió en 1870 para tomar parte de la Revolución de las Lanzas, ese torneo impar en que el Partido Blanco se lanzó a la lucha en pos de un noble ideal político. La participación en dicho acontecimiento fue decisiva para el futuro novelista: la visión del campo y de la guerra que entonces adquirió impregnará las páginas del narrador, del poeta épico (en prosa) que en realidad fue. Dedicado también a la política, en 1897, su persona había alcanzado la estatura de un gran conductor político. Su carrera de hombre público se frustra en 1903, cuando transgrediendo la disciplina partidaria, vota a José Batlle y Ordóñez. Expulsado de su colectividad política, debe abandonar el país. En el exilio, desempeñó funciones diplomáticas en varias capitales de Europa y América. Fallecerá en Buenos Aires, el 18 de junio de 1921.

El primer suplicio


                               
Eduardo Acevedo Díaz

Fue en el sitio de 1870.
Lo recuerdo bien. Todo se grabó en mi pupila y luego indeleble en el fondo de mi memoria.
La mañana en que el condenado debía marchar al suplicio era muy hermosa, tibia, llena de vivos reflejos, ceñida en el alto del naciente con la diadema deslumbradora de la grandeza estival.
El reo pertenecía a la raza negra; joven, veinticuatro años apenas, en toda su plenitud fisiológica, alto, robusto, cuello de toro, musculatura de hierro, dorso escapular de luchador, pecho saliente, el frontal achatado como la nariz, colmillos de lobo, mirar siniestro. Un bigote con ranuras cubríale el labio a medias. Tenía envuelto en bandas el brazo derecho, y sujetas las piernas por los grillos.
La herida del brazo, ancha y dolorosa, le había sido causada por un bote de lanza de hoja de palma y medias lunas.
Ramón Montiel -que así se llamaba- era un soldado bravío capaz de la acción heroica como del crimen alevoso.
Tres días antes -en tal lapso de tiempo se instruyó el proceso y falló el consejo de guerra- Montiel había cometido un grave delito.
A causa de un desorden en la esquina del cuartel, el oficial comandante del Cuerpo de Guardia le intimó personalmente que volviese a su campo. Del Cuerpo de Guardia al sitio del desorden, había más de veinticinco pasos. Montiel, que estaba excitado, se negó a obedecer, arguyendo con gran energía que el oficial no podía desempeñar esas ni otras funciones sino dentro de una distancia prefijada por las ordenanzas, tratándose de las que en ese momento estaban encomendadas a su celo.
El oficial, que era joven y resuelto, avanzó entonces sobre él con ánimo de compelerlo a la línea del deber. Esperolo tranquilo el soldado, daga en mano y trabada una lucha breve, apenas de segundos, el teniente Torres caía sin vida en la vereda partido el corazón por una puñalada.
Ramón Montiel levantó el brazo con el acero teñido en sangre caliente, y dijo iracundo que se allegase otro.
Un nuevo contendor, oficial también, reemplaza al teniente en la pelea. Otros hombres de armas se agrupan, en aquel círculo popiliano, lanzando voces enérgicas. Montiel brinca y ruge como estimulado por el vapor de la sangre que tiñó las piedras; se lanza veloz sobre su segundo adversario, lo hiere y lo derriba.
Se estrecha entonces el circulo en medio de estrujones y alaridos; se oprime al matador que doquiera ve rostros amenazantes y oye gritos poderosos.
El león negro se dispone a romper el cerco mostrando los dientes, el ojo encendido y alta la daga en su diestra formidable; silba el plomo a su lado sin rozarlo; y ya va a esgrimir por tercera vez su hoja temible, cuando otro oficial que se ha apoderado de una lanza la blande colérico desde lejos, la hunde a dos manos en su brazo hasta encajarle las medias lunas y le obliga a abandonar el hierro homicida.
Precipítanse sobre él varios hombres y le sujetan. Mientras le ataban, bramaba. La sangre le corría de la espantosa desgarradura a borbotones, y una contracción de rabia habíale transformado el semblante en una máscara de simio enloquecido.
Su jefe le dijo airado, mostrándole el puño:
-¿Qué has hecho, Ramón?
Pareció él recién darse cuenta de su arrebato, descorriose el velo de sus ojos y quedose mudo removiendo los gruesos labios trémulos, ni más ni menos que la fiera después de haber hundido una y otra vez los colmillos en la carne de su víctima, al escuchar el terrible grito del domador.
Sesenta horas más tarde estaba condenado a muerte.
Era necesario moralizar. La indignación bullía en las tropas como una espuma de borrasca. Aquella vida no valía más que la de un gusano, y había que extinguirla bajo una descarga, para ejemplo.
En la noche última de capilla, a altas horas, el fiero negro se puso pensativo. Quedose como abismado ante el misterio de la muerte.
Estando yo cerca de él, me preguntó en una corta ausencia del sacerdote que le prestaba sus auxilios espirituales:
-¿Es verdad que abajo de tierra no hay más que gusanos? Esto digo porque muerto el perro se acabó la rabia.
Algo le contesté que pesó en su ánimo.
El repuso:
-He de morir como soldado.
Un rato después, cuando sin duda trabajó su cerebro la suprema angustia de la jornada final, levantose de la banqueta como herido por un golpe eléctrico, arrojose al suelo con todo el peso de su cuerpo y de sus hierros y se echó a rodar como una peonza elástica de la puerta al altar y del altar a la puerta entre gruñidos y lúgubres choques de grilletes.
El centinela enderezó la bayoneta: pero se quedó inmóvil por algunos segundos cual una figura de piedra. Después echó el arma al hombro, dando un ronquido.
Como efecto de los retorcimientos y convulsiones, la congestión del brazo herido de Montiel fue horrible: formósele allí como una bola enorme de una dureza de granito.
A poco se sosegó. Recobró una fría tranquilidad.
Parecía ya haberse habituado a la idea de la muerte.
-Mi jefe estará sentido con razón -dijo con mucha calma.
Aludía al coronel Belisario Estomba, bizarro militar que mandaba el Cuerpo de Infantería en cuyas filas había revistado el reo, y a quien había impresionado profundamente el suceso.
Parecía quererle y respetarle, Montiel, porque añadió en seguida siempre sereno:
-Justo será que él mande el cuadro.
Así era.
Al pronunciar esas palabras, el reo revelaba cierta fruición, algo como orgullo de soldado.
Una sonrisa natural daba a su rostro una expresión resignada, afable, atrayente sin signo alguno de debilidad o tristeza.
Sólo al romper de la mañana al ruido marcial de los clarines y tambores que llegó a sus oídos como un eco lejano de la disciplina y del deber, sintió una conmoción, irguió altivo la cabeza y se estuvo atento largos instantes, ansioso de no perder una nota de aquellas fanfarrias que concitaban sus instintos bravíos a la acción y la pelea.
Ni más ni menos fue su sacudida nerviosa que la de una fiera encerrada en la jaula al sentir la nota de un ave vagabunda, el graznido de un pájaro de las soledades que le renovase las sensaciones del desierto a modo de himno de vida y de libertad salvaje.
Cuando fueron a buscarlo para conducirlo al suplicio, lo encontraron sonriendo.
Entonces era la suya una sonrisa dura, sardónica, durable como la que contrae los músculos faciales de los eterizados. Hablaba con la mayor entereza, sonriendo siempre.
Pidió hacer testamento, y se labró sobre un tambor. Dejaba a su compañera diez y siete pesos que le adeudaba por servicios domésticos el coronel Goyeneche.
Este militar, que pertenecía a la plaza sitiada y era un perfecto caballero, recibió las últimas voluntades de Ramón Montiel, y las cumplió religiosamente.
Hecho su testamento, Ramón dijo que estaba listo; pero que le cortasen hasta el hombro la manga derecha de la casaquilla, a fin de que ella pudiera ser prendida a la muñeca por un botón, y permitiese así que se desahogara su brazo hecho una criba.
Cortose la manga.
-¡Gracias! - dijo.
Después de esto marchó con paso firme, cual si no llevase grillos.
En la puerta aclamó con voz robusta a su general y la revolución. De la muchedumbre de gente de armas reunida en la calle, no salió un eco: pero los gritos del fiero negro lo tuvieron en los ámbitos más apartados a manera de imponentes rugidos.
El cuadro estaba formado en una explanada verde y espaciosa, en las proximidades de la plaza de toros.
Ramón Montiel atravesó la explanada con reposado continente; y oyendo circular por filas la voz de "pena de la vida al que pida por el reo", se volvió para dominar con aire altanero todos los costados del cuadro, y dirigiéndose al digno capellán que lo exhortaba a bien morir, murmuró lentamente:
-No siga entonces, padre, porque si saben que está rezando por mí, lo van a fusilar también.
Ya en el sitio fatal, agregó con honda ironía:
-Está bueno de padrenuestros, señor cura. Con uno más no hemos de sacar mayor ganancia.
Y a mi, que iba cerca de él, me dijo muy bajo, dulcemente:
-Es el primer delito que cometo éste, porque me matan. Que no fui un malvado, dígalo alguna vez por favor.
Tenía yo entonces diez y nueve años y era ayudante secretario del fiscal militar. Pasados veintitrés, la edad de Ramón, menos uno, cumplo sus deseos.
Puesto de rodillas se leyó al reo la sentencia.
Una vez leída el condenado dijo:
-Pido licencia para dirigir la palabra a mis camaradas.
Se le otorgó.
Entonces con acento pujante y viril, recomendoles que se inspirasen en su ejemplo y dioles un sentido adiós.
Luego como última gracia, suplicó que no lo vendasen, pues hasta el gusano tenía derecho a la luz del sol en la hora de morir.
Se denegó la gracia.
Mientras le ponían la venda, avanzó sigiloso el pelotón con las armas preparadas.
A la señal convenida los soldados apuntaron. Tenían lívidos los rostros y trémulas las manos. Los rezos del capellán pronunciados a media voz eran el único rumor perceptible en el instante solemne.
De pronto resonó la descarga.
Montiel, como impelido por un viento huracanado, se arqueó y tambaleó hacia atrás. Luego, cual si fuese atraído por una fuerza contraria, vínose hacia adelante, firme sobre sus rodillas, se sacudió, y cayó al fin de costado entre roncos gruñidos.
La sangre salió a borbotones del pecho. Pero aún vivía.
Una nueva bala en el cráneo, tras de la oreja derecha, lo dejó al fin inmóvil
La pólvora y el taco ardiendo pusieron fuego a la venda, que se desprendió y cayó sobre el pasto, humeando; y entonces se vieron enormes los ojos de Montiel, fijos en el cielo, y en su semblante lívido el ceño terrible con que lo halló la muerte.
La infantería desfiló en silencio delante del cadáver.
Pero de la caballería brotaron frases brutales.
-¡A nadie vas a sacar ya los ojos!
-¡Clavaste el pico, cuervo!
Era la oración fúnebre, que daba la medida de la educación moral y de los instintos de la masa cruda, indisciplinada, agresiva por hábito, irrespetuosa por inconsciencia.
Fue éste el primer reo que vi pasar por las armas. Algunos hombres he visto morir después, mas ninguno con la estoica entereza de aquel fiero negro. 

                                                    FIN 

Eduardo Acevedo Díaz,
escritor, periodista y político uruguayo.  Es considerado como el iniciador de la novela nacional de su país, tomó parte activa en la política y sufrió varios destierros. (20 de abril de 1851, Montevideo - 18 de junio de 1921, Buenos Aires, Argentina)

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Ya no será




                                   Idea Vilariño


Ya no será
Ya no será
ya no
no viviré contigo
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú. Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.


        AMOR


Yo lo soñé impetuoso, formidable y ardiente;
Hablaba el impreciso lenguaje del torrente;
Era un mar desbordado de locura y de fuego,
Rodando por la vida como un eterno riego.

Luego soñelo triste, como un gran sol poniente
Que dobla ante la noche la cabeza de fuego;
Después rió, y en su boca tan tierna como un ruego,
Sonaba sus cristales el alma de la fuente.

Y hoy sueño que es vibrante, y suave, y riente, y triste,
Que todas las tinieblas y todo el iris viste;
Que, frágil como un ídolo y eterno como Dios,

Sobre la vida toda su majestad levanta:
Y el beso cae ardiendo a perfumar su planta
En una flor de fuego deshojada por dos.

Ya en desnudez total

Ya en desnudez total
extraña ausencia
de procesos y fórmulas y métodos
flor a flor,
ser a ser,
aún con ciencia
y un caer en silencio y sin objeto.

La angustia ha devenido
apenas un sabor,
el dolor ya no cabe,
la tristeza no alcanza.

Una forma durando sin sentido,
un color,
un estar por estar
y una espera insensata.

Ya en desnudez total
sabiduría
definitiva, única y helada.

Luz a luz
ser a ser,
casi en amiba,
forma, sed, duración,
luz rechazada.



Cuándo ya noches mías

Cuándo ya noches mías
ignoradas e intactas,
sin roces.

Cuándo aromas sin mezclas
inviolados.

Cuándo yo estrella fría
y no flor en un ramo de colores.

Y cuando ya mi vida,
mi ardua vida,
en soledad
como una lenta gota
queriendo caer siempre
y siempre sostenida
cargándose, llenándose
de sí misma, temblando,
apurando su brillo
y su retorno al río.

Ya sin temblor ni luz
cayendo oscuramente.


Lo que siento por ti


Lo que siento por ti es tan difícil.
No es de rosas abriéndose en el aire,
es de rosas abriéndose en el agua.

Lo que siento por ti. Esto que rueda
o se quiebra con tantos gestos tuyos
o que con tus palabras despedazas
y que luego incorporas en un gesto
y me invade en las horas amarillas
y me deja una dulce sed doblada.

Lo que siento por ti, tan doloroso
como pobre luz de las estrellas
que llega dolorida y fatigada.

Lo que siento por ti, y que sin embargo
anda tanto que a veces no te llega.

Lo que siento por ti


EL MAR NO ES MÁS QUE UN POZO

El mar no es más que un pozo de agua oscura,
los astros sólo son barro que brilla,
el amor, sueño, glándulas, locura,
la noche no es azul, es amarilla.

Los astros sólo son barro que brilla,
el mar no es más que un pozo de agua amarga,
la noche no es azul, es amarilla,
la noche no es profunda, es fría y larga.

El mar no es más que un pozo de agua amarga,
a pesar de los versos de los hombres,
el mar no es más que un pozo de agua oscura.

La noche no es profunda, es fría y larga;
a pesar de los versos de los hombres,
el amor, sueño, glándulas, locura.



TAL VEZ NO ERA PENSAR


Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto,
sino darse y tomar perdida, ingenuamente,
tal vez pude elegir, o necesariamente,
tenía que pedir sentido a toda cosa.

Tal vez no fue vivir este estar silenciosa
y despiadadamente al borde de la angustia
y este terco sentir debajo de su música
un silencio de muerte, de abismo a cada cosa.

Tal vez debí quedarme en los amores quietos
que podrían llenar mi vida con un nombre
en vez de buscar al evadido del hombre,
despojado, sin alma, ser puro, esqueleto.

Tal vez no era pensar, la fórmula, el secreto.
sino amarse y amar, perdida, ingenuamente.

Tal vez pude subir como una flor ardiente
o tener un profundo destino de semilla
en vez de esta terrible lucidez amarilla
y de este estar de estatua con los ojos vacíos.

Tal vez pude doblar este destino mío
en música inefable. O necesariamente...


QUIERO MORIR

Quiero morir. No quiero oír ya más campanas.
La noche se deshace, el silencio se agrieta.
Si ahora un coro sombrío en un bajo imposible,
si un órgano imposible descendiera hasta donde.

Quiero morir, y entonces me grita estás muriendo,
quiero cerrar los ojos porque estoy tan cansada.
Si no hay una mirada ni un don que me sostengan,
si se vuelven, si toman, qué espero de la noche.

Quiero morir ahora que se hielan las flores,
que en vano se fatigan las calladas estrellas,
que el reloj detenido no atormenta el silencio.

Quiero morir. No muero.

No me muero. Tal vez
tantos, tantos derrumbes, tantas muertes, tal vez,
tanto olvido, rechazos,
tantos dioses que huyeron con palabras queridas
no me dejan morir definitivamente.




POEMA NÚMERO 19

Quiero morir. No quiero
Oír ya más campanas.

Campanas -qué metáfora-
o cantos de sirena
o cuentos de hadas
cuentos del tío -vamos.

Simplemente no quiero
no quiero oír más campanas.


MEDIO DÍA



Transparentes los aires, transparentes
la hoz de la mañana,
los blancos montes tibios, los gestos de las olas,
todo ese mar, todo ese mar que cumple
su profunda tarea,
el mar ensimismado,
el mar, a esa hora de miel en que el instinto
zumba como una abeja somnolienta...
Sol, amor, azucenas dilatadas, marinas,
Ramas rubias sensibles y tiernas como cuerpos,
vastas arenas pálidas.

Transparentes los aires, transparentes
las voces, el silencio.
A orillas del amor, del mar, de la mañana,
en la arena caliente, temblante de blancura,
cada uno es un fruto madurando su muerte.


TARDE


Cuerpos tendidos, cuerpos
infinitos, concretos, olvidados del frío
que los irá inundando, colmando poco a poco.

Cuerpos dorados, brazos, anudada tibieza
olvidando la sombra ahora estremecida,
detenida, expectante, pronta para emerger
que escuda la piel ciega.

Olvidados también los huesos blancos
que afirman que no es un sueño cada vida,
más fieles a la forma que la piel,
que la sangre, volubles, momentáneas.

Cuerpos tendidos, cuerpos
sometidos, felices, concretos,
infinitos...

Surgen niños alegres, húmedos y olorosos,
jóvenes victoriosos, de pie, como su instinto,
mujeres en el punto más alto de dulzura,
se tienden, se alzan, hablan,
habla su boca, esa un día disgregada,
se incorporan, se miran, con miradas de eternos.


LA NOCHE


Es un oro imposible de comprender, un acabado
silencio que renace y se incorpora.

Las manos de la noche buscan el aire, el aire
se olvida sobre el mar,
el mar cerrado,
el mar,
solo en la noche, envuelto
en su gran soledad,
el hondo mar agonizando en vano...

El mar oliendo a algas moribundas y al sol,
la arena a musgo, a cielo, el cielo
a estrellas. La alta noche sin voces
deviniendo en sí misma, inagotada y plena,
es la mujer total con los ojos serenos
y el hombre silencioso olvidado en la playa,
el alto, el poderoso, el triste,
el que contempla,
conoce su poder que crea, ordena el mundo,
se vuelve a su conciencia que da fe de las cosas,
y el haz de los sentidos le limita la noche.

EL OLVIDO

Cuando una boca suave boca dormida besa
como muriendo entonces,
a veces, cuando llega más allá de los labios
y los párpados caen colmados de deseo
tan silenciosamente como consiente el aire,
la piel con su sedosa tibieza pide noches
y la boca besada
en su inefable goce pide noches, también.

Ah, noches silenciosas, de oscuras lunas suaves,
noches largas, suntuosas, cruzadas de palomas,
en un aire hecho manos, amor, ternura dada,
noches como navíos...

Es entonces, en la alta pasión, cuando el que besa
sabe ah, demasiado, sin tregua, y ve que ahora
el mundo le deviene un milagro lejano,
que le abren los labios aún hondos estíos,
que su conciencia abdica,
que está por fin él mismo olvidado en el beso
y un viento apasionado le desnuda las sienes,
es entonces, al beso, que descienden los párpados,
y se estremece el aire con un dejo de vida,
y se estremece aún
lo que no es aire, el haz ardiente del cabello,
el terciopelo ahora de la voz, y, a veces,
la ilusión ya poblada de muertes en suspenso.


CALLARSE

Estoy temblando
está temblando el árbol desnudo y en espejos
cantando
y cantando está la luna
riendo
sin silencios
la lírica y romántica
flauta y en cielo en hoz
por vez primera
se abren su luz cereza y el estiércol.

No se pueden quejar ni las mañanas
ni el ardiente sopor que por lo estéril
no canto más no canto
ni puedo deshacer en primavera
ni negarla y beber
ni matar sin querer
ni andar a tientas
ya que el aire está duro
y hay monedas locuras
esperando
la marca del el agua
en desazón riendo
riéndose riendo.

Ah si encono si entonces
ya no quiero
ya no pude se pasa nunca alcanza
una ola se vaga la marea
se desconcierta así
y el sol no existe aquí más que en palabras
Pero en cambio en el cielo
caben muchas pero muchas. A veces
se molestan se muerden
en los labios.


TRABAJAR PARA LA MUERTE

El sol el sol su lumbre
su afectuoso cuidado
su coraje su gracia su olor caliente
su alto
en la mitad del día
cayéndose y trepando por lo oscuro del cielo
tambaleándose y de oro
como un borracho puro.

Días de días noches temporadas
para vivir así para morirse
por favor por favor
mano tendida
lágrimas y limosnas
y ayudas y favores
y lástimas y dádivas.

Los muertos tironeando del corazón.
La vida rechazando
dándoles fuerte con el pie
dándoles duro.

Todo crucificado y corrompido
y podrido hasta el tuétano
todo desvencijado impuro y a pedazos
definitivamente fenecido
esperando ya qué
días de días.

Y el sol el sol
su vuelo
su celeste desidia
su quehacer de amante de ocioso
su pasión
su amor inacabable
su mirada amarilla
cayendo y anegándose por lo puro del cielo
como un borracho ardiente
como un muerto encendido
como un loco cegado en la mitad del día.


UNA VEZ

Soy mi padre y mi madre
soy mis hijos
y soy el mundo
soy la vida
y no soy nada
nadie
un pedazo animado
una visita
que no estuvo
que no estará después.

Estoy estando ahora
casi no sé más nada
como una vez estaban
otras cosas que fueron
como un cielo lejano
un mes
una semana
un día de verano
que otros días del mundo
disiparon.


SI MURIERA ESTA 
NOCHE

Si muriera esta noche
si pudiera morir
si me muriera
si este coito feroz
interminable
peleado y sin clemencia
abrazo sin piedad
beso sin tregua
alcanzara su colmo y se aflojara
si ahora mismo
si ahora
entornando los ojos me muriera
sintiera que ya está
que ya el afán cesó
y la luz ya no fuera un haz de espadas
y el aire ya no fuera un haz de espadas
y el dolor de los otros y el amor y vivir
y todo ya no fuera un haz de espadas
y acabara conmigo
para mí
para siempre
y que ya no doliera
y que ya no doliera. 


Idea Vilariño  nació el 18 de agosto de 1920 en Montevideo, Uruguay. Publicó su primer libro de poesía en 1945 titulado La suplicante, por lo que se la considera perteneciente al grupo de escritores denominado Generación del 45, en la que pueden ubicarse también Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Sarandy Cabrera, Carlos Martínez Moreno, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa, Carlos Maggi, Alfredo Gravina, Mario Arregui, Amanda Berenguer, Humberto Megget, Emir Rodríguez Monegal y José Pedro Díaz entre otros.

A este libro le siguieron distintos poemarios entre los que destacaron Nocturnos, de 1955 y el libro que tuvo mayor éxito popular: Poemas de amor, publicado en 1958 y dedicado al que sería el gran amor de su vida: Juan Carlos Onetti.

Vilariño fue también profesora de Literatura de Enseñanza Secundaria desde 1952 hasta 1973. Una vez restaurada la democracia, obtuvo, por concurso, la Cátedra de Literatura Uruguaya en la Facultad de Humanidades.

En la década de los sesenta, en plena efervescencia de la música popular uruguaya, compuso algunas letras de canciones que fueron popularizadas por cantautores como A una paloma, musicalizada por Daniel Viglietti, y la Canción y el poema, musicalizada por Alfredo Zitarrosa.

Fue miembro fundacional de las revistas Clinamen, y Número, y colaboró en Marcha, Asir, Brecha y Plural, y en el extranjero: Texto Crítico (México) y Casa de las Américas (Cuba). Fue jurado del Concurso Casa de las Américas en La Habana.

La Universidad Complutense de Madrid la becó durante un mes en 1993. Asimismo rechazó en dos ocasiones la Beca Gugennheim.

En 1994 recibió la medalla Haydée Santamaría por lo que se convirtió en la primera mujer en recibir tal distinción. En 1997, accedió a ser entrevistada por Rosario Peyrou y Pablo Rocca, para el documental "Idea", con dirección de Mario Jacob y estrenado en mayo de 1998.

Su obra ha sido traducida a varios idiomas, como el italiano, alemán y portugués.

Falleció en Montevideo el 28 de abril de 2009 a los ochenta y ochos años.(Escritores.org)

martes, 27 de septiembre de 2016

A una rosa



                                               Carlos Maggi

El reloj corre, las obligaciones vuelan, la ciudad se apura tanto que ya no da tiempo. Y es importante que las cosas den tiempo. Nada pueden regalarnos que sea mejor, porque el hambre de tiempo es nuestro apetito esencial. A la larga o a la corta -siempre es a la corta- todos morimos muertos de ganas de consumir tiempo. El hombre es el único ser insaciable de él, y sin embargo, esta velocidad matadora ya no da tiempo a nada.
Sólo las flores, que se sorprenden de encontrarse nacidas en medio de la ciudad, pueden crear tiempo entre tanta piedra, entre tanta indiferencia y rapidez.
Desde muy remotas épocas, el hombre sintió nacer en sí un extraño agradecimiento hacia las flores; pensaba que les debía belleza y por eso las hacía entrar en sus metáforas de hermosura, las hacía símbolos de arte, ejemplo de desinterés estético. Y sin embargo, es evidente que el fuego es más lujurioso que cualquiera de ellas, y el agua más inocente, y el mar más asombroso y las estrellas más perfectas. Pese a esto había en las flores, algo superior a su forma y color y perfume, algo más secreto que enamoraba el ánimo: su ensimismada fragilidad, de donde nace tiempo. Cada flor suena en el aire como una nota de violín, su gracia y su frescura existen porque se siente que están próximas a desaparecer, porque no pueden conservarse. Así, cada flor muestra desnuda la corriente de tiempo que la atraviesa; y esa es su gala: ser cristal del tiempo. Ajena a todo, medita inmóvil la flor, canta en un solo grito su felicidad de existir intensamente y su luz vibra en el aire avisando que allí reside un paraíso fugaz, un tiempo que se termina...
La ciudad es de piedra impenetrable al tiempo, apenas si la erosión le cae encima como la lluvia. La ciudad es parte del planeta y gira con él en el espacio mineral de la astronomía.
La flor es carne indefensa, íntima y aguda fiesta de tiempo, parte alborozada de la vida, brote de esa brevedad y placer que envuelven prodigiosamente al mundo como un polvillo increíble, venido del otro mundo.

No es una casualidad que se envíen flores para agasajar, para testimoniar amor, amistad, admiración. No es una casualidad que las flores nos acompañen en los banquetes, en los casamientos, en los triunfos. Y llevarle flores a los muertos es la forma más desgarradora del llanto. Ellas llevan sobre su piel -casi dejándola escapar- la inapresable, la menguante sustancia de nuestro ser, nuestro alimento supremo, nuestra única y deliciosa creación: la maravilla del tiempo; el bien que perdieron los muertos a quienes lloramos.
Llevarle flores a nuestros muertos es acercarles el tiempo que tenemos entre las manos y que sin embargo no les podemos dar.
El hombre puede cortar y combinar trozos de materia, el hombre puede discriminar y percibir pensamientos, pero ni aún este animal exquisito puede agregar al mundo un átomo de algo, ni una relación que ya no existiera. Sólo una empresa divina le es dada a realizar: matarse día a día para hacer transcurrir sobre esta tierra ajena, días de tiempo que, sin él, serían vaciados por la eternidad desierta.
Frente a las flores, que alumbran fugazmente con su tiempo el aire que nos rodea, el hombre siente el amor y la ternura que debieran sentir Dios y las demás esencias interminables por todos los seres que salen al tiempo con la boca trémula, desesperadamente abierta para respirar, ahogándonos en nuestra loca pretensión de sobrevivir, como peces arrojados fuera del agua eterna, que fatalmente volverá a cubrirnos.

El deshollinador



                                     Carlos Maggi

Hubo, sí, deshollinadores como institución. Yo recuerdo haber visto uno que, desde entonces, es el príncipe o el presidente de todos ellos.
Fue una tarde, tarde, en una calle recién hormigonada que corría entre dos baldíos verdes y planos, como canchas de fútbol. Pasó el presidente en una bicicleta plateada y veo, todavía, que llevaba al hombro unos palos largos con escobillones o hisopos y unos rollos de alambre. Vestido de negro impecable y sobresaliendo entre los hombros curvados el retinto cilindro de su galera, pasó rápidamente deslizándose en la marcha pulida y silenciosa que trazaba la bicicleta. Por todo esto, tal vez, y por ser el crepúsculo, se me fijó en la memoria asociado a elementos nocturnos: murciélagos, telarañas, grutas, fracs.

Es cierto, el deshollinador es el carbonero vestido de etiqueta; es un carbonero destilado, sublimado, abstracto; es el espíritu del carbonero, su alma libre, ingrávida, veloz. Enemigo esencial de las bolsas pesadas y ásperas y de las tristes carbonerías donde cuelga una luz amarilla, el deshollinador es espíritu sólo, nocturno y libre, que acompaña con toda su alegría, con su levedad, la fuga despreocupada del humo y del hollín.

El deshollinador tardó mucho en enterarse de que el carbón existía, y mucho más demoró en estar al tanto de la llegada de ese carbón adulón y pegajoso, que es el petróleo. Cuando lo supo, la noticia lo mató.

El carbón es analfabeto y bruto, y por eso, indefectiblemente, se llama carbón animal o lo que es peor carbón vegetal, o peor aún, de piedra. El humo en cambio es un soñador; casi un metafísico, un verdadero artista. Por eso el hollín, su obra maestra, está construido con las mismas intocables moléculas que la poesía.

Con las manos y el cuerpo todo, metido en ese mundo de fantasmas negros, el deshollinador tiene que ser un hombre delgado y pálido, que por momentos se parece a Arsenio Lupin, y por momentos, a Rimbaud.


El deshollinador es hermético, porque sabe los misterios del humo, porque descubre sus formas antes de que aparezcan contra el cielo. A simple vista, a vista simple, parece malo y taciturno, pero en realidad es sólo profundo, es únicamente, para su tragedia y su triunfo, el negativo de un panadero; él trabaja sobre la vertical de las chimeneas, suspendido entre el fuego y el sol, mientras que los fabricantes del pan, materialistas, sudan en la fatiga horizontal, frente a la puerta de un horno. No es lo mismo ver el fuego de perfil, que contemplarlo desde arriba. No es lo mismo trabajar tapado por un techo, que tener sobre la cabeza el hondo orificio de una chimenea, por donde se asoman a titilar, en pleno día, las mejores estrellas.


Carlos  Maggi,(1922-2015) fue escritor, dramaturgo, ensayista y periodista uruguayo. 

lunes, 26 de septiembre de 2016

Amor de caballo



                             Miguel Ángel Campodónico


Nadie se lo había advertido, en ningún libro lo había leído, menos en los diarios. El caballo se detuvo, lo miró, piafó, se dirigió hacia él, abrió la bocaza como para comérselo y empezó a hacerle mimos recostándole contra el pecho una cabeza grande como las que suelen tener los caballos. Un caballo sin jinete es de por sí un hecho singular (a pesar, no obstante y sin perjuicio de que ellos, los caballos, nacen desprovistos de jinetes), es también la representación de la libertad, la carrera majestuosa y arrogante por los campos de Dios (transitoriamente en manos de los hombres), es además la línea del horizonte al alcance de las humanas ambiciones (y de las patas equinas), es finalmente la aventura, la maravilla del mar desafiante frente a los ojos (sin catalejos, ni periscopios, ni largavistas o cualquier otro aparato fabricado con la expresa intención de acortar las distancias), (o de alargar las miradas).

Y entonces, el caballo. Ese caballo en particular, ese amigo del hombre (en general, no del personaje que nos ocupa), esa bestia de tiro capaz de dar en el blanco (ahora sí el hombre que nos preocupa), ese compañero de los humanos (aunque menos, según dicen, que el perro), aquel caballo que es el mismo al que antes se ha mencionado como ese caballo, no correteaba su independencia sobre los verdes prados (ni siquiera sobre los marchitos), al contrario, aquel caballo, ese caballo, lo empujaba contra la pared, descontrolado, frenético en su lujuria amatoria, tal cual si él, el hombre, fuera una yegua en celo (o un macho homosexual liberado del superyo), y continuaba apretándolo contra el muro con golpes de cabeza, es verdad, pero también con lengüetazos húmedos que no cesaban de transmitirle calor (y baba abundante).

Y fue entonces cuando el hombre entendió que no le disgustaba. (Silencio, vergüenza, preocupación, sensación de que debería comenzar una terapia psicoanalítica al día siguiente). Pero, a pesar de todo, hubo de apartarlo con todas sus fuerzas (las propias y las del resto de la humanidad sumadas, confluyendo para que triunfara la tradición, los hombres con los hombres, los caballos con los caballos), hasta temió el pobre hombre que le hubiera sobrevenido un ataque de zoofilia (aunque tampoco recordara haber leído en los diarios de derecha o de izquierda que hubiera una epidemia), o que fuera víctima de un inesperado arranque de amor por alguien o por algo que tenía un cuerpo tan diferente al suyo, incluso se asustó al pensar que padecía una fiebre parecida a la uterina (solamente parecida, puesto que él, el hombre, carecía de matriz), y por eso, confundido al recordar su propia anatomía (y la del caballo), ya que no tenía claustro materno, ni útero propiamente dicho, continuó haciendo fuerza para sacarse al animal de encima (fue esta la primera vez que pensó en el caballo como en un animal, qué curioso, algo que muchas veces habían pensado de otros hombres), y siguió empujando y empujando, hasta que el caballo (que no era tonto), se dio cuenta, se rindió al inconfundible rechazo que significaban los empujones del hombre, soportados en un principio como el precio por el que luego obtendría la satisfacción de sus deseos (los más bajos, rastreros, por supuesto, se sabe que los caballos no tienen otros), y cuando el caballo estuvo separado de él (no porque la fuerza del hombre fuera mayor que la equina sino porque el caballo aflojó entristecido por la humillación de sentirse rechazado), se puso a llorar, el caballo, el cuadrúpedo, y a él primero le dio lástima, ternura también, y le acarició la cabeza, lo quiso, es más, lo amó profundamente, pero ya era tarde, no pudo creer (después sí creyó), que el caballo llorara con desconsuelo, las lágrimas le corrían por sus ojazos, lloraba como un niño llorón. Y cuando él vio que se iba, que se marchaba sin remedio, que ya no se daba vuelta, que continuaba llorando hasta alejarse de su vista, también él lloró (el hombre, qué cosa más normal tratándose de un hombre que termina de convencerse de que ama a un caballo sin ser correspondido, a una bestia que le da la espalda). O quizás las grupas.

Hacia el sur



                           Miguel Ángel Campodónico

Podría irse, si quiere que se vaya, total se puede ir. Porque la calle es para los camiones, acá no entran, y mayor deseo él no tiene, que le gusta caminar mientras escucha el ruido de los motores y los olfatea sin descanso. Entonces, que se vaya, si de noche abriendo la puerta de la pieza nadie vigila los corredores, ellos están tirados en las camas, descansando como en casa, pero con uniformes y sin mujeres. Que cualquiera que esté en el baño la alcanza a la banderola. Un niño no, pero acá adentro tampoco hay. Y él no necesita tener ganas de ir al baño, alcanza con que vaya y se trepe. Después el salto hasta el pedregullo que no falta en el cantero y ya está.

Para quejarse todo el día porque no huele un camión desde hace años, ¿qué es lo que gana si se muere de miedo cuando piensa en la banderola? El mareo le puede dar, no digo que no, pero es muy poca la altura, apenas los rasguños al caer sobre el pedregullo y nada más. Hacerse el dormido en la cama no le sirve, esconderse abajo tampoco, ni siquiera correr de un lado a otro por los corredores, siempre lo alcanzan y vuelven a amarrarlo, cuando quieren ellos saben cumplir con su trabajo, si no que lo digan sus marcas en las muñecas y en los tobillos. Aprietan fuerte, eso sí.

No sé cómo repetirlo, ya no tendría más cicatrices en el cuerpo. Y dice que conoce los horarios de los camiones ganaderos que van para el sur, puede ser, pero si cambiaron no importa, hace tanto que no los ve. Él olfatearía enseguida uno con esa nariz que no le falla y se treparía hasta el final. Porque es gracioso, yo no puedo ir al baño, no serviría para nada, a mí no me gustan los camiones. Y menos las veredas llenas de gente que va y que viene, me dan ganas de envolver la maceta para que no la vean, son capaces de robármela. Como aquella vez, no me olvido, fue de tarde, me empujaron a propósito y se cayó al suelo, pedacitos rojizos quedaron sobre las baldosas grises. Y lo peor, la pobrecita que me miraba desde ahí abajo, sola y sin maceta, pidiéndome la mano que se la iba a dar si no fuera por el pie del grosero que la vio y la aplastó. Claro que ya la agarraba, después con una maceta nueva de tierra fresca vivía muchos años más. Pero difícil, no se puede proteger a una rosa joven en la calle, vienen los otros y las matan porque no les deben gustar.

Ahora siempre acá, junto a la nueva, la hija de la pobrecita, qué suerte que aquella vez no la había sacado a pasear. Que no le falta nada para lo que se merece, sol y agua no le faltan, paraíso tampoco, mi pequeñita alegría.

Entonces, yo no voy al baño, tiene que ir él, para que se decidiera ya le hablé bastante con la regadera en la mano, que nada más miraba caer el agua y no estoy muy seguro de que me entendiera. La caída de algo no puede ver que parece hipnotizado, con los ojos para abajo, y le viene el mareo. Pero detuve la llovizna creo que a tiempo para que me escuchara bien.

Ahora, en este momento, ya en su pieza, sentado en la cama pensará sí o no, y no quiero aparecerme otra vez a decirle lo mismo, sería un cargoso y cada uno tiene derecho a resolver al fin. De la forma que resolví mi problema, dijeron que con suerte porque me recogieron y me trajeron para acá, pero nadie me ayudó, vine porque me dejé traer.

Y él todavía para peor agitándose si me ve llegar porque cree que me voy a poner a regar cuando se da cuenta que tengo la regadera en la mano. Imposible explicarle, no entiende que una vez por día nada más, siempre de noche riego y hoy hace ya media hora que le di bastante para beber. Necesitaría ayuda si no sabe decidir, pero a veces es peor, hubiera terminado mal yo si me hubiera dejado convencer de que nunca más flores, que también la gente necesitaba mi atención. Como me decían todos. Me sobra experiencia para saber qué es lo que conviene hacer. Y yo lo hice.

Apuesto a la necesidad que tiene de oler, seguro que ya se levantó de la cama, no le importa el mareo que le va a venir. Mejor lo compruebo ahora mismo, si yo también puedo andar por el corredor porque ellos siguen dormitando adentro de sus uniformes, que yo no existo con mi maceta en la mano. Ni el baño al que voy tampoco.

Así está bien, una puerta abierta si no está cerrada deja ver hacia adentro con facilidad. Llegó, sí. Y está temblando, yo sabía, pero pronto para pasar por el hueco de la banderola que lo acercará a los camiones que van para el sur. ¡Qué buena idea haberme decidido a venir! Podré darle el empujón final, qué divertido, es casi como decía mi madre que me hacía falta, se lo voy a dar.

Necesito las manos libres para empujarlo por el hueco, entonces no me permites ayudarlo y por eso un minuto apenas te dejo en el suelo, hasta para recordarlo cuando yo necesite pensar si alguna vez ayudé a alguien, algo que me decían que yo era incapaz de hacer. Ya lo ven, estoy empujándolo, ¿no?

Volando a olvidarse para siempre de las amarras en las muñecas y en los pies, allá se va, no bien empezó el corto vuelo el temblor está, pero esta vez es distinto, algo está por lograr. Después de mi empujón, ya sobre el pedregullo no tiene posibilidad de confundirse, solo caminar tras el olor que le falta.

En puntas de pies, asomado por el hueco de la banderola abierta de par en par, lo diviso todavía corriendo por el parque, entonces qué alto me siento de pronto tan estirado, llego a ver las copas de los árboles, y como en la gimnasia de la escuela, uno dos, arriba abajo, banderola suelo, suelo banderola, siendo niño otra vez, es divertido, siempre los árboles allá, pero él que ya desapareció, un poco más, uno dos, arriba abajo, punta talón, banderola suelo, tanto tiempo que era un niño, no lo soy, pierdo el equilibrio, trastabillo, uno pero al dos mi pie grosero que la aplastó a la pobrecita, a la hija del injerto.

Miguel Ángel Campodónico, Montevideo 1937, es un escritor uruguayo. Su obra abarca literatura de no ficción, novela, cuento y producciones periodísticas .