sábado, 10 de septiembre de 2016

La música enamora, hace milagros



                                            Julia Galemire

I

La música enamora, hace milagros
en la copa del mundo
en el efímero hilo crepuscular
donde los sueños se cruzan
Sueños, que vibran quimeras
a cada espacio, sin distancia
tal vez al todo adentro
acaso al mar de otros tiempos
Solo su rituario está
en el río fiel de la memoria,
su fluir boga, desde vegetales
caminos subterráneos
cada nota es
lenta caricia que ha sido
cada ritmo es
incesante ansia de lenguaje
cada melodía es
amor abierto a los secretos
Bach retorna
con su belleza azul
a la invisible partitura
al compás de nuestra sangre
a beber con fuego el regreso y el perdón
a
Dios


II

La música enamora el misterio
donde se abre
de par en par la acera de cielo
solo así puede atisbar
en una plaza
de no sé qué triste ciudad
la máscara de un insondable código.
El ayer enhebró memorias
al estremecido encuentro de tus manos
nacidas en el agua de las mías
al calor de tus ojos abiertos y,
sumergidos
en mi vuelo
al brazo viviente
con retazos de alma
al banco plegado donde
el silencio deshojó caricias.
Soterrado mantra, con sabor a miedo.


III

Mientras recuerdas
a los amigos
cuyos rostros duermen
en el vacío
de las ausencias
solo terrenales.
En torno tuyo despliegan
sus falsas urdimbres
las plegarias
que en el espacio
van creando fantasmas
como último recurso.


IV

La calle,
árbol azul
jacarandá tatuado de horizonte
pleno
de hojas
exhalaciones
y palabras deshechas
en un fue, es o será.
La calle,
árbol azul
inicia su luz
en el espacio
de límites distintos
donde moran
los fantasmas

de esquivos ojos interrogantes,
insomnes
miran
estremecer
la diástole y la sístole
de antiguos relojes.

Miran
marchitar el tiempo
en sus viajes transitorios,
soportan
el contrapunto de historias que habitan
en el húmedo
trayecto de los párpados.

viernes, 9 de septiembre de 2016

El avestruz


                                                         José Monegal

Iban ya varios años desde que don Tatú Vergara había poblado en aquel bajo, junto a las Cañadas de Arruda. Se trataba de un tatú peludo, grandote, solterón, cuya prudencia y sabiduría (una de las pruebas de esta sabiduría y prudencia es que era solterón) lo hicieron célebre en su pago. Por ejemplo: desde muy pequeño, por observación venida de sus tatarabuelos, sabía que el hombre -animal tan sabio como malo- usaba como uno de sus métodos de caza el llenar con agua el hogar de cualquiera de su familia que codiciase, con el muy menguado fin de atraparlo a la salida -en la huida a la inundación- luego asesinarlo, abrirlo, atravesarlo en un varal, asarlo y engullírselo. Cuando don Tatú Vergara pobló donde pobló, antes de hacerlo miró detenidamente el sitio. Y eligió uno en el que se alzaba la tierra en una giba. Cayó sus galerías y construyó una salida de aire en la cresta de esta giba. Y probó su innovación dos veces. Dos veces sintió ruidaje de caballos y de perros, y desde la base de la verruga aquella sintió las voces de los hombres y el sonar de una lata que iba y venía de la cañada a su casa. Y ya irrumpieron las aguas... Pero el nivel de las mismas se detuvo al llegar al pie del levante. Él, con la, nariz pegada al tubo de aire, sintió los comentarios. Y entre ellos oyó éste:
-¡Qué bicho ruin! ¡Se ha dejao morir ahogao por no entregarse!

¿Pero, qué criterio tenía este viviente? ¿No podía pensar que para él significaba lo mismo morir taponado en su casa que achicharrado sobre un fogón? Es claro: en el segundo aspecto de la cuestión había algo en favor del hombre: su estómago. ¡Qué animal dañino y fiero! No le alcanzaba con los novillos y ovejas que degollaba, las gallinas que les retorcía el pescuezo, y los chanchos que hacía berrear en agosto... todavía más -pensaba don Tatú Vergara estremecido de cólera- hurtándole la leche de los terneritos a las pobres vacas, el dulce sudor de las avispas a las lechiguanas, bigotudos bagres y coludas tarariras al arroyo, "¡pa venir a ensoparle la casa a un triste tatú como yo con el fin de matar un hambre que no tiene!" Este último pensamiento lo comentaba siempre con Ño Ñandú Mujica, su vecino. Hacía como seis meses que éste y su esposa determinaron anidar a unas dos cuadras de la cañada. Ya habían resuelto la cosa y arrastrado unos juncos secos cuando les salió de golpe, casi a los pies de ellos, don Tatú. La ñandusa tuvo como un sobresalto ante la inesperada aparición y pegó varios "revolutis", valga la expresión del negro Polanco que por allá vivía. Y ya Mujica preparaba el remo izquierdo -por ser más recio que el derecho- para descargarlo sobre el cascarudo cuando la voz y la actitud de éste los serenó. Saludolos muy finamente con un ¡güen día! manso y cordial. Desde entonces fueron los vecinos de la mejor vecindad del mundo. Se pasaban las horas de prosa y cada cual hacía su cada cual sin estorbarse, observarse, ni criticarse.
Hasta que llegó el día en que la doña empezó a blanquear el nido. Dejó sobre él hasta diez y ocho huevos de extremada belleza. El sol iba patinando el marfil, y era un espectáculo realmente estético ver la uniformidad y esplendidez de las formas.
-De ahí -le decía el ñandú a su vecino- van a salir diez y ocho charaboncitos que serán nuestra alegría y la suya, don Vergara. Mucho nos vamos a reír cuando empiecen a largar su gambetaje y a barajar con los picos. Yo no sé, -mesmamente, cómo usté entodavía no ha buscao par...
-Son cosas, don Mujica, que les toca a cada uno. Dicen por ahí que el güey solo bien se lambe. Yo hasta aura me he venido lambiendo mejor que tuitos los güeyes juntos sin dejar, a veces y de refilón, de besar alguna tatusa. Por eso le digo: son cosas...
Lo malo de todo esto fue que don Tatú, en las horas de la noche se dio en pensar que cada uno de aquellos huevos tendría en su interior una yema y una clara de generosos y vitales jugos. Y comenzó -fue el fruto de sus meditaciones- a trazar otra galería en su casa rumbo al nido hasta que sintió que estaba justamente bajo él por el acompasado ir y venir de sus vecinos, cuyas patas batían sordamente el techo. Y se envaneció un poco por la exacta resolución de sus cálculos. Y esa tarde...
La ñandusa había ido lejos a curiosear por el campo. Mujica estuvo unas horas sobre los huevos. Se irguió en una de esas y salió rumbo A la cañada. Entonces Vergara resbaló por el nuevo túnel y en tres manotazos bajó la corteza que había entre su casa y el nidal. Y cayó un huevo. Con unos palitos que había traído -siempre siguiendo su inspiración- aseguró la tierra y dejó el nido como estaba. Y deslizó el tesoro hasta su comedor. Y lo contempló embelesado largos instantes, y después, batiéndolo acompasadamente contra el pie de una piedra que allí habla, le hizo un boquete y por él se dio el mejor festín de su vida.
Al otro día, temprano, asomó y saludó a sus vecinos. Se entabló la conversación de rigor y la vida siguió como siempre. Dos días después se comió otro huevo. Y pasados cuatro más, una tarde al volver de su andanza la ñandusa y su esposo levantarse para saludarla y desperezarse -pues el empolle era cada vez más dilatado y corría por su cuenta- don Tatú vio que ella clavó los ojos en el nido y quedó como estaqueada. Y ya gritó:
-¡Cómo! ¿No eran diez y ocho?
-Diez y ocho eran- le respondió Mujica medio alarmado.
-Güeno, contalos pues.
Mujica contó.
-¡Canejo! ¡Hay sólo catorce!
-¡Ya te han pelao cuatro! ¡Y han sido los malditos zorros! Pero la culpa no es de ellos, que al fin y al cabo nacieron forajidos; ¡la culpa es tuya bandido, desalmao, que has dejao a la buena de Dios los güevos!
Aquí empezó Mujica a zumbar juramentos y a patalear de desesperación. Don Tatú intervino:
-Mire, doña: ni un momento ha estao sola su casa. Don Mujica sale cuando usté güelve y asma y todo por un pedacito de tiempo. Yo acabo de contarlos aura mesmo y me estoy revolviendo el mate pensando cómo ha podido ser la cosa, a no ser por brujería.
Ni la ñandusa ni Vergara se dieron cuenta entonces del brusco retorno a la serenidad que tuvo el ñandú, quien les habló así:
-Güeno: a lo hecho pecho. Si nos ponemos a desenredar esta madeja podemos enredar la otra, que es la criación de mis hijos. Vamos a atender mejor la cosa y a no dejar perder estos catorce que nos quedan.
La doña alegó un rato, Vergara comentó otro poco el suceso y Mujica se echó en el nido.
La cuestión es que al día siguiente, pasado el mediodía, el ñandú le dijo a Vergara, que estaba en la puerta de su casa:
-Voy a dir hasta la cañada a tomar un algo de agua y picotear un poco. A estas horas no hay zorro que se arrime a los güevos ni bruja que haga sus fechorías.
Don Tatú habló:
-Mesmo. Y yo me viá dormir la siesta.
Enderezó al cañadón Mujica y el tatú se perdió tras la puerta. Pero el ñandú se volvió y, apenas rozando los pastos, en tres zancadas estuvo sobre el nido. Y ya sintió el trabajo de zapa bajo él. Y ya vio caer uno de los huevos. Y se despidió de este otro hijo pues ponerse a reclamarlo a don Tatú seria revelarle su crimen y tenerlo un año metido en la cueva. Se resignó, pues, y al caer la tarde, cuando la ñandusa retornó de su andanza le narró todo por señas. Y se plantaron junto a la boca de la cueva de Vergara pues sabían que no tardaría en aparecer éste. Y en cuanto apareció y salió del todo bostezando, la doña -ganándole de mano a su esposo- lo dejó con sólo el "güenas" de las "güenas tardes" que acostumbraba a dar, pues le dio una patada tan recia, tan certera y tan dura que el peludo, después de atravesar los aires girando como una hélice, fue a caer como a tres cuadras de allí. Crujió la caparazón y Vergara se aplastó en ella como nunca lo había hecho, escondiendo patas y cabeza. Y cuando asomó ésta, luego de un cuarto de hora esperando la definición de aquel cataclismo que le había caído, se encontró con sus vecinos casi encima de él. Y ya oyó la voz, encendida de cólera, de don Mujica:
-¿Con que eras vos, perdulario, la bruja que me hacía volar los huevos? ¡Aura mesmo me vas a devolver las crías que me robaste o vas a quedar patas arriba hasta que revientes!
-Mire, don Mujica -gimió Vergara pues el golpe le había sacudido toda la carne- enderéceme un poco que yo le viá explicar lo sucedido.
Mujica era un ñandú hecho, había corrido mucho mundo. Pensó que nada sacarla con matar aquel viviente tan sinvergüenza. Lo dio vuelta, le puso una pata encima y le dijo:
-Hablá, pues, pero si no me convencés, te doy güelta de nuevo y ahí te vas a quedar hasta que te sequés.
-Sucede -empezó a hablar con desmayada voz don Vergara- sucede que yo iba estendiendo mi casa y, sin decir agua va, del techo me cayó un güevo. ¿Cuándo iba a carcular que era uno de los suyos si me vino como llovido y sin yo andarlo buscando?
-Pero decime una cosa, bandido -gritó la ñandusa- ¿y no nos oíste aquella vez, cuando alegamos por la falta de cuatro güevos? ¿No pudiste colegir que eran nuestros los que te llovían del cielo?
-Si, señora -respondió humildemente Vergara- pero había comido aquél, !y ya estaba aquerenciao! ¡De muy güena y muy destinguida y superior familia han de ser ustedes ya que las crías tienen un sabor del que no he conocido par en tuitos mis años!
-¿Y sos vos -lo atajó el ñandú- sos vos, pedazo de ladrón, el que tanto te asquiaba el hombre porque teniendo comida a mano, estaquiaba alguno de tu familia a veces pa tostarlo y comérselo? Sindudamente te morías de hambre cuando tuviste que robar los huevos ...
-No, don Mujica, y usté mesmo me da la razón de la cosa. Porque si el hombre, que dicen que es el rey de tuitos nosotros nos come a tuitos nosotros cuando se dispone, ¿qué se me va a echar a mí encima, ¡pobre tatú desamparao! porque comí unos güevos, que en total jueron cinco sobre los diez y ocho que usté cuidaba?
Y don Tatú rompió en una lamentación tan patética que de ahí al poco rato lloraban los tres a moco tendido.
Fue perdonado el vecino después de jurar que no rebajaría más la nidada.
Tiempo después trece ñanducitos alegraban aquel pago. Pero al hacerse grandes empezaron a complicar la cosa. Una tarde armaron tal escándalo con sus corridas y "revolutis" que el ñandú empezó, a bramar de ira. Y aquí terció Vergara:
-¡Y eso que son trece nomás! ¿Qué diría si juesen diez y ocho? Algo me tiene que agradecer, don Mujica.
Ahora fue éste el que levantó la zurda -que era más ágil y diestra que la derecha- y la descargó sobre el peludo. Otra vez dicho ser atravesó como un bólido los mansos aires de Cañada de Arruda. Y fue a caer como a cinco cuadras. Y vuelta a llorar y vuelta al coro de las lágrimas, con el aumento de trece solistas más. Y otra vez el perdón.


José Monegal fue un cuentista, periodista y ensayista nacido en Melo -  Cerro Largo. Su narrativa de género gauchesco tiene como escenario al mundo rural , en particular la zona fronteriza con Brasil. 
(25 de julio de 1892 - 4 de noviembre de 1968)

De como Caneca se vio dueño de cien cuadras


                                                     José Monegal


El campo de don Zeca Andrade -doce suertes de estancia- estaba, su parte mayor, en el Brasil; la menor en el Uruguay. Don Zeca cuidaba vacas y ovejas, tenía caballadas muy buenas, dos casonas -una en cada país- mujer, hijos, nutrida peonada, y un lote de gallos de pelea que durante muchos años fueron considerados invencibles. La estancia del Brasil se instituyó famoso centro de riñas. Allí llegaban de todas las comarcas vecinas, hombres acaudalados -y algunos sin caudal- llevando campeones. Muy pocos volvían con plata y gallo vivo; a los demás, Andrade les arrebata apuestas, peleadores y fama. "¡No hay gallos en el mundo como los de Zeca Andrade!"- comentaba donde fuera. Y éste era el máximo premio que aspiraba, pues lo ganado era repartido entre sus servidores.
En el lado oriental, lindera con la estancia del citado Andrade, tenía su hacienda don Benito Durán. Este don Benito era de los que concurría asiduamente, llevando sus gallos, a las famosas competencias. Pero jamás volvió con una victoria. Andrade le desplumaba la plata y los negros de Andrade los gallos, pues nunca regresó con uno. Durán mantenia un secreto rencor contra su vecino. Le habían contado que don Zeca, en el comercio de Polidor Reverbell, haciendo crtica de las últimos peleas, se refirió a los gallos de él, diciendo, con ciertas puntas de ironía: "Este seu Durán tene muy sobresalientes gallos. Cada vez que deja alguno pataliando en la estancia, el negro Chirú sóplale vino por el pico y dispués Ña Nica los mete en la olla. ¡Qué carne tienen los tales gallos, camaradas, mesmo como pulpa de butiá!
Bien. Por los últimos días de mayo, un atardecer lluvioso y frío, pidió paro hacer noche en lo de Durán un mulato de hasta sesenta años, que llegó en un caballo flaco y cansado. Se le dio hospedaje. El estanciero comía en la cocina, rodeado de sus servidores; era viudo, no tenía hijos. Allí, durante la cena, el tema recayó sobre la próxima temporada en lo de don Zeca.
-Viá llevar tres -habló don Benito- y entre esos tres un colorao que si queda pal puchero de don Andrade, no paso más pal otro loo.
Cinco años que llevo gallos y allí los dejo, pa qué el brasilero vaya a los pulperías a rebajarlos y a rebajarme.
Quedó pensativo un instante y luego murmuró:
-¡Pucha, daría cien cuadras de campo por un gallo que le quebrara las mentas a ese ensanchao!
Terminose la cena, cada cual marchó a su cama o catre. El silencio se aplastó sobre la casa de don Benito. Y en ese silencio el mulato forastero meditó algo para el bien suyo. Amaneció otro día y en un aparte que hicieron el ajeno y el patrón, aquel dijo:
-Vea, don: yo le puedo conseguir el gallo que usté precisa.
Durán lo observó de arriba a abajo, y luego le contéstó:
-Y yo le doy cien cuadras por ese gallo. ¿Diánde lo va sacar?
El mulato dio un paso hacia él y con actitud, acento y ademán de misterio, le expresó:
-¡Que naides, ni nada, ni sus botas, se enteren de esto que le viá declarar! En mi familia, don, semos siete hermanos. Tuitos viven. El más chico es lobizone.
A este preludio el mulato hizo una pausa en la que lió un cigarro en ancha y larga chala. Después prosiguió:
-Con ese hermano, mi mama y nosotros hemos ganao mucha plata... Anteayer tuve una diferencia con la vieja y resolví dirme, dejar mi pago... Mi hermano, don, haciéndose bicho, ha ganao a los parejeros más sin emparde, ha basuriao a los domadores de más fama, ha cantao como nengún sabiá cantó, ha hecho cosas, en fin, como nengún irracional ha hecho, prestando servicios en estancias y hasta en el mesmo pueblo. Y allá en el Norte, por el lao del Palmar de los Dijuntos, mató el gallo más fiero y más malo que ha habido ni haberá en el mundo, y que era del general Firmino da Fonseca, no sé si lo conoce. Por eso le digo..
-¿El qué me dice? ¿Y el gallo ande está?
-Desculpe, don; ¿cuándo comienzan las riñas?
-En cuanto dentre junio. Cinco días faltan.
-Pues yo pa esa fecha estoy aquí con mi hermano; en la primer media noche que usté ordene se hace gallo, usté lo carga pa lo de don Zeca y puede jugarse la hacienda entera.
-Traiga su hermano.
Salió el mulato; lejos de las casas torció el rumbo y enderezó o lo de don Zeca, lugar que conocia más que bien. Llegó al otro día, se le dió hospedaje, pues era de la relación del negraje y esa noche expuso su plan al pardo Juvenal Porto. Y al amanecer siguiente los dos compadres pusieron rienda a lo de don Benito Durán. En el camino iban redondeando el asunto.
-Mirá, Juvenal -hablaba el mulato- si el gallo pierde no perdemos nada; si gana, tenemos cien cuadras pa los dos.
Bajo el poncho Juvenal llevaba un gallo cenizo que había hurtado de entre los doscientos que don Zeca cuidaba; el mulato cargaba un cajoncito. Antes de llegar a las casas, en una islita de la sierra y en sitio seguro, dejaron el galio metido en el cajón, bien racionado. Luego se presentaron a Durán.
-Este es mi hermano Juvenal, pa servirlo. ¿Cuándo quiere que se güelva gallo?
-El tres marcho pa lo de don Andrade.
-Pues el dos a la media noche usté tiene su gallo a punto.
Dos días pasaron el mulato y el pardo comiendo y durmiendo a lo grande. De vez en cuando Juvenal se zafaba a lo zorro y se arrimaba al cenizo cambiándole el agua, Ilenándole la lata de ración y vareándolo bien, pues a fuerza de mirar hacerlo al negro Junco, en la estancia -directo de los gallos de don Zeca- aprendió bastante de esa ciencia. Había levantado del galpón los restos de una pintura colorada y con plumas recogidas en la cocina le dio tres manos al cenizo.
Llegó el día fijado. Salieran pardo y mulato galpón afuera.
-¿Pa ande van?- los interrogó Durán.
-Al monte. Es en ese sitio y a la media noche que mi hermano pega sus repeluses. ¡Que naide nos siga y bombée porque se pierde el gallo!
De madrugada volvió el mulato con el cenizo hecho gallo colorado. Con marcado asombro miró don Benito al animal. Y exclamó:
-¡Güena estampa tiene ese colorao, canejo!
Y con vn peón partió a lo de Andrade. En tanto Juvenal había quedado a monte, esperando el desenlace de las riñas.
Allí llegó el hombre. Lanzó el desafío, don Zeca recogió el guante. Al otro día se echaron los gallos. El negro Junco observó muy detenidamente al representante de Durán. Se rascó las motas. . . El caso fue que un overo enfrentado por Andrade quedó patas arriba. Al circo entró don Benito, triunfal, y levantó su héroe. Pero ya Junco estaba hablando con el consternado Zeca:
-Tengo hallado la falta de un cenizo, e1 ochenta y siete; tiña un ojo zarco....ese colorao...
A querosén y trapo fue lavado el gallo de Durán, y de esa lavada surgió un cenizo mondo y lirondo.
-¡Vocé, seu Durán -habló Andrade- me ha ganado con un animal gatunado; querer decir que me ha robado duas veces! ¡A ver cómo se arregla isto!
Y seu Durán no tuvo más remedio que arrumar. Y a su campo marchó de inmediato, pues aunque era medio ingenuo, tenía pocas pulgas. Llegó a su casa. En la puerta del galpón estaba el mulato, un poco ansioso, aguardando lo ocurrido.
-¡Ganamos, mulato! Traé a tu hermano, vamos a hacer el compromiso de las cien cuadras.
Sin pensar más nada salió nuestro hombre rumbo al monte. Poco después estuvo allí con Juvenal. Hubo banquete y beberaje. Cuando don Benito los consideró a punto los mandó atar, meter en un carro y marchó a lo de don Zeca, a quien dijo al llegar.
-Este es el lobizome y éste el hermano del labizome.
Con las sacudidas del viaje y el fresco de la mañana, el mulato y el pardo habían recobrado sus personalidades. Pero cuando abrieron los ojos no pudieron mover el cuerpo. Miraron el cielo, pues iban panza arriba, se interrogaron a ojo y calcularon algo muy fiero. Don Zeca ya tenía su programa hecho. Ordenó bajar la pareja y dirigiéndose al pardo, le dijo:
-Muleque Juvenal: ya he sabido que eres lobizone y me alegro de saberlo. Aura te vas a volver gallo y me vas a correr una riña de compromiso y mucha plata...
Juvenal, muy compungido, habló:
-No, don Zeca, ¡qué viá ser lobizone! Es Caneca (así se llamaba el mulato) que me ha metido en este batuque.
-¿Cómo que no eres lobizome, si ayer le ganaste la pelea a mi overo Marechal?
-¡Qué viá ganar!¡Jué un cenizo suyo que yo levanté de la gallera, don Zeca!
-¡Superior! Pues ahora vas a peliar a lo gallo con ese mulato que te ha metido en el batuque, pra bien de saber quién es el pícaro!
Los hizo dejar de busto al aire, calzados con gigantescas nazarenas, cada uno esgrimiendo un garrote; y los metió en el circo.
-¡Peléen a lo gallo, forajidos -gritaba don Zeca y Durán acompañaba- si no quieren salir de patas pra delante!
No tuvieron más remedio, Juvenal y Caneca, que trenzarse a garrote y nazarena para salvar sus vidas, pues les constaba que Andrade era hombre de cumplir promesa.
Doscientos espectadores presenciaron aquella riña nunca vista y gritaron, apostaron y gozaron. Caneca se sintió mal parado, pues Juvenal era joven y le daba sin lástima. En una de esas se tiró al suelo, fingiendo estar sin resuello, dándose por vencido. Don Zeca ordenó a Junco:
-¡Refriégale el trasero con vinagre a ese gallo, a ver si hace por la pelea! Bueno, la cosa terminó en cataclismo.
Dos meses después, nuevamente, pidió posada en lo de Durán el mulato Caneca.
-¡Pero amigo -habló el estanciero- cómo tiene coraje pa presentarse otra vez en mi casa! ¿Con qué lobizome me viene aura?
-Lobizome nenguno, don Durán. Pero aquí le traigo seis güevos que de la reserva le pelé al negro Junco. Vamos a hacerles nido y el que salga gallo, yo mesmo lo cuido y vareo. Aquel brasilero me tiene que pagar la riña que perdí con el pardo Juvenal.
Año y medio después Durán le ganó dos peleas a don Zeca Andrade, que hicieron época por lo fantásticas... y Caneca se vió dueño de cien cuadras de campo.


José Monegal fue un cuentista, periodista y ensayista nacido en Melo -  Cerro Largo. Su narrativa de género gauchesco tiene como escenario al mundo rural , en particular la zona fronteriza con Brasil. 

 (25 de julio de 1892 - 4 de noviembre de 1968)

Un cuento de bichos



                                                     José Monegal

Hemos escrito muchas veces sobre el Arroyo Manso, centro de un ancho pago, casi el paraíso ... hasta que a él llegó el hombre. En las playas o en las barrancas de esta armoniosa arteria, sobre dorados arenales o entre tupidas ramazones congregábase a veces el bicherío de aquel singular territorio. Allí, una ardorosa tarde de diciembre se comentó la última novedad: don Capivara Pereira iba a contraer matrimonió con Lobita Villalba. Sensacional el asunto.
El carpincho era, como todos los carpinchos, un ser tosco y fiero, insociable, de áspero trato; la lobita, una aristócrata de suaves formas, finísimo el decir, ojos áureos, espejeantes.
Increíble el caso, en fin, pero explicable. Don Capivara poseía enorme fortuna, era dueño de un suntuoso palacio asentado sobre barrancas coronadas de ceibos, enorme servidumbre lo atendía. La familia de ella pasaba por una profunda crisis de pobreza. Y a pesar de que en el seno de la misma se discutió por largo el asunto del matrimonio -donde hubieron frases hirientes, o irónicas, o de repudio para Pereira- pudo más la necesidad y la ambición que el pundonor.
Se decía que el casamiento iba a ser fantástico.
Oyendo el comentario general estaba Juan Ciriaco Corvalán, zorro notable aun entre los zorros, vejancón ya pero fuerte y duro. Había sido un aventurero de más de la marca, taimado, pícaro; sin embargo, de pensar generoso. Era de los que ante el espectáculo patético de una gallina defendiendo su pollada, frenó su instinto; prefirió pasar un día sin comer a causar dolor a una madre indefensa y desesperada. De ahí que ese día enderezó rumbo al palacio de Pereira.
Llegó, llamó, fue interrogado por el portero y luego hecho pasar. Al fin, después de larga espera lo llevaron a una sala desde cuyos ventanales se contemplaba la esplendorosa visión del Manso. Allí estaba Pereira, que habló así.
-Güenas tardes, Juan, va pa mucho tiempo que no te véia. Desculpá que te reciba en calzoncillos, ricién salí de la siesta; pero vos sos de confianza. ¿Qué asunto te trái?
-Ta bien, ta bien, don Capivara, soy un viviente llano, anqué tuviera desnudo sería lo mesmo. Vea don Capivara, y désemule y no se ofenda con lo que le diga, que por bien suyo lo hago...
-Acortá el preludio, Juan.
-Güeno. He sabido que usté piensa acoyararse con la Lobita Villalba. ¿Es verdá eso?
-Talcualmente.
-Pues yo le vine a decir que usté va a redondiar un disparate más grande que el Cerro de los Tatuses.
A don Capivara, que todos adulaban por poderoso, no le sentó bien aquello. Airado, casi colérico, dijo:
-¿Y a vos quién te ha dao dentrada en esta penca, atrevido?
Juan tragó saliva, era muy cosquilloso; pero supo contenerse.
-Déjeme terminar mi relación, don Capivara no se sulfure. Yo he venido na más que a defenderlo.
-¿Defenderme de qué, sotreta?
-iDe lo que le va cáir encima, y déjeme terminar, canejo!
Metálico fue el acento de Juan, imponente, tanto que Pereira enmudeció. Ciriaco siguió, sosegado ya:
-Mire, don Capivara: usté se casa hoy y mañana ya anda como sándia en carro de mamao. El lobaje Villalba chupándole la sangre, la mujer negándole cama a usté pa dársela a otro, y el pueblo réindose a quijada abierta. Busque, si es que necesita socia, a una de su raza que no le faltará capincha superior de güena.
Pereira estalló. Era un mandón ensoberbecido y por lo tanto violento.
-¡Ya te mandás mudar de aquí, -trompeta, mal enseñao y pior hablao! ¡A ver, pongan patas ajuera a este sin yel!
La voz de don Capivara había subido dieciséis tonos, el eco de los montes del Manso multiplicó la severa orden. Juan habló:
-No precisa que me saquen, don Capivara, yo me voy de voluntá... Siempre creí que usté era un pavote sin cura y veo que no le he errao ni por medio jeme.
El casamiento fue de los que se comentan durante cincuenta años. Las bodas de Camacho quedaron como bautismo de negro ante la magnificencia de aquel acontecimiento. Pero al otro día no más Pereira empezó a penar. La Lobita se le puso con peros junto al tálamo, con lloros y suspiros y gambetas; y don Capivara se pasó la madrugada con el agua del Manso hasta el lomo, roncando de ira... Y la cosa siguió en ese son. El lobaje ganó la morada y en ella asentó sus reales. Lobita siguió hurtándole el cuerpo al marido en tanto sus hermanas le decían:
-Mirá, Capivara: parece que nunca te miraste en el espejo del Manso y menos que hayas olido el tufo que despedía. Hay que suavizarte esa pelambrera, que más son chuzas que pelos, ablandarte esas espinas de tala que llevás por bigote, y darte cincuenta manos de ungüento perfumado pa bien de auyentar esa catinga que ni los tábanos se te arriman. Cuando estés a punto la tendrás a Lobita entre tus brazos.
En tanto ellos, los hermanos, le iban secando cocina, bodega y arca...
Al mes, no más, Pereira reventó como una bomba de tres estallidos. Facón en mano recorrió la casa y a planchazo repicado la dejó limpia de lobos. Luego se desplomó en su cama agotado, lengua afuera. Al cabo de un rato, con desmayada voz, ordeno:
-Traten de encontrarme a Juan Ciriaco y tráirmelo; que de favor le pido venga.
Por la noche llegó el zorro.
-¡Juan, hermano querido -expresó don Capivara con espaciadas y doloridas palabras- te degüelvo tuita la razón que te negué aquel día! Encargate de mi asunto, que esos desalmaos puen hacerlo fruncido si les da por alegar. No quiero saber más de esa familia, flor de trompetas, y menos de ella, contraflor al resto de sinvergüenza...
Calló Pereira y comenzó a irse en suspiros. Ciriaco lió un cigarro y luego de echar cuatro o cinco nubes de humo dijo:
-¿Sabe, don Capivara, por qué vine aquel día a prevenirle el mal? Se lo viá decir. De chiquito, una madrugada -de cerrazón tupida era- un carrero me halló entomecido, cortao de la familia. Me levantó y cargó en la carreta. Al llegar a una estancia las mozas de la casa me vieron y ya dentraron a darle plata al carrero por mi. Allá quedé. Me encajaron una cadena y mientras juí relumbroso y lindo las prójimas retozaban conmigo. Comía bien, taba de pelo lustroso. Pero en cuanto se les pasó el antojo marché pal galpón ande juí golpiao de hombres y perros. Pero yo sabía hacerme el dormido. Y haciéndome el dormido vide y aprendí mucho. Vea, don Capivara: el hombre dice que es el rey de los bichos; y lo es sindudamente. Pero siendo el rey yo le conocí tanta miseria y ruindá que si Dios o Mandinga jueran justos podería ser rey de ellos cualquier tatú peludo. En tal estancia se dio una custión como la suya, don Capivara. Al dueto le tragaron plata y sangre unos bandidos, poniéndole por delante una moza linda, sí, pero más descosida que camisa de mulato. Aquello quedó como pisadero de rodeo en invierno.. hasta que yo de flaco que taba, una nochecita pude zafar el cogote del cepo.
Dos humadas más echó Ciriaco, y termino: - -
-Por eso le digo, don Capivara: lo vine a defender, me dio lástima, soy de corazón tierno. Yo sabía lo ensoberbecido que usté era; pero sabia que lo era por bruto, no por malo. Pensé que si al hombre aquel, con ser hombre, le hicieron lo que le hicieron, a usté que no pasa de un capincho, no sé lo que le harían.... desculpe, don Capivara.
Pereira, a medida que Juan hablaba, se fue enderezando sobre el almohadón hasta quedar erguido del todo. Y cuando el zorro terminó su oración emitió un alarido escalofriante y, luego de él, unas órdenes terminantes:
-¡A ver, que vayan a la bodega y- traigan de lo más fino, y mientras, que en la cocina vayan preparando algo pa un banquete! Mirá, Ciriaco: vamos a agarrarnos una macaca calibre cincuenta y ocho pa bien de festejar lo que has dicho, que ni un santo colgao de una cruz.
-Don -Capivara:, mire que no he venido a tallarlas de santo, y que tampoco me quiero ver colgao de cruz nenguna.
-¡Eso nunca! ¡En mi casa vas a vivir hasta que aflojés de viejo, y disponer de ella como si juera yo mesmo, canejo!
-Eso menos, -don Capivara. Déjeme en mi cueva con mi libertá y los míos.
Al día siguiente, con la resaca aún de la orgía pasada entre botella y botella, al despedirse en estrecho abrazo, don Capivara lloraba y Ciriaco reía.


José Monegal fue un cuentista, periodista y ensayista nacido en Melo -  Cerro Largo. Su narrativa de género gauchesco tiene como escenario al mundo rural , en particular la zona fronteriza con Brasil. 

 (25 de julio de 1892 - 4 de noviembre de 1968)

Camino de la sierra


                                               José Monegal
    
 Todo el mundo -el de Cuchilla Negra- sabía que el negro Juan Amorín era lobizome. Pero como había llegado a los cincuenta sin nunca haber asustado a ningún muchacho ni muerto ninguna vieja, vivía serenamente de casero en la estancia de don Marcelino Garzón. Más podemos decir: don Marcelino lo vio algunas veces muy reservadamente, en ocasión de correr algunos de sus parejeros, para que influyera sobre éstos ofreciéndoles raciones extraordinarias, galpones de lo mejor y yeguas a elegir. El negro siempre cumplió.
Pues bien. Una mañana de marzo Juan Aniorin pidió licencia a don Marcelino para con él conversar a solas. El tono y el 'nodo del moreno dijeron al patrón que la cosa era grave.
-¿Qué hay, Juan?
-Vea, patrón: anoche fui llamao al monte pa una reunión de bichos. Venía al tranco pa las casas y un zorro me dio la novedá. En el abra junto al lavadero se habían juntao cuasi todos los bichos del pago. Pero jue el aguará por ser el de más respeto, quien me pasó la orden. Le manda decir a usté si puede dar, cuando le venga bien, a oír una queja y una reclamación que tienen que hacerle tuitos. Ansina es que...
Pensativo quedó un instante Garzón. Comprendió que Juan no mentía.
-¿Queja? ¿Reclamación? ¿Qué negocio tengo yo con ningún bicho?
-Yo le di el parte, patrón: usté sabrá lo que hace.
Ese día anduvo bastante concentrado don Marcelino. De noche conversó con la almohada, como se dice. Y en cuanto amaneció hizo llamar al negro.
-Muy bien -le dijo- viá dir al monte. Pero viá dir con el coronel Penén y el alcalde Ortega. No vaya a ser custión que por falta de autoridá... Anda, pues, y decile a don Aguará que mañana a las diez estamos en el abra.
Y esa fue la hora en que llegaron al punto de cita. Flanqueándolos iba Juan Amorin.
En verdad imponía respeto el espectáculo. El abra era como un inmenso anfiteatro cuyo semicírculo estaba tapado de animales. Presidían la asamblea el yaguareté, el aguará, un ñandú y un lechuzón.
En el bicherío, antes de la reunión, había habido una discusión muy tejida sobre quién tomaría la palabra. Se pensó en el burro, un burro evadido de la hacienda de Garzón, por su conocimiento del hombre. Pero fue rechazado por unanimidad ante las palabras del zorro, que dijo:
-Yo sé que -es viviente muy sabido, que como abogao no tiene par, y que sabe como naides las projundidades del cristiano; pero también muy aficionao a llevarle la contra a tuito. A lo pior se empaca y nos revienta el pastel. No sirve.
Alguien propuso al propio zorro que expuso esto. Pero el lechuzón terció:
-Desculpame, Juan; pero estás muy desprestigiao con el hombre. ¿Con qué razón le vas a salir y con qué respeto te va a oir si te pasás mortificándolo robándole guascas y gallinas, y haciéndole otros bandidajes?
El yaguareté no quiso ser el portavoz.
-En una de esas -manifestó-, me caliento, pego un alarido y se arma un batuque que ni el mesmo diablo dentra a bailar en él. No, no hablo.
Al fin se decidieron por el aguará.
Llegaron, pues, los cuatro hombres con los caballos empinándose, pues en el tufo del bichaje estaba claro y agudo el del tigre. Juan quedó aparte con ellos sosegándolos y vigilándolos. Y se levantó. Imponente y bronca, la voz de don Aguará:
-Siéntense en ese tronco de ceibo, que por ser el más blando se lo dejamos pa ustedes.
Sentáronse los tres hombres. Hubo un impresionante silencio de expectativa.
-Güeno -dijo el estanciero- lo que se ha de decir que se diga.
Entonces don Aguará se compuso el pecho y comenzó:
-Si señor, se dirá. La custión va a ser corta como explicación de bruto, pero no por eso menos rial y verdadera. Queremos saber, tuitos los bichos queremos saber, por qué razón y causa ustedes los cristianos son tan sin yel y tan sanguinarios. ¿Por qué matan tuito lo que se les pone a tiro de pistola o jusil, de puñal o facón? Supongo que a nosotros Dios nos hizo pa vivir en paz; pues no señor, vivimos con el Jesús en la boca. En cuanto sentimos catinga a hombre, y cada vez la sentimos más juerte, se nos encogen las achuras esperando que retumbe el tiro; y no tenemos patas que nos alcancen pa ganar ande sea, cueva o salamanca, y a veces hasta azotamos en l'agua pa sacarles el cuerpo. Carnean dende la vaca a la perdiz, dende el chancho a la mulita, dende el pato al bagre. Si juera a mentar a tuito lo que le meten cuchillo me faltarían bichos, porque ni el lagarto se les escapa, ni el mesmo trabajo de las avispas. ¡Y entodavía tienen chacras y quintas! ¿Es que no les alcanza, pa atiborrarse. con los zapallos, los choclos, los repollos y los moñatos, por nombrar algo, y por el otro lao con las sandias, las peras, las naranjas y los butíases, por también nombrar algo? ¿Qué tenemos que ver nosotros con la mesa de ustedes? ¿Lo hacen por hambre o por desalmaos? ¡Respondan, canejo!
Ese canejo que saltó de boca de don Aguará fue escalofriante.. Los hombres se achicaron, los caballos caracolearon, hasta el yaguareté lo sintió en el hígado... cuando se oyó clara y sonora, la voz del burro, el único no invitado para aquella asamblea.
-Me extraña, don Aguará, que un viviente tan bien asentao como usté se haiga prestao pa este tiatro...
Y allí asomó el burro, avanzó y se plantó entre los de la presidencia. Ni tiempo a tragar saliva les dio. Volvió a sonar su voz:
-¿No saben -ustedes, dende el bicho más chico al más encorpao, dende el más manso al más fiero, quién es el hombre? Pues ya lo debían saber, porque éste es un rosario que viene dende los bisagüelos pa atrás cien bisagüelos más. ¡Que el hombre mata, y carnea, y achura, y cuerea, y pela y escama, y deja secos lechiguanas y camuatíses ¿De qué se asombran, qué canejo reclaman? ¿No sabed que él va más lejos que eso entodavía? ¿No se matan entre ellos mesmos? La mujer de don Garzón, ¿no dejó ética una pobre negrita de una soba que le dio? ¿El coronel Penén -aquí presiente- no ahorcó con un a tambre a uno porque traía cinco kilos de tabaco en las maletas y no le quiso dar tres que le reclamó? ¿El alcalde Ortega -aquí presiente- a su mujer -que era más -güena que ración de maíz- no la hizo emigrar no se sabe pa dónde, pero se carcula que pa muy lejos, pa acollararse con una mulata jedionda? Y el mesmo don Garzón -aquí presiente- aprovechando la chirinada dc hace dos años ¿No mandó degollar al pulpero Trías pa terminar con la cuenta que le debía? Y no sigo la lista que es más larga y trenzada que lazo de dieciocho brazas, porque a cada cual de los nombraos les he mentao una sola de sus muy muchas fechurías que han cometido, y contando que cada hombre que pisa la tierra es igualito a los presientes. ¡Y aura ustedes se salen riuniendo pa reclamar muertes, y mentar zapallos y otros yuyos?
Calló el burro. Se sentía clarito el volar del mosquerío y el resuello de todos. Uno por uno fueron desapareciendo los bichos, convencidos del disparate hecho. Media hora después en el abra estaban solos los tres hombres sobre el ceibo caído, mudos e inmóviles. El alcalde Ortega lanzó un gran suspiro, levantó la cabeza y murmuró:
-¡Este burro me ha avergonzao del tuito!- La verdá es que seamos unos forajidos...
El coronel tuvo como un sobresalto, salido del fondo de su conciencia, quizá, si es que la tenía. Exclamó:
-A mí también, alcalde. Habló como un dotor ese burro..
Entonces Garzón reaccionó. Se irguió y dijo:
-Lo que pasa es que este burro jué criao en mi estancia. Una vez se empacó en el carro y yo mesmo le estaba deshaciendo un garrote en el lomo cuando reventó los tiros, aventó como a diez cuadras el carro y ganó la sierra. Lo hubiera seguido ese día, le hubiera metido una bala en el mate, y los bichos y nosotros no hubiéramos oído lo que hemos óido. ¡Miren en lo que hemos venido a cáir!
Entretanto el zorro trotaba, estallando de cólera, entre don Aguará y don Yaguareté.
-¿No les dije -hablaba- que este perdulario iba a reventar el pastel? Aura, con lo que le dijo a los hombres, vamos a tener que emigrar o meternos en el fondo de la Laguna del medio. ¿Les tocó tuitas las mataduras y el corcoveo va a ser fiero!
-Mirá, Juan, callate. Hicimos una barbaridá y ya está hecha. Y te viá decir esto: vos sos quien menos puede alegar. El hombre cría pollos y vos se los pelás muy orondamente sin pagar cercos ni raciones. Por eso a veces uno de ustedes aparece con el lomo rociao de una chumbiada, lo que está muy bien hecho.
El burro llegó a su rancho, donde tenía su patrona. Cuando ésta le preguntó cómo le había ido, contestó:
-De bien tres jemes pa arriba. ¡Vieras la cara que pusieron tuitos, bichos y hombres, cuando les canté las cuarenta!
El negro Juan Amorín había quedado solo en el monte, como petrificado, sentado en el suelo junto a su caballo. Estaba espantado y al mismo tiempo dolorido de lo que dijo el burro, que era una verdad sin levante. Y después de una trágica cavilación, como podía elegir entre ser racional o irracional por su calidad de lobizome, decidió terminar su vida siendo bicho, cualquier bicho... Y con su caballo de tiro se internó en la sierra.


José Monegal fue un cuentista, periodista y ensayista nacido en Melo -  Cerro Largo. Su narrativa de género gauchesco tiene como escenario al mundo rural , en particular la zona fronteriza con Brasil. 
 (25 de julio de 1892 - 4 de noviembre de 1968)

martes, 6 de septiembre de 2016

Juan Polti, half-back


                                                            Horacio Quiroga


Cuando un muchacho llega, por a ó b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.
Tal es el caso de Juan Polti, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía además una cabeza muy dura, y ponía el cuerporígido como un taco al saltar; por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.
Polti tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicándolo enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Polti fue feliz.
Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Polti deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto:
-Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado.
Él quería decir blasón, pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.
Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas, y una casa que él visitaba.
La gloria lo circundaba como un halo.
"El día que no me encuentre más en forma -decía-, me pego un tiro".
Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contra-lanzar una pelota de fútbol que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sonante, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido. Hay pequeñas roturas, pequeñas congestiones, y el resto. El half-back cabeceaba toda una tarde de internacional. Sus cabezazos eran tan eficaces como las patadas del team entero. Tenía tres pies, ésta era su ventaja.
Pues bien: un día Polti comenzó a decaer. Nada muy sensible, pero la pelota partía demasiado a la derecha o demasiado a la izquierda; o demasiado alto; o tomaba demasiado efecto. Cosas éstas todas que no engañaban a nadie sobre la decadencia del gran half-back. Sólo él se engañaba, y no era tarea amable hacérselo notar.
Corrió un año más, y la comisión se decidió al fin a reemplazarlo. Medida dura, si las hay, y que un club mastica meses enteros; porque es algo que llega al corazón de un muchacho que durante cuatro años ha sido la gloria de su field.
Cómo lo supo Polti antes de serle comunicado, o cómo lo previó -lo que es más posible- son cosas que ignoramos. Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 2 cumplía años ella y se acabó.
Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti hacia media noche. Estuvo alegre y decidor como siempre. Estuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió.
Esto es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acostado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco.
En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía: "Querido doctor y presidente: Le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Usted sabe, mi querido doctor, por qué hago esto. ¡Viva el club Nacional!".

1) Este cuento fue escrito por Horacio Quiroga inspirado en el suicidio de Abdón Porte, ocurrido el 5 de mayo de 1918. Hoy una de las tribunas del Gran Parque Central, estadio del Club Nacional de Fútbol, lleva su nombre.


Horacio Quiroga,  cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo, radicado en Argentina. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.   (Salto, 31 de diciembre de 1878 - Buenos Aires, 19 de febrero de 1937)

Cuento para madres negras





                                      Mario Delgado Aparaín





El día en que nació Ananías, llovió. El agua corría por debajo del techo y se apagaba el fuego, se mojaban las camas, las ropas y pronto comenzó a llover sobre mojado.

Cuando nació Ananías tenía madre, nada más, y al poco tiempo, atardeciendo un sábado, se quedó sin ella porque murió de sufrir del corazón. Pero antes de morirse había cuidado de su hijo lo que había podido. El día que corrió el agua debajo de las camas, ella a medias conjuró el peligro de morir Ananías hecho una sopa, cortando brazadas de ramas verdes y tendiendo los catres encima. Pero al poco tiempo murió la madre, y Ananías no pudo recordar ni nadie le dijo de qué había muerto, aunque murió del corazón por no latir cuando debía haber latido.

Cuando casi se quedó solo y demasiado niño para levantarse por sí mismo del nido de trapos en que lo había dejado su madre, estuvo varios días sin probar alimento. Hasta que sin saber cómo ni cuándo, estuvo durmiendo en la falda de palo de una abuela aparecida con un jarro de leche, de la que casi no probó porque no sabía lo que era, hasta que la abuela le dijo que era la mejor para los niños, porque era leche de yegua.

Ananías se dio cuenta enseguida de lo distinto que era su abuela de su madre. Salivaba como dicen que escupen los guanacos de la cordillera, y en vez de decir rancho decía bohío, y en vez de queso, leche condensada, y en vez de Ananías, negro de mierda.

Sin acordarse qué día era, la vieja le trajo la yegua al rancho, porque le hacía mal en las piernas caminar todos los días un poco, caminar y buscar la leche, y desde ese día la barriga de Ananías comenzó a abombarse y se reía como un grillo la abuela, porque sentía la seguridad de que lo estaba criando bien. Y para que lo apreciara lo llevaba al pie del animal para que viera cómo lo ordeñaba y de pronto aprendía.

Un día, mientras Ananías y un perro amarillo y un prodigio de flacura esperaban la leche de la mañana junto a la abuela que afirmaba la frente en la verija y ordeñaba, a la yegua se le terminó la leche para siempre. La abuela la miró con rabia y se le revolvieron los ojos antes de soltarla, que se fuera si quería, porque ahora no servía ni para montarla, porque la abuela era muy vieja y Ananías era chico así.

Y mientras la vieja pensaba en cómo criar a Ananías, Ananías se crió solo, y para que la abuela no envejeciera tan rápido, le arrimó una silla, la sentó al lado del horno de hacer el pan que nunca se hizo, le soltó el moño que le llegó de plata casi al suelo y le puso en la falda una galleta dura para que fortaleciera los dientes un poquito todos los días, hasta que llegara la hora de dormir.

Entonces Ananías la tomaba entre sus brazos musculosos como culebras y cuidadosamente la dejaba en el nido de trapos que le había preparado su madre y la hacía dormir como si estuviesen sus huesos plegados dentro de su poca carne, arrullándola en un escandaloso silbido fronterizo, más bien brasileño que del lado de acá.

Y mientras la vieja madre de otra madre dormía por algo más de un día, sin ocurrírsele despertar, Ananías hizo la chacra y plantó el maíz, creció el maíz, cortó, desgranó, embolsó, llevó, vendió, gastó y cuando volvió, la abuela ya estaba despierta.

Ese día, la abuela lloró como una niña de cuatro años y a veces más, porque cuando Ananías volvió, estaba muy viejo, le quedaban dos pequeñas matas de motas sobre las orejas, y entre una barba de negro muy blanca, se veía con facilidad que ya se le había caído el último diente y la muela siguiente. Entonces fue la abuela la que desde ese día tuvo que hacer la tarea y cuidar los bienes de Ananías y tender la ropa al sol; blanqueó el rancho, la tostó el sol, se le ensancharon los pechos y muchas de las arrugas se las llevó el viento del verano.

Ananías, que permaneció inmóvil de tan viejo sobre la misma silla de la abuela, también comió galleta dura y hasta maíz pisado; pero fue en vano, porque los dientes no le volvieron a nacer, ni nada de lo que ya era viejo. De a poco comenzó a enfurecerle la soledad y el verano, mientras al tranco transcurrían las horas monótonas de los mediodías y la abuela comía sandías en la chacra con un negro grandote, mientras a Ananías se lo comían las moscas y los tábanos.

Y de pronto, rapidísimo, el calor de aquella intensidad reprimida se hizo sentir y como si tal cosa los años desandaron su torpe camino. Precisamente antes que las primeras heladas tuviesen por fuerza que venir, el maíz de la chacra volvió a nacer sin que nadie lo plantara. Ananías recobró algunos de sus dientes, y a la abuela se le redondearon las rodillas y sus muslos ya no fueron de palo, ni tuvo más que escupir como esos animales andinos, porque Ananías se lo prohibió terminantemente el día que decidió barrer todos los días el patio y encender el horno y comer el pan en las madrugadas de lluvia, mientras la abuela dormía sobre el lomo amarillo del perro que miraba ordeñar la yegua.

Y un día, mientras corría el agua bajo las camas y afuera ladraba la tormenta y era más bien la medianoche, sucedió lo inevitable. En el mismo nido de trapos en que había llegado a este mundo, Ananías vio nacer a su madre.


Mario Delgado Aparaín,nació en  Florida,  en 1949. 
Escritor, docente, periodista y gestor cultural, es autor de seis libros de cuentos, y de seis novelas.  La balada de Johnny Sosa (1987, Primer Premio Municipal de Literatura de Montevideo), Por mandato de madre (1996, Premio Foglia de Novela), Alivio de luto (finalista del Premio Internacional Alfaguara y del Premio Rómulo Gallegos 1998), No robarás las botas de los muertos (Premio "Bartolomé Hidalgo" de la Feria Internacionaldel Libro de Montevideo, 2003.En el año 2002, recibió el Premio Instituto Cervantes del Concurso "Juan Rulfo" de Radio Francia Internacional, por el cuento Terribles ojos verdes