viernes, 29 de julio de 2016

El pajarito del domingo



      

María de Monserrat

Mi mejor amiga es Pepita, la hija de los carboneros. Tuve que dar muchas explicaciones a mi familia por esta preferencia y probar que tal amistad no me convierte en una chica sucia y desprolija, que no pierdo mis buenos modales ni nada de lo superior que se esfuerzan por inculcarme.
El lugar más limpio que conozco, y el más cómodo, es la trastienda donde viven los carboneros. Antes hay que pasar por la negrura y el tizne. Pero creo que no debe ser sólo por el contraste que allá lo blanco es más blanco que en cualquier otro sitio.
Y cuando Pepita está enferma, admiro sus sábanas dóciles y crujientes, según como ella se revuelve parecen rodearla de países fragantes y soleados. La cama esmaltada no tiene ninguna saltadura y el mosquitero que se frunce en lo alto, dentro de una corona de bronce, está arreglado como un velo de novia.
Yo me quedaría para siempre en esta casa, por los cromos de las paredes, por las ventanas y sus cortinas recogidas con moños de cinta desde donde se ve un patiecito lleno de plantas. Aquí se está bien, por frío que esté afuera y siempre hay agua pronta para el té sobre el calorífico de cisco. Se habla poco, las personas son amables y reposadas, no se les nota que les falte por completo la educación como aseguran en casa.
¡Estamos tan contentas! Hoy es sábado y ya hicimos los deberes del lunes. Pepita me ayudó en una redacción y yo la ayudé en los ejercicios de aritmética. Mañana iremos, como todos los domingos, a la feria grande con mí tía Melita y a más de curiosear, de comer bizcochos y comprar calcomanías, elegiremos un lindo pajarito.
Una mañana fría pero hermosa; tenemos los cachetes colorados, los pies calientes, las manos algo paspadas. Mi tía Melita nos ha comprado bizcochos y un bastón de caramelo a cada una. Nosotras cargamos con la cesta llena de naranjas y ella se oculta de los piropeadores con un gran ramo de dalias matizadas. Ahora vamos al puesto de los pájaros. El hombre nos conoce pero nunca es muy amable. Se pone hosco y pregunta: ¿Van a llevar lo mismo? Yo propongo que esta vez llevemos un cardenal. ¡Son tan vistosos! Sobre todo los de penacho rojo. Se lo ruego. Pero mi tía Melita levanta los hombros como hace cuando no vale la pena contestar. Los mistos parecen recién casados, chocan continuamente contra los alambres. Hay pájaros menos chúcaros y más bonitos. No digo comprar un canario, sería pedir mucho, pero tal vez un gargantillo. ¿Por qué no un gargantillo? Mi tía levanta los hombros por segunda vez y ya no me atrevo a proponer nada más. «Será como siempre -le susurro a Pepita- no tienen un poco de imaginación». Aquí está. Un misto ruin y descolorido. Lo ponen dentro de una bolsa de papel que tiene un agujerito para la respiración. Se la cedo a Pepita; con su mano libre la lleva con muchísimo cuidado. En la puerta nos despedimos para vernos más tarde. Pero ahora Pepita pide algo. «¿No me dejaría ver la pajarera de los mistos, señora?» Mi tía Melita va a contestar con alguna palabra cortante, lo piensa mejor y dice: «¿Quieres verla? Pasa, pasa».
Pepita camina entre nosotras, admirada. Le gustan los sillones de mimbre, tan blancos y floridos, las palmas en sus soportes de mayólica, y más que nada el vitral del techo por el que bajan todos los colores que existen. Estoy contenta. Creo que ya la admitirán de vez en cuando. Llegamos al segundo patio. Le murmuro a mi amiga: «Ahora vas a conocer a toda la familia». Mi madre sale de la cocina secándose las manos, mi tío se levanta con su libro bajo el brazo, mi abuela sale de su cuarto apoyada en el bastón. Todos nos acercamos a la jaula. Tía Melita arrebata a mi amiga la bolsa de papel. Ella se sobresalta y la mira asombrada, aún sin entender.
¡Aquí tienes el pajarito de los domingos, mi goloso! Con su habilidad de siempre, tía Melita abre la puerta de la jaula al mismo tiempo que rasga el papel. El misto entra. ¡Tan feíto él! Después de un loco revoloteo le viene el chucho como a los otros. El caburé lo mira. Hincha su pechera blanca, levanta su cola rayada. ¡Es tan gracioso! Giro hacia Pepita y veo a una desconocida. ¿Pero qué le pasa? Retrocede alocada. ¡Casi hace caer a mi abuela! Ahora corre atropelladamente. ¡Pepita! ¡Pepita! Quiero ir tras ella pero me lo impiden.
Se ha ido gritándonos algo horrible. ¡Dios mío! El primer día que entraba en esta casa y que le dejábamos ver todo, hasta el precioso caburé en su momento más interesante. «¿Qué te decíamos, eh? Ya sucedió. La carbonerita ha mostrado su hilacha.»
Ahora cada uno vuelve a lo que estaba haciendo antes. No puedo menos que avergonzarme. A causa de Pepita se han perdido la mayor distracción del domingo. El caburé ya se ha zampado la cabecita del misto. Y lo demás no vale tanto la pena. FIN 

María de Montserrat Nació en CamagüeyCuba, pero sus padres se instalaron en Uruguay dos años más tarde. A los 17 años, publicó Arriates en flor, un libro de poemas donde puede descubrirse cierta influencia de Juana de Ibarbourou pero donde más brilló fue en el relato muy breve. En 1951 se estrenó una obra teatral suya, Intermitencias, dirigida por Margarita Xirgú. Entre el 24 de febrero de 1976 y hasta la fecha de su fallecimiento, ocupó el sillón «Bartolomé Hidalgo» en la Academia Nacional de Letras del Uruguay. En 1999, en el Volumen No. 174 de su Colección de Clásicos Uruguayos, la Biblioteca Artigas ha publicado El País Secreto, obra escrita en 1977. Fue galardonada con el Premio Candelabro de Oro otorgado por la B'nai B'rith Uruguay. Fue la madre de la historiadora Marta Canessa, esposa del expresidente uruguayo Julio María Sanguinetti.

(Camagüey, Cuba, 4 de agosto de 1913 - Montevideo, Uruguay, 23 de agosto de 1995)