María
de Monserrat
Mi mejor amiga es Pepita, la hija de los carboneros.
Tuve que dar muchas explicaciones a mi familia por esta preferencia y probar que
tal amistad no me convierte en una chica sucia y desprolija, que no pierdo mis
buenos modales ni nada de lo superior que se esfuerzan por inculcarme.
El lugar más limpio que conozco, y el más cómodo, es
la trastienda donde viven los carboneros. Antes hay que pasar por la negrura y
el tizne. Pero creo que no debe ser sólo por el contraste que allá lo blanco es
más blanco que en cualquier otro sitio.
Y cuando Pepita está enferma, admiro sus sábanas
dóciles y crujientes, según como ella se revuelve parecen rodearla de países
fragantes y soleados. La cama esmaltada no tiene ninguna saltadura y el
mosquitero que se frunce en lo alto, dentro de una corona de bronce, está
arreglado como un velo de novia.
Yo me quedaría para siempre en esta casa, por los
cromos de las paredes, por las ventanas y sus cortinas recogidas con moños de
cinta desde donde se ve un patiecito lleno de plantas. Aquí se está bien, por
frío que esté afuera y siempre hay agua pronta para el té sobre el calorífico
de cisco. Se habla poco, las personas son amables y reposadas, no se les nota
que les falte por completo la educación como aseguran en casa.
¡Estamos tan contentas! Hoy es sábado y ya hicimos los
deberes del lunes. Pepita me ayudó en una redacción y yo la ayudé en los
ejercicios de aritmética. Mañana iremos, como todos los domingos, a la feria
grande con mí tía Melita y a más de curiosear, de comer bizcochos y comprar
calcomanías, elegiremos un lindo pajarito.
Una mañana fría pero hermosa; tenemos los cachetes colorados,
los pies calientes, las manos algo paspadas. Mi tía Melita nos ha comprado
bizcochos y un bastón de caramelo a cada una. Nosotras cargamos con la cesta
llena de naranjas y ella se oculta de los piropeadores con un gran ramo de
dalias matizadas. Ahora vamos al puesto de los pájaros. El hombre nos conoce
pero nunca es muy amable. Se pone hosco y pregunta: ¿Van a llevar lo mismo? Yo
propongo que esta vez llevemos un cardenal. ¡Son tan vistosos! Sobre todo los
de penacho rojo. Se lo ruego. Pero mi tía Melita levanta los hombros como hace
cuando no vale la pena contestar. Los mistos parecen recién casados, chocan continuamente
contra los alambres. Hay pájaros menos chúcaros y más bonitos. No digo comprar
un canario, sería pedir mucho, pero tal vez un gargantillo. ¿Por qué no un
gargantillo? Mi tía levanta los hombros por segunda vez y ya no me atrevo a
proponer nada más. «Será como siempre -le susurro a Pepita- no tienen un poco
de imaginación». Aquí está. Un misto ruin y descolorido. Lo ponen dentro de una
bolsa de papel que tiene un agujerito para la respiración. Se la cedo a Pepita;
con su mano libre la lleva con muchísimo cuidado. En la puerta nos despedimos
para vernos más tarde. Pero ahora Pepita pide algo. «¿No me dejaría ver la
pajarera de los mistos, señora?» Mi tía Melita va a contestar con alguna
palabra cortante, lo piensa mejor y dice: «¿Quieres verla? Pasa, pasa».
Pepita camina entre nosotras, admirada. Le gustan los
sillones de mimbre, tan blancos y floridos, las palmas en sus soportes de
mayólica, y más que nada el vitral del techo por el que bajan todos los colores
que existen. Estoy contenta. Creo que ya la admitirán de vez en cuando.
Llegamos al segundo patio. Le murmuro a mi amiga: «Ahora vas a conocer a toda
la familia». Mi madre sale de la cocina secándose las manos, mi tío se levanta
con su libro bajo el brazo, mi abuela sale de su cuarto apoyada en el bastón.
Todos nos acercamos a la jaula. Tía Melita arrebata a mi amiga la bolsa de
papel. Ella se sobresalta y la mira asombrada, aún sin entender.
¡Aquí tienes el pajarito de los domingos, mi goloso!
Con su habilidad de siempre, tía Melita abre la puerta de la jaula al mismo
tiempo que rasga el papel. El misto entra. ¡Tan feíto él! Después de un loco
revoloteo le viene el chucho como a los otros. El caburé lo mira. Hincha su
pechera blanca, levanta su cola rayada. ¡Es tan gracioso! Giro hacia Pepita y
veo a una desconocida. ¿Pero qué le pasa? Retrocede alocada. ¡Casi hace caer a
mi abuela! Ahora corre atropelladamente. ¡Pepita! ¡Pepita! Quiero ir tras ella
pero me lo impiden.
Se ha ido gritándonos algo horrible. ¡Dios mío! El
primer día que entraba en esta casa y que le dejábamos ver todo, hasta el
precioso caburé en su momento más interesante. «¿Qué te decíamos, eh? Ya
sucedió. La carbonerita ha mostrado su hilacha.»
Ahora cada uno vuelve a lo que estaba haciendo antes.
No puedo menos que avergonzarme. A causa de Pepita se han perdido la mayor
distracción del domingo. El caburé ya se ha zampado la cabecita del misto. Y lo
demás no vale tanto la pena. FIN
María de Montserrat Nació en Camagüey, Cuba,
pero sus padres se instalaron en Uruguay dos años más tarde. A los 17 años,
publicó Arriates en flor, un libro de poemas donde puede descubrirse
cierta influencia de Juana de Ibarbourou pero donde más brilló fue en el relato
muy breve. En 1951 se estrenó una obra teatral suya, Intermitencias,
dirigida por Margarita Xirgú.
Entre el 24 de febrero de 1976 y hasta la fecha de su fallecimiento, ocupó el
sillón «Bartolomé Hidalgo»
en la Academia
Nacional de Letras del Uruguay. En 1999, en el Volumen No. 174 de
su Colección
de Clásicos Uruguayos, la Biblioteca Artigas ha publicado El
País Secreto, obra escrita en 1977. Fue galardonada con el Premio
Candelabro de Oro otorgado por la B'nai B'rith Uruguay. Fue la
madre de la historiadora Marta Canessa, esposa del expresidente
uruguayo Julio María
Sanguinetti.
(Camagüey, Cuba, 4 de agosto de 1913 - Montevideo,
Uruguay, 23 de agosto de 1995)