miércoles, 29 de junio de 2016

El hombre del túnel



                                Armonía Somers

Cuento para confesar y morir

Iba saliendo de aquel maldito caño -un tubo de cemento de no más de cincuenta centímetros de diámetro en el que había tenido el coraje de meterme para atravesar la carretera- cuando lo conocí. Contaba entonces siete años. Eso explicará por qué, si es que se puede cruzar normalmente una senda, alguien pensara en la angosta alcantarilla como vía. Y que todo el sacrificio de aquel pasaje inaudito, agravado por la curva de la bóveda, fuese para nada, absolutamente para y por nada.
Reptando a duras penas, oliendo con todos los poros el vaho pútrido de la resaca adherida a la superficie, logré alcanzar la mitad del tubo. Fue en ese preciso punto de caramelo de la idiotez cuando sucedieron varias cosas, una de ellas completamente subjetiva: el pensar que pudiera aparecerse de golpe algo terrorífico, desde víbora a araña, siendo imposible el giro completo del cuerpo, y debiéndose imaginar la marcha atrás como una persecución frontal por el monstruo. Entonces, y ya instaurada para siempre la desgracia de la claustrofobia, se advirtieron estos dos leves indicios compensatorios: ver aproximarse cada vez más la boca del caño a la punta de mi lengua y vislumbrar los pies de un hombre, al parecer sentado sobre la hierba, según la posición de sus zapatos.
Es claro que ni por un momento caí en pensar que era yo quien había estado buceando hacia todo, sino que las cosas se vendrían de por sí, a fuerza de tanto desearlas. (Dios, yo nunca te tuve, al menos bajo esa forma de cómoda argolla de donde prenderse en casos extremos, ni siquiera como la cancelación provisoria del miedo). Así, solamente asistida por una imagen circular y dos pies desconocidos, fue cómo llegué a la boca de la alcantarilla, hecha una rana bogando en seco, y exploré la cosa.
El hombre de las suelas, gruesas y claveteadas en forma burda, estaba sentado, efectivamente. Pero no sobre la hierba, sino en una piedra. Vestía de oscuro, llevaba un bigote caído de retrato antiguo y tenía una ramita verde en la mano.
Mi salida del agujero no pareció sorprenderlo. Aun sin sacar todo el cuerpo, respirando fatigosamente y tatuada por la mugre del caño, debí parecerle un gusano del estiércol que va a tentar suerte al aire de los otros bichos. Pero él no hizo preguntas, no molestó con los famosos cómo te llamas ni cuántos años con que a uno lo rematan cuando es chico, y que tantas veces no habrá más remedio que contestar mostrando la retaguardia en un gesto típico. Si acaso intentó algo fue sonreír. Pero con una sonrisa de miel que se desborda. Y elaborada al mismo tiempo con los desechos de su propia soledad, quizás de su propio túnel, como siempre que la ternura se quede virgen en esta extraña tierra del desencuentro.
Entonces yo emergí del todo. Es decir, me incorporé enfrentándolo. De nuevo volvió él a echarme por encima aquel baño total de asentimiento, una especie de connivencia en la locura que me caló hasta los tiernos huesos.
Nadie en la vida había sido capaz de sonreírme en tal forma, debí pensar, no sólo completamente para mí tal una golosina barata cualquiera, sino como si se desplegase un arcoíris privado en un mundo vacío. Y casi alcancé a retribuírselo. Pero de pronto ocurre que uno es el hijo de la gran precaución. Hombre raro. Policía arrestando vagos. Nunca. Cuidado. Eran unas lacónicas expresiones de diccionario básico, pero que se las traían, como pequeños clavos con la punta hundida en la masa cerebral y las cabezas afuera haciendo de antenas en todas las direcciones del riesgo. Malbaraté, pues, el homenaje en cierne y salí a todo correr, cuanto me permitió e! temblequeo de piernas.
El relato, balbuceado en medio de la fiebre en que caí estúpidamente, se repitió con demasía. Y así, sin que nadie se diera cuenta de lo que se estaba haciendo, me enseñaron que había en este mundo una cosa llamada violación. Algo terrorífico, según se lograba colegir viendo el asco pegado a las caras como las moscas en la basura. Pero que si, de acuerdo con mi propia versión del suceso, podría provenir de aquel hombre distinto que había sonreído para mí desde la piedra, debía ser otra historia. Violación, hombre dulce. Algo muy sucio de lo que ellos estarían de vuelta. Pero sin que nada tuviese que ver con mi asunto, divisible solamente por la unidad o sí mismo, como esos números anárquicos de la matemática elemental que no se dejan intervenir por otros. Tanto que supuse que violar a una niña sería como llevársela sobre un colchón de nubes, por encima de la tierra suspicaz, a un enorme granero celeste sin techo ni paredes. Y a estarse luego a lo que sucediera.
Así fue cómo la imagen inédita de mi hombre permaneció inconexa, tierna y desentendida de todo el enredo humano que había provocado. Detuvieron a unos cuantos vagabundos, y nada. Mi descripción no coincidía nunca con harapos, piojos, pelo largo, dientes amarillos. Hasta que un día decidí no hablar más. Me di cuenta de que eran unos idiotas crónicos, pobres palurdos sin aventura, incapaces de merecer la gracia de un ángel que nos asiste al salir del caño. Y todo quedó tranquilo. Pero eso no fue sino el prólogo. Él reapareció muchas veces, se diría que siete, las suficientes para una completa terrenidad. Y aquí comienza la verdadera historia. El hombre de la acera de enfrente. El único que asistió a mi muerte. La revelación final del vacío.
Yo vivía entonces en una buhardilla. La había elegido por no tener nada encima ni a los costados, una especie de liberación inconsciente del túnel, por si esto fuera saber sicoanalizarse. Una vez, luego de cierta enfermedad bastante larga, abrí la ventana para regar unas macetas y lo vi. Sí, lo vi, y era el mismo. Con tantos años más encima, y no había cambiado ni de edad, ni de traje, ni siquiera de estilo en el bigote. Se hallaba parado junto a una columna y, aunque nadie pudiese creerlo, tenía la misma ramita verde de diez o doce años atrás en la mano. Entonces yo pensé: esta vez será mío. Sólo que su imagen no tendrá profanadores, no irá a caer en los sucios anales del delito común, al menos siendo yo quien lo entregue... En ese preciso golpe mental de mi pensamiento, él levantó la cabeza, desde luego que reconociéndome, y volvió a sonreírme como en la boca del túnel. (Dios mío, haz que no se pierda de nuevo —dije agarrándome de la famosa argolla del ruego—. Otros tantos años después del después no serían lo mismo. Sólo tiempo de bajar a decirle que yo no lo acusé. Y no únicamente eso, sino todo lo demás, las dulces historias que su presunta violación había sido capaz de provocar más tarde, en toda soledad que Tú desparramases bajo el cielo, cuando las horas eran propicias y las uvas maduraban en sus auténticos veranos...).
Tomé el teléfono y marqué el número del negocio vecino al lugar donde él había reaparecido.
-Perdone -dije contrariando mi repugnancia a este tipo de humillaciones- habla la estudiante que vive en el último piso de enfrente...
 -Sí... ¿Y?
-Bueno, usted no lo podría comprender. Quiero, simplemente, que salga y diga a ese hombre vestido de oscuro y con una ramita en la mano que está junto a la columna, que la muchacha que regaba las macetas es aquella misma chiquilla del túnel. Y que ya baja a encontrarlo, que no vaya a perderse de nuevo a causa de los cinco pisos que deberá hacer para reunírsele. ¡Corra, se lo suplico!
-Nada más, ¿eh? — se atrevió a preguntar el tipo.
-Vaya de una vez -le ordené con una voz que no parecía salir de mis registros- lo espero sin cortar. ¡Es que ya no podrían pasar de nuevo los mismos años, nunca es el mismo tiempo el que pasa!
Mis incoherencias, la locura con que le estaría machacando el oído, lo hicieron salir a la calle. Le observé mirar hacia el punto preciso que yo había indicado, mover la cabeza negando, y aumentar después el área de reconocimiento. Al cabo de unos segundos, y mientras yo veía aún al forastero en la misma actitud, volvió con esta estúpida rendición de noticias:
-Oiga, ¿por qué no se guarda las bromas para otro? Junto a la columna no hay ningún tipo, ni nada que se le parezca. Esto no es un episodio del hombre invisible, qué diablos...
-¡Bromas las que quiere hacer usted, no yo -le grité histéricamente- está aún ahí, lo sigo viendo!
-Eso si no agarró las de villadiego al ver que yo o usted lo habíamos pescado a punto de robarse mi bicicleta, ¿no?
-¡Cállese, pedazo de bruto!
-O las de cruzar la calle, no más -agregó tomándose confianza- para trepar de cuatro en cuatro a su altillito... Porque yo siempre pienso que usted duerme ahí demasiado sola y que cualquiera sería capaz de ir a acompañarla con gusto...
Le corté el chorro sinfín de la estupidez con que amenazaba inundar el mundo. Y hasta descubrir quién sabría qué conexiones secretas con los demás, los de aquel tiempo qué se me había ido perdiendo entre uno y otro año nuevo, llevándose sus caras. Por breves minutos de marcha atrás, volví a sentir mi aire abanicado por sus alientos, algunos como el del parto de las flores, pero otros tan iguales al de esas mismas flores cuando se pudren, que casi hubiera sobornado a la muerte para que se los arrastrara de nuevo.
Fue entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que ellos me tendían. Y en forma vaga llegué a intuir que ni yo misma estaría libre de caer en sus fabulaciones, que era necesario liberar también al hombre de mí propio favor simbólico, tan basto como el de cualquiera.
Cerrado, pues, el trato definitivo, y mientras él seguía en la misma actitud de contemplación, sin enterarse siquiera de que el dueño de la bicicleta la sacaba del apoyo de la columna llevándosela al interior de la tienda, yo salí como una sonámbula hacia la escalera.
Iría, quizás, hablando sola, o contraviniendo la velocidad normal, o en ambas cosas a la vez, cuando la mujer de color indefinido que subía resoplando con un bolso lleno de provisiones en la mano, se interpuso en mi camino. Ya antes de pretender su prioridad, se me había hecho presente con un olor como de escoba mojada con que traía inundado el pasillo. La estaba imaginando en una pata, yéndose a la oscuridad de la rinconera a colgarse sola por una argollita de hilo sucio que ella misma se habría atado en la ranura del cuello, cuando persistió en tomarse toda la anchura del pasaje. Luchábamos por el espacio vital, sin palabras, a puro instinto de conservar lo más caro, ella su vocación de estropajo, yo la boca del túnel donde iba a hallar de nuevo algo que me pertenecía, cuando no tuve mas remedio que empujar. Sí, empujar, qué otra cosa. Dos veces no va uno a dejarse interferir por nadie, mientras hace equilibrios en la cuerda tirante del destino sobre las pequeñas cabezas de los que miran de abajo.
Y llegó ella primero que yo, es claro. Cuando la volví a ver en el último descanso, mirándome fijamente con dos ojos de vidrio entre el desparramo de sus hortalizas, ya era tarde. El hombre había desaparecido. No diré que para siempre. Mas su periodicidad, contándose desde mi violación a mi primer crimen, luego a las otras menudencias de las que él fue también principal testigo, y en las que siempre los demás actuaban de desencadenantes, se me llevó pedazos de la pobre vida que nos han dado. Es que uno merodea por años alrededor de ese algo que nos van a quitar, y luego hasta tiene valor para esperar a que el vino se ponga viejo. Así, cuando mucho tiempo después cambié las escaleras por ascensor automático, y nadie supo en el piso de dónde venía la mudanza, casi llegué a saludar a una mujer parecida a mí que se echaba hacia atrás los cabellos en un espejo del pasillo. Dios mío, iba a decir ya como alguna otra vez en las apuradas. Pero recordé de pronto el peor y el mejor de mis trabajos, aquel de quitarle limpiamente su hombre a una prójima desconocida. Y decidí que mi pelo ya desvitalizado era una cosa de poca monta para andar a los golpes en la última puerta en busca de lástima.
Hasta que cierto atardecer lluvioso, no podría decir cuánto tiempo después, el hombre del túnel volvió a aparecer en esa y no otra acera de enfrente, con el olfato de un perro maníaco que anduviera de por vida tras la pieza. Entonces yo decidí que nada en este mundo podría impedirme ya que me precipitase a su encuentro definitivo. Estaba así, sin intermediarios de ninguna especie, apretando el botón de la jaula, cuando vi recostada a la pared la escalera de emergencia.
-Eso es, lo de siempre -farfullé- la atracción invencible del caño, aunque la senda normal sea ahora ésta que va y viene verticalmente con su incuestionable eficacia propia.
De pronto, y mientras la puerta del ascensor se abría de por sí como un sexo acostumbrado, el pasamanos grasiento de la escalera se me volvió a insinuar con la sugestión de un fauno tras los árboles. El minuto justo para cerrarse la puerta de nuevo. Y yo hacia atrás de la memoria, cabalgando en los pasamanos tal como alguien debió inventarlos para los incipientes orgasmos, que después se apoderan de las entrañas en sazón, hasta terminar achicándose en los climaterios como trapo quemado.
-¡Sí! -grité de golpe, completamente libre ya de toda carga, incluso la de los otros, que también soportan lo suyo encima.
Aquel sí colgado del vacío, sin más significación que la de su arrasamiento, se quedó unos instantes girando en el aire de la caja con otros sí más pequeños que le habían salido de todo el cuerpo y me acompañaron hasta la puerta. Crucé luego la calle con el mismo vértigo con que había cabalgado la escalera, ajena a la intención de las ruedas que se me venían como si el mundo entero hubiese enfilado sus carros en busca de mis vísceras. Yo estaba sorda y ciega a todo lo que no fuera mi objetivo, el abrazo consustancial del hombre de la ramita verde que seguía parado allí, sin edad, omiso ante la obligación de correr como un loco detrás del tiempo. Fue entonces cuando pude ver fugazmente cómo el violador de criaturas, el ladrón, el asesino, el que codicia lo que no le fue dado, y el todo lo demás que puede ser quien ha nacido, abría los brazos hacia mí. Pero en una protección que no se alcanza si las ruedas de un vehículo llegaron primero. Lo vi tanto y tan poco que no puedo describirlo. Era como un paisaje tras los vidrios del tren expreso, con detalles que nunca se conocerán, pero que igualmente aterciopelan la piel o la erizan de punta a punta.
-Gracias por la invención de las siete caídas -alcancé a decirle viendo rodar mi lengua como una flor monopétala sobre el pavimento.
Entré así otra vez en el túnel. Un agujero negro bárbaramente excavado en la roca infinita. Y a sus innumerables salidas, siempre una piedra puesta de través cerca de la boca. Pero ya sin el hombre. O la consagración del absoluto y desesperado vacío.

                                                                   FIN
Armonía Liporeya Etchepare Locino, más conocida como Armonía Somers fue una novelista, cuentista, feminista uruguaya. Junto a la escritora Cristina Peri Rossi, es una de las cuentistas contemporáneas más destacadas de Uruguay a partir de la década del 50. En varios de sus trabajos se puede observar una mirada transgresora, visión que comparte con otras literatas como la chilena María Luisa Bombal o la Brasileña Clarice Lispector.
Asimismo, el seudónimo elegido por ella, "Armonía Somers", se debe por un lado a un deseo —comprensible en el marco de la sociedad puritana de entonces— de velar, al menos en un principio, la identidad verdadera de quien en 1950 publicó una novela eróticaLa mujer desnuda. (7 de octubrede 1914 - 1 de marzo de 1994)   


Plaza, 7223



                                          Enrique Amorin


Su voz me llega, como si surgiese del fondo de un pozo.


-...Me llamo Beleña. Veneno en femenino. Mi juego favorito: hacer girar el disco del automático, mi pequeña rueda de la fortuna. En la oscuridad, ensayo comunicaciones. Con los ojos cerrados, acierto con su cifra. Pero el juego, en las sombras, suele proporcionarme sorpresas desagradables. De pronto, oigo la dificultosa voz de un señor obeso, o despierto con mi llamado a una tranquila señora de esas que dejan caer de sus manos al dormirse alguna novela interesante. Soy algo así como una pescadora de almas, arrinconada en un cuartucho oscuro. Con el aparato en ristre, en la oscuridad -mar mayor nadie ha conocido- busco su voz, como una presa fácil. Si erro el número, me insultan, muerden mi oído palabrotas trasnochadas. Me estremezco, afino luego mi tacto y en la ruleta diminuta del disco, busco su cifra. Y me quedo llorando en la oscuridad, alargada en mi voz.


Llego a los más distantes sitios de la ciudad. A las diez, a medianoche, a la madrugada.


-....


-No desespero, no. Ud. responde, casi invariablemente al tercer llamado. En los guiones de silencio. cuando no acude Ud. en seguida. le veo venir como a un sacrificio. Esos pequeños intervalos entre una y otra llamada. me dan miedo. Hoy, acaba de levantar el receptor, en mitad de un campanillazo. El hilo plateado de la campanilla, se estira por su casa, se le mete en los oídos y lo arrastra hacia el aparato telefónico. No podría dejar de concurrir. Nada más doloroso en la vida moderna, que un llamado telefónico sin respuesta. Más fuerte que grito de auxilio. Más doloroso que clamor en el desierto. Mucho más dramático que todo eso. Porque un teléfono, es una puertecilla cenada, en donde de improviso llaman con los nudillos de los dedos, en menudos golpes. Tiene, mientras no se responde, algo de una mano que no acierta con el ojo de la cerradura...


-...


- Un pescador ve hundirse el corcho, diez, veinte veces. Tira y saca una rana. Entonces, arroja la presa despreciada, al río. Entre yo, pescadora de voces y las voces y las almas ajenas a mi intención, no hay intermediarios. Tal como con el automático. Oculta en mi habitación, estoy, con respecto a la lista de abonados, en la misma relación, que el pescador de caña frente a las aguas del arroyo.


-...


-Caen mis cabellos sobre el auricular. Pasa mi voz por entre las hebras de mi pelo. Veo, reflejada en el acero bruñido del aparato, mi boca. A veces. se aclara... Es como lacre deformado por el fuego. Cuando le escucho, como un sello. Cuando hablo en el cilindro niquelado mi boca da un reflejo de llama que se alza, baja, vibra...


-...


-¿Si río? Si río, avanza, reflejada, una mancha blanca: mis dientes.


-...


-A veces, si, dibujo mientras hablo o garabateo en un anotador. Al día siguiente, sé lo que he dicho, la crisis de mi alma, mi estado de ánimo, por los garabatos, por los dibujos. Como los sismógrafos, que registran ¡os terremotos, si, así.


-...


-¿No imagina otros medios para comunicarse conmigo? ¿Escribirme? ¡Ni una línea! Ni por Poste Restante, ni por "Correo sin estampillas", ni en "Personas buscadas".


-...


-Le perseguiré, le llamaré siempre. Conozco sus palabras cariñosas. He andado con ellas, como quien viaja con libros favoritos, de poemas conocidos. Sé sus gustos. He viajado por los países que más le agradan, He buscado los sitios donde se que gozó Ud. He ocupado las casas, las habitaciones por Ud. ocupadas. Si, en el Barrio Europa, en París... "El Caballo Blanco", Honfleur.


-...


-Sé mucho más aun. Conozco su tristeza que nadie conoce.


Su melancolía inconfesable, de hombre aparentemente feliz. Lo moral y lo físico. Desde su alma, a ese tic nervioso de...

¿Quién podía saber tanto de aquel hombre? Diez comunicaciones fueron tentadas. Buscaba su voz en las diez mujeres capaces de un llamado semejante. En ninguna de las comunicaciones apareció aquel timbre. Las voces interrogadas, le eran familiares. Las investigadoras referencias al llamado inquietante, caían en el vacío, sobre la ciudad, como volantes arrojados desde un avión.


Cinco mujeres, de las diez. eran incapaces dc un llamado intrigante. Dos, tan solo, conocían sus gustos. Entre las tres restantes, una sola había viajado: pero desconocía su tristeza. La última era poseedora dc su melancolía, pero ignoraba las ciudades, los sitios, las casas por él habitadas.


Descartadas las diez mujeres que acudieron a su memoria ya las cuales oyó la voz -ninguna de ellas era la de la intriga- largamente miró el teléfono, como un paseante cualquiera se detiene y queda absorto frente a una ventana cerrada con estrépito.

Abandona su coche. en una plaza de estacionamiento. Luego de andar unos pasos, vuelve su mirada al vehículo. Comprende que acaba de dejar algo así como un mueble de su casa. Escritorio o ''toilette". Escritorio, porque en los bolsillos del coche guarda borradores y cartas. "Toilette", porque al lado de esos papeles, está un lápiz de rouge, con iniciales y escudo que dejó caer en Paris, en una apresurada despedida, una princesa de un vago título ruso.


En realidad, más que allanarle su domicilio, aquel hombre comprendía que, en caso necesario, lo más eficaz sería, para la justicia, allanarle el automóvil.

En un diario de la mañana, insertó este aviso:

PERSONAS BUSCADAS
Beleña, la busca para aclarar puntos relacionados con su divorcio.


Ese mismo día, a las seis de la tarde, Beleña festejó por teléfono por supuesto, el intencionado aviso. Motivo de comentario alegre, originó la firma que figuraba al pie del aviso. Mas no pasó de allí la conversación. De pronto, cuando la voz de Beleña parecía hacerse confidencial, en el momento que se apagaba, como esas lámparas de las candilejas disminuyendo la luz en el instante sentimental de las comedias, de improviso, se oyó un ruido seco. El auricular, en la horquilla, como signo final de admiración.

Un sitio de estacionamiento cualquiera de ¡a ciudad. Alineados, varios automóviles. Una pareja de choferes, conversa, fuma, indiferente a la rosa roja que una mujer acaba de atar en el volante de uno de los coches. El humo de los cigarrillos cruza por las ventanillas, poniendo un ondulante gris sobre el rojo violento de la flor. A pocos metros de ella, pasan veloces vehículos, gentes apresuradas, mundo indiferente, a la flor y a la mano que allí la colocó.

Quien espera un llamado telefónico, acodado en una mesa de trabajo, se parece a un juez, atento a la revelación de un testigo inmutable.


Quien espera un llamado, mira de vez en cuando, las dos medias esferas brillantes de la campanilla. De allí, debe surgir el llamado. El par de campanillas, son dos ojazos salidos de las órbitas, con unas pupilas duras, fijas en la nada.


Quien espera un llamado telefónico, si en ello le va la vida, tiene frente suyo, sobre la mesa de trabajo, un centinela. Comienza por ser un soldadito de plomo. Luego, se agranda en la espera y es un pequeño monstruo informe. Todavía, no se parece a nada ni a nadie.


A la hora de esperar un llamado, el aparato puede transformarse en un compañero enlutado, mudo, que nos brinda una compañía de coupé camino del cementerio.


A las dos horas, aquel hombre ya había cruzado un par de palabras con su compañero.


El insomnio le hizo ver algo más que un compañero de velorio o de entierro. Le hizo hallar en el aparato telefónico, un signo difícil de explicar. ¿Qué misterio guardaba? ¿Qué negro camino, qué claridad de palabras, qué niebla de voces era capaz, repentinamente, de ofrecerle?


Se alejó unos pasos, unos metros. Salió de la pieza. Halló un espejo y se miró en él. Como vestía de frac -esperaba tan sólo el llamado para echarse a la calle- se observó atentamente la pechera, como todo hombre vestido dc etiqueta. En aquel impecable espacio blanco, aparecían diez pequeños agujeros, formando un círculo.


Su brazo derecho, caído, como si fuese tan sólo la manga que gravitase. Del otro lado.., ¡Oh, su figura, tenía la forma de un teléfono, de un aparato telefónico! Le pareció oír el timbre. Corrió hacia su pieza de trabajo. Al entrar; no vio el aparato. Pero, estaba sobre la mesa... Era sencillamente, que no llamaba. No sonaba el timbre, desde hacía tres meses. De aquel negro receptor, no brotaría esa noche la claridad de la voz de Beleña. Beleña, la amada, la que todo lo sabía, la que no ignoraba nada de su alma, la que podía hablarle de las marcas de sus camisas y pañuelos: de las corbatas y de los cuellos como de la marca de sus cigarrillos y del nombre de su peluquero. Beleña, quien sabia la más oscura y caprichosa de sus supersticiones, de la medalla, del amuleto, del dije, de la estampa: de su sueño más triste, de su alegría más íntima, de su verdad, de su mentira, del color de sus corbatas y del estante donde están los retratos y las cartas intimas, bajo de la pila limpia de los pañuelos.


Beleña, Beleña no llamaba.


Se arrinconó. Vio pasearse por la casa, por todas las habitaciones, un enorme teléfono, como un señor, como él, de frac. Iba de una pieza a otra. Le chistaba, le hacía señas y no olvidaba de llevarse la mano al botón de la pechera, como un nervioso hombre de frac. Reía. Hacía rechinar sus dientes. Arrastraba un hilo negro, como un cordón umbilical. Bostezaba, de pronto, estirando un brazo metálico, un gancho recio. O dejaba caer una manga del frac, vacía, horriblemente vacía, balanceándose al andar.


Llevaba la pechera agujereada por diez balazos, haciendo círculo, como perfectos impactos de un tirador del Casino. Iba, venia por la pieza, mientras él se paseaba por la habitación, también contemplándose en los cristales del ventanal que daba al parque. Las luces de los automóviles, al cruzan lanzaban las sombras de los árboles contra los cristales.


Beleña, Beleña no llamaba. Ella que lo sabia todo, que le había hablado de sus labios. Que le había dicho que su voz, antes de entrar en el auricular del teléfono, pasa por las hebras doradas de sus cabellos.
Beleña no llamaba. Y él, toda la noche con aquel señor de frac, con diez balazos en circulo y su cordón umbilical.

En "Poste Restante", no había nada a su nombre. En cambio, en las listas, constaban sus cartas, dirigidas a Beleña. Diez epístolas resguardadas por la frágil envoltura de un sobre.


En ruidos cuadernillos rectangulares, metió sus ojos. Recorrió listas abstrusas, de nombres extraños, de apellidos erizados de K. y W.


Por supuesto, las cartas dirigidas a Beleña, no habían sido retiradas. Ni podía retirarlas él, dueño de aquellas misivas de amor. Ni advirtiéndole a la empleada que sabia de memoria casi la totalidad de aquellas cartas.
¿Dónde irían a parar las amatorias esquelas que no son recogidas? Verdaderos tesoros de emoción, descansaban allí y se iban gastando con el tiempo. Perderían el color, la fragancia, hasta ser devoradas por el fuego.


Tal vez esas cartas, pensó, van a parar a una sección de la Policía de investigaciones. Allí un empleado está frente a una montaña de correspondencia. Todas ellas epístolas viejas, con seis meses de descanso en los casilleros del Correo. De allí, han pasado a manos de la policía, quien segura de hallaren ellas alguna pista, revisa la correspondencia sospechosa. Porque, "Poste Restante", es la posada del amor y del crimen.


El empleado, como un mucamo indiscreto de la posada, investiga esas cartas. Anota datos. Entresaca conclusiones. Comedias, dramas, tragedias, hilvana en deducciones. Recoge gritos desgarradores. Sorprende crímenes, corrupciones. raptos. Es un empleado cuya duración en el puesto depende de los hallazgos.


Poco a poco, se hinchará de horror ante tanta confesión y dolor de amar. Tal ve, le salve el paréntesis abierto en una carta, adornada de faltas de ortografía y sinceridad amatoria. Pero, su alma se recogerá de espanto, ante una amenaza de muerte, escrita con la mano izquierda. Los leones son zurdos.


El enamorado de Beleña descubre un sobre, de las proporciones y color de los suyos, en uno de los casilleros. Y le ve respirar como un ser vivo. Le ve moverse en el casillero, como una ostra en su concha.

Agotados los medios de comunicación con Beleña, aquel pobre abonado del teléfono automático, pasó días enteros junto a su compañero, confidente de otros días.


Durante seis meses, Beleña lo llamó, noche tras noche. Desde anunciarle ligeras indisposiciones, o el color de sus piyamas, Beleña había ido en su información, hasta contarle los secretos mayores. Si se quebraba una uña; si se le había corrido un hilo de las medias; si se aburría con los libros de Pérez de Ayala; sí el seguro le había pagado la última cuenta del radiador de su automóvil doblado en un choque; si era muy conversador su peluquero; si seguía prendada de las telas de Mariano Andreu ,si los cigarrillos turcos eran conseguidos a mejor precio; si tenía esperanzas o desengaños; si Chopin le fastidiaba cada vez más: todo se lo había comunicado a través de aquel aparato enmudecido ahora para las novedades de Beleña.


Antes, hasta al entrar en una librería, le solían decir:


-Acaban de llamar preguntando por Ud. Dicen que le vieron en el escaparate e insistirán dentro de un instante.


Al momento, mientras hojeaba un libro tomado al azar, le anunciaban el llamado de Beleña. Ella estaba a cincuenta metros de la librería, en una farmacia quizá, o tal vez en un almacén, grotescamente metida entre pilas dc latas de conserva.


En cierta ocasión, aprovechó una balanza que había sobre el mostrador del almacén de donde hablaba, para pesar su voz. Aseguró que al pronunciar una palabra cariñosa, se inclinaba el fiel de la balanza. Aquel juego la entretenía como ningún otro.


Noches hubo, de beber juntos, unidos por el teléfono, contando los sorbos, enumerando las bocanadas de humo que iba agregando una atmósfera confidencial a ambas habitaciones.


Ya iban más de treinta noches sin llamado de Beleña. Cada día que pasaba lo tornaba más pesimista. ¿Habría alguna razón para guardar aquel silencio'?


Pensó en un inocente encuentro. Quizá se habían cruzado por la calle o él le tendió la mano, indiferente, a alguna mujer que resultó ser ella. Pensaba en las mujeres tratadas en el último tiempo. Jamás había recibido una alusión a sus amores telefónicos.


Iba a cerrar el ancho ventanal que daba al parque, cuando sonó el timbre. Corrió al teléfono. Voz de mujer, otra voz, cualquier voz, menos la de Beleña.


-Con él habla -respondió.


-Le van a hablar, un momento, no corte.


Esperó. Esperó sin articular palabra. Al rato dio señales. Agitó la horquilla. Gritó luego, llamó, vociferó, loco de inquietud. Pero nada pudo hacer hablar del otro lado, donde estaba alguien escondido, escuchándole, oyéndole sufrir, lamentarse.


-¡Ola! Aló! Aló! Hasta el infinito!


Pero nadie respondía. Sin embargo comprendió que en su oído se abría un silencio. Comprendió que del otro lado en la punta del hilo que los unía, en el otro extremo, se abría un silencio, que había una habitación. Que estaba comunicado con un vacío, con un espacio. Lo advertía muy bien. Era corno cuando se golpea una caja que no se sabe si está vacía o en el piso, con el taco, en una baldosa que no está en contacto con la tierra.


Aguzando el oído oyó. Oyó un delatador tic tac de reloj. Una respiración también. La seda de un corpiño, de una bata, agitada por la respiración. Después, un sollozo, claro, terrible. Repetidos sollozos de mujer.


En vano pidió respuesta. Una hora, dos, tres. Oyó las campanadas del reloj. Las nueve. Las nueve y media. Y, nadie respondía. Él clamaba por Beleña. Dieron las diez. De vez en vez, los sollozos mas precisos. Los suspiros repetidos.


¿Eran de aquella mujer que sabía todos sus secretos? ¿De su carcelera, de su amada Beleña?


Sonó la campana. Las once y media. Una media hora que bien podía ser de las dos y media, para él, era lo mismo.


-¿Dónde estás, Beleña? No puedo sufrir más, ni oírte sufrir! -repitió a gritos.


Sonaron las doce. A la última campanada, se oyó la voz de un hombre. Una voz gruesa, terriblemente gruesa.


La voz dijo:


-¡Aló, aló!... Anote usted: 7223 Plaza.


Y se oyó el grito desgarrador de Beleña, su voz inconfundible.


El enamorado -hay una memoria especialmente fácil a los números telefónicos y es de los enamorados- el hombre de Beleña, vio bailar ante sus ojos la cifra:


-Plaza 7223.


La vio dibujada en los cristales del ventanal, entre la sombra grotesca de los troncos invernales.


Recurrió a la Guía Verde: 7223 Plaza, Dancing "Los Ecos".


Sin pérdida de tiempo, llamó al número indicado.


-7223, Plaza?


-Sí, ¿es un llamado urgente?


-¿Quién habla de allí? -preguntó el enamorado.


-Un sereno.


-¿Quiere llamar a la señorita Beleña?


-Oiga Ud., señor -le respondieron-. Debe Ud. sufrir un error. Antes este número, lo tenía "Los Ecos", ese dancing de la calle Charcas. Así está en la Guía Verde que Ud. habrá consultado pero, pero...


-No es el dancing, lo sé muy bien.


-Pues bien, señor. Está Ud. hablando con la casa de Pompas Fúnebres, "La Confianza".


Y quedó esperando. ¿Qué? ¿Qué esperaba aquel interrogado? ¿Por qué no colgaba el tubo?


-¿Es el 7223 Plaza? -insistió, enloquecido.


-Si, el mismo.. ¿Desea Ud. algún servicio?


-Sí.


-¿Calle?


Se hizo un profundo silencio. Un silencio que el teléfono sólo es capaz de dar. Silencio lleno de muros, de paredes, de casas, de ladrillos.. Un silencio lleno de toda la ciudad, macizo.


-Hable, señor, anoto la dirección. Escucho...


El hombre de Beleña, suspiró. Ante aquel caso inesperado, ante aquella lúgubre sorpresa quedóse inmóvil, sin saber qué hacer. Con el auricular a la oreja, fijó los ojos en la pared, sin saber qué determinación tomar.


-Hable señor, ¿qué le pasa?


-....


-¡Hable! Tranquilícese. Apacigüe su ánimo. Es un trance difícil, seguramente. Está Ud. solo. ¿No es así?


-Resígnese, tenga paciencia. Ya iremos con todo el servicio. Dígame la calle, el número y tendrá Ud. un compañero a su lado. Un amigo. Se lo prometo. Voy volando...


Aquellas palabras caían en el alma del enamorado. Las dejaba caer sin atreverse a colgar, cortar la comunicación. Estaba ligado a una casa de pompas fúnebres, a media noche.


Repitió un suspiro. Casi fue sollozo.


-Hable, señor, espero sus órdenes. Tranquilícese. ¡Dios lo ha querido! Le iré a ayudar. ¡Hable!


El sereno le oyó llorar. Apiadado por aquel hombre que, en el dolor, no podía articular palabra, insistió suavemente:


Tenga paciencia. Ya vamos con todo... Una sola palabrita y un número. La calle, diga la calle. Tendrá usted quien le ayude a...


Se oía el llanto del hombre. No podía dejar caer el tubo en la horquilla. Azorado, incapaz de mover un dedo.


Se le cayó el receptor. Del otro lado, el sereno agitaba el gancho violentamente. Estaba entre cajones negros y blancos... Entre catafalcos, candelabros de plata y coronas polvorientas.


Se cansó de llamar, de inquirir por la calle y el número. Nadie respondía.


Encendió un cigarrillo, arrojando el fósforo que quedó encendido, junto a un candelabro de plata, chorreado de estearina.


Y se volvió a su puesto encogiéndose de hombros, mientras con la punta del dedo meñique, hacia caer la ceniza del cigarrillo.

FIN

Enrique Amorim fue un narrador, poeta, dramaturgo, ensayista y guionista cinematográfico conocido especialmente por su novela La carreta.
(25 de julio de 1900,Salto - 28 de julio de 1960,Buenos Aires, Argentina)

lunes, 27 de junio de 2016

Canario viejo



Juan José Morosoli



Cuando Toledo embarcó en "Las Palmas" traía "lo puesto".

-Llevás poco, le dijo el padre.

Y él contestó:

-Con menos me van a enterrar.

Lo puesto y en el bolsillo del saco unas pesetas y un trozo de lino "sin pecar' que guardaba un poco de levadura.
-De esta levadura han comido todos los Toledos, le dijo la madre.
-Sí, dijo el padre, llevás con ella tierra y sudor del primer Toledo.

Bien sabía él esto. Cuando un hijo se casaba los padres le entregaban un poco de aquella masa. La novia traía luego una porción igual. El más viejo de la familia las unía juntando así la sangre y el sudor y la tierra de dos estirpes. 

Aquí formó chacra, se casó, crió hijos y le nacieron nietos. La chacra fue punteándose dc ranchos. Se agrandaban rastrojos, caminaban los arados mordiendo estancias. Los Toledos desbordaban los viejos límites paternos, invadiendo lentamente los campos vírgenes.

De la vieja levadura que cruzó el mar se desprendían trozos bautizando ranchos nuevos. Antes que las novias llegaban aquellos trozos.
Luego venían ellas con el suyo para que Toledo viejo juntara los pedazos.
Era un casamiento que ejecutaba Toledo antes que el cura y el juez realizaran la ceremonia nupcial.
Toledo sentenciaba dirigiéndose al hijo o al nieto en trance de formar familia:
-Ahora ya tenés todo: novia, rancho y semilla de pan... 

No trabajaba casi, ahora. Pero los ritos agrados los realizaba él. La primera arada, a veces unos pocos metros -"la cabeza de la Melga"- la abría él. Siempre el día que moría Dios. Luego tiraba unas semillas el día de la resurrección, a las diez de la mañana, encomendando ¡a siembra al resucitado!.

Cuando él vuelva a la tierra ya se encuentra con ellas, decía...

Después se iban al rancho viejo -el primero que se levantó en el campo- y daban cuenta de lechones, patos y tortas "rellenas de cuanta cosa hay".
Las familias iban agrandando aquella chacra enorme. El solía subir por las escaleras rústicas de varejones tortuosos acostadas en los pajeros, a mirar los ranchos distantes que antes que la tierra empezaban a levantar humo en los amaneceres de otoño.

Tenía la cabeza blanca. Los mechones de cabello medio amarillos del humazo desbordaban la vincha de cinco dedos de ancho, derramándose hasta tocar los hombros.

-Parece mentira!- pensaba...- ¡Lo que sale de un solo hombre!... 

Una mañana aparecieron el Juez de Paz y el Comisario. Toledo se asombró. Nunca habían llegado allí "las autoridades". En sus ranchos nunca hubo muertes por desangre.
Saludaron los hombres.

Toledo estaba ceñudo, convencido que estaba asistiendo a un hecho capaz de cambiar vidas y destino.

-No les mando dentrar -dijo- porque adentro está la familia...

Esperaba una revelación terrible como un rayo. Que le tocara a él nomás entonces.

-Queremos hablar con don Juan Pedro, dijo el Juez.

-Yo soy el padre, respondió Toledo.

-Sí... Sí. Pero Juan Pedro tiene cincuenta años, sonrió el Juez...

-Pero yo tengo más... 

Cuando vino Juan Pedro le dieron la noticia terrible:

-Tiene que mandar los hijos a la escuela... Es una ley...

-Nosotros, dijo Toledo viejo, no queremos saber escribir...

-Es una ley...
Si no iban los irían a buscar con la policía. Todos los niños tenían que ir a la escuela.

Toledo viejo, abrumado por aquella orden, entró a los ranchos. 

Ahora ya no gozaba de aquellos amaneceres con voces y silbidos de los nietos.
Sólo tenían presencia en el campo despierto, los pájaros y las nieblas que se elevaban luego de los rocíos, como nubes muertas sobre la tierra caliente, llamadas por el sol, y los bueyes que iban saliendo de los pajeros tibios levantando ellos también vahos azules por los hocicos calientes.
Empezaban a salir de los ranchos los nietos con sus guardapolvos blancos y se llevaban la mañana con ellos.
Toledo no podía ver este éxodo de los niños y se arrimaba a ''las casas". 
Todos los días compraban rollos de alambre de púa para atajar las boyadas ociosas. Antes las pastoreaban los niños en el borde mismo de los bancales de trigo.

Toledo sentado frente a los tartagales viajaba por la historia de todas las familias vecinas.
Todas sin excepción habían mandado sus hijos a la escuela. Todos habían visto deshacerse hábitos, costumbres.
A algunas se les iban los hijos al pueblo cansados de ser chacareros. Las muchachas se casaban con los mercachifles o los peluqueros de los almacenes.

-Chacra donde entra la escuela se la lleva el diablo, sentenciaba.

Ni siquiera podía desahogarse con los hijos.

-Pero tata, decía Juan Pedro, dir a la escuela no es morirse...

El viejo salía otra vez. Caminaba. Ya no tenía el pierde-tiempo feliz del nieterío... 
Aquella mañana vio una cosa que le asombró.


Por el trillo se acercaba la jardinera del panadero. Los caballos con arreos punteados de bronce reluciente, los cascabeles de los collares reventando flores de luz con el sol de la mañana, se acercaba despertando la chacra en silencio tras la partida de los niños.
-¿Y esto?, preguntó a Juan Pedro.
-Semos menos a trabajar... La mujer está cansada de amasar.. 

-Pero, dijo Toledo, ¿vas a dejar morir la levadura? Juan Pedro no pareció entender.
-Y... respondió, cuando queremos amasar se la compramos al hombre...
A los pocos días deshicieron el horno. 

Toledo empezó a andar como perdido. A veces llegaba a almorzar cuando los otros terminaban. No conversaba casi. Fumaba y fumaba alejado de las casas, recostado a los pajeros distantes.

-Se nos va a morir de cismar, dijo Juan Pedro. 

Y de cismar se murió.


 
Juan José Morosoli. Hijo de un inmigrante suizo de profesión albañil, concurre a la escuela sólo hasta cuarto año, cuando debe abandonarla para comenzar a trabajar. Poco tiempo después establece el Café Suizo, donde se reunía el legendario grupo de Escritores Minuanos integrado por José María Cajaraville, Valeriano Magri, Julio Casas Araújo, y el propio Morosoli.  Con posterioridad a su muerte, aparece, en 1959 "Tierra y Tiempo", año en que le es otorgado, en forma póstuma, el Premio Nacional de Literatura. La Fundación "Lolita Rubial", crea en 1991, la medalla "Morosoli" - Símbolo del Movimiento Cultural Minuano, y en 1995, la Estatuilla "Morosoli" y el Premio "Morosoli" - Homenaje a la Cultura Uruguaya. Hoy, unánimemente, la Crítica Literaria lo considera uno de los grandes de las Letras Uruguayas. Nace el 19 de enero de 1899 en Minas, Departamento de Lavalleja, y muere el 29 de diciembre de 1957. 


domingo, 26 de junio de 2016

El Lobizón


                                    Juan José Morosoli

Juan Pedro terminó así:

-Yo le abría trillo y él pasaba. Suponía el hombre que nosotros "los de afuera" creemos todos en daños, lobizones, curas con palabras y tal y qué sé yo... Además me tenía loco preguntándome por la virtud de los yuyos.

Había ido allí a estudiar las cosas del campo. Cargado de libros y libretas. También llevaba una máquina fotográfica.

-Me voy a quedar dos o tres días para estudiar y entender bien todo.,. Porque voy a escribir un libro... -Eso fue lo que me dijo.

-¿Qué íba a hacer yo?; me reí...


Estábamos conversando:

-Creer en daños, es cosa de ignorantes... Ustedes creen en todo, que viene a ser como no creer en nada.

-Estoy de acuerdo -le respondí-: pero en lobizones, ¿cree? Se río.

-Y usted -pregunté- ¿cree en eso?

Yo pensé: si sos bobo yo no tengo la culpa y me le descolgué del zarzo con esto:

-En eso si, porque yo creo lo que veo...

Trajo un libro para apuntar.

-Esto va para el libro -dije entonces para mi- y seguí cuando uno de estos bobos escribe libros es más bobo que nosotros los analfabetos...

-Fui compositor y no de los peores. El rancho donde tenía el caballo distaba una cuadra de la pista de carreras. El vareador era un muchacho tirando a mocito. Un gallito con dos voces que ya empezaba a querer pisar gallinas. Amigo de serenatas y bailes... Fue al rancho, tendió la paja para que se echara el parejero, volvió y me dijo:

-Patrón, ¿no me presta el caballo?

-¿Para qué lo quieres?

-Pienso ir al baile de los Almeida.

-Llévalo.

Cené, fumé y después me fui al boliche. Allí formábamos una rueda de truco. Naipeábamos un rato y después cada cual tocaba para su casa. Cerca del boliche había un principio de pueblo de quince o veinte ranchos. Cundo entré me encontré que detrás del mostrador estaba la mujer del bolichero.

-¿Y don Alvez? -pregunté.

-Cenando. La cocinera fue al baile de los Almeiada y yo por no andar acarreando platos le atiendo el boliche mientras él cena.

Me nublé de golpe. ¡Mire qué bobada! Yo de a pie y la cocinera allá en el baile. Era una mujer que me había llenado enteramente el ojo.

Tenía un estado de bronce que me llenaba de picazón. Yo la miraba y le agujeraba el vestido con los ojos. Y ella entendía hasta lo que yo penaba.

-Cuando esta yesca -me decía- reciba una chispa, quema hasta el yesquero. Me fui al rancho de vuelta. Me senté a fumar atorado por aquel antojo bárbaro de la mujer. Estaba en eso cuando sentí los pasos muertos de un mancarrón sobre el colchón de polvo del camino...

Después le vi el borrón.. Venía despacio, con paso de viejo o de ciego. Camino adentro, al ratito estaba dando pecho a la portera. La abrí.

Cuando entró le palmié la tabla del pescuezo y le corrí la mano por el anca. El animal de manso parecía dormido... Le puse el freno, le tiré un pelego, dentré, cambié de bombachas, calcé botas, me até un pañuelo de seda en el pescuezo, lo monté y toqué...

La cosa salió mejor que bien. Después del "escuche y perdone" mandé yo... Bailamos, la saqué al patio a tomar bolita con cerveza y después la llevé para que mirara lo lindo que se ponían los tártagos con la luna... Cerveza, tártagos y luna fue que ya no entramos más a bailar... ¿Entendió?

-Hasta ahora si, dijo el de la libreta, pero aún no veo a donde va a parar su relato.

-¡Ya va a ver! pero ojo con nombrarme...-

-Esté tranquilo...

-Se fue al amanecer... Yo volví a la sala de baile y nos agarramos a tomar cerveza y a carcajiarnos..

Era día claro cuando salimos al patio. El caballo no estaba. Lamenté. Sobre todo el freno que tenía unas copas de plata con unas gotitas de oro.

-¿Y?

-Fue cuando vi venir un tapecito empujado por el sol que estaba saliendo. Ya sobre lo pelado del patio vi que traía unas riendas en la mano, ferraje a la espalda.

Se acercó y me preguntó:

-¿Usted es Don Velázquez el compositor?

-Soy

Agachó el hombro y cayó el freno. Era el mío. Me lo alcanzó.

-Aquí está su freno... Y dice tata que disculpe que él al aclarar se tuvo que dir por el misterio que tiene...

Yo me quedé pensando. Después le dí un real para caramelos y le pregunté:

-¿Cómo se llama tu padre?

-Mi padre es "Sétimo" Larrosa... ¿No ve que tata tiene seis hermanos antes?

-¡Qué cosa bárbara!- dijo el de la libreta.

-Y yo:

-Es que en la vida hay cada misterio más misterioso que la muerte. 


 

Juan José Morosoli. Hijo de un inmigrante suizo de profesión albañil, concurre a la escuela sólo hasta cuarto año, cuando debe abandonarla para comenzar a trabajar. Poco tiempo después establece el Café Suizo, donde se reunía el legendario grupo de Escritores Minuanos integrado por José María Cajaraville, Valeriano Magri, Julio Casas Araújo, y el propio Morosoli.  Con posterioridad a su muerte, aparece, en 1959 "Tierra y Tiempo", año en que le es otorgado, en forma póstuma, el Premio Nacional de Literatura. La Fundación "Lolita Rubial", crea en 1991, la medalla "Morosoli" - Símbolo del Movimiento Cultural Minuano, y en 1995, la Estatuilla "Morosoli" y el Premio "Morosoli" - Homenaje a la Cultura Uruguaya. Hoy, unánimemente, la Crítica Literaria lo considera uno de los grandes de las Letras Uruguayas. Nace el 19 de enero de 1899 en Minas, Departamento de Lavalleja, y muere el 29 de diciembre de 1957. 

Hermanos

                                       Juan José Morosoli


Montes llegaba a la casa de Justina una vez por mes. Siempre a boca de noche. La casa daba frente a la calle real a la que le hacían costado una, veintena más, entre ranchos y viviendas de ladrillo. Se apeaba en los fondos que daban a un sendero que moría en el callejón. No quería que la gente lo viera llegar allí. Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura. Los "m'hijo'' con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro. Ella lo decía naturalmente. La expresión le había nacido frente a aquel hombre, sin que ella misma lo hubiera advertido. Era raro que las cosas pasaran así, porque él era un solitario sin parientes —"que si tenía los había perdido y que no precisaba tampoco"— y ella era una mujer de poca prosa y poco amiga de trasmitir emociones. Con excepción de Montes, los que llegaban allí lo hacían por las otras mujeres. Venían a beber cerveza y a bailar con la música del viejo gramófono. Cuando llovía, jugaban a la escoba y comían tortas fritas. Justina, pasaba, a una pieza lindera, dejando la puerta entornada para hacer presencia y no fastidiar con su frialdad a los demás. No se le conocían amistades ni relaciones. Ni con vecinos ni con parientes. A los hombres, en general, parecía despreciarlos. Esta falta de amistades masculinas le daba a los ojos de las otras, una autoridad que ninguna quebrantaba, convencidas como estaban que los hombres eran buenos sólo si se les trataba así, como lo hacía Justina. Estos encuentros de Montes —poco más que un adolescente— con aquella mujer que se acercaba a los cuarenta años, les llenaban de asombro. Hacía ya como dos años que Montes hacía estas visitas, en las que apenas hablaban a pesar de compartir cena y lecho. Llegaba al anochecer y partía al despertar la mañana. —No se pierda m'hijo —le decía ella al partir. —Pierda cuidao —respondía él. Esa mañana volvió. Hacía buen rato que había partido cuando ella le vio regresar. —¿Qué pasa? —Me olvidé —dijo él—, y le tendió la mano cerrada apretando dinero. —Hágame el gusto —dijo ella—, vayase como vino... Así quedo más contenta El obedeció. Taloneó. El caballo arrancó al galope. Seguro él sospechó que ella seguía mirándole. Sin darse vuelta levantó el rebenque agitándolo en el aire y se estrelló en la luz saltada de golpe salvando los cerros. Aquel día se encontró con una situación imprevista. Cuando golpeó la puerta salió a recibirlo una niña. Justina estaba enferma, pero no bien sintió los golpes ordenó a gritos: —¡Anda criatura!. . . ¡Anda!.. . Justina estaba acostada. La niña luego de abrir la puerta entró en la cocinilla y volvió con una taza que entregó a la mujer y allí se quedó mirándose los pies, tratando de salvarse de la presencia del hombre. Era una niña de edad indefinible, delgada, de rostro pálido, menudo y alargado, de ojos grandes, de pelo lacio estirado hacia la nuca y rematado en una trenza fina como de arreador. Se desprendía del rostro una dulzura ya definitiva. Pesaba el silencio. Era casi insoportable ya, cuando Justina devolvió la taza a la niña. —Andate y te quedás no más. . . Apenas salió la niña, Justina empezó a informar a Montes: —Tengo que irme al pueblo.. . ¿No ve que el doctor viene una vez por mes no más?... Fijesé esto ahora... La niña me la mandó la madre. . . Montes se sentía incapaz de hablar. Lo único que pudo decir, ya con el viaje de regreso en la cabeza, fue esto: —. . .Es una desgracia mismo. Ella pareció advertir la idea de regresar que apuntaba en Montes. Ordenó: —Cébele mate a Montes m'hija. . . Ya había sorbido él dos o tres mates cuando propuso: —¿Por qué no la mandamo a lo del Turco a buscar salchichón y galleta? —No quiero que vaya a lo del Turco... Es un perdulario.. . Capaz de cualquier cosa...  —Entonces voy yo. Comía la niña frente a él, que iba cortando el salchichón y el pan, rodaja a rodaja. Lo hacía lentamente, deteniéndose a veces. —Coma no má... Si no come va a ser flaquita toda la vida. El tono de la voz de Montes se había hecho lento y cariñoso. Parecía anegado de una dulzura que lo infantilizaba. El, que era tan voraz, comía despacio, según observó Justina desde la cama. La luz del farol cayendo desde arriba le daba al cuadro una sencilla naturalidad que hacía feliz a la enferma. La niña se fue a la cocina. Montes se acercó a la cama. —¿No sabe Montes —preguntó Justina— que sabe leer y escribir como una maestra? —¿Sabe? —¡Sabe!.. . Parece mentira que me hayan entregado una criatura así.. . ¡Mire que hay cada alma! Montes percibió en la voz de la mujer una tristeza que lo penetró a él también. Dio dos o tres pasos enfrentando la puerta fondera y empezó a liar un cigarro. Le daba fuego cuando sintió los sollozos de la mujer. Lloraba suavemente. Se acostó en la cocina, pero no durmió. Gastó tabaco toda la noche. Al amanecer se levantó y se lavó, dejándose caer el agua pecho adentro. Se disponía a sacar el recado acercándolo al caballo para ensillar cuando se abrió la puerta. Justina lo llamó. —¿Por qué no se la lleva Montes?... Usté precisa una hermana... Llévela que es una santa... Llévela, sabe leer.. . Sabe cocinar. El se había quedado callado, sin poder hablar. Sin poder decirle nada a aquella mujer que hablaba casi llorando, y que lo iba dejando débil, sin fuerza para irse, ni para hacerla callar, ni para hablar él, que ahora estaba pensando en el Turco, y la tristeza de los ojos de la niña, tan flaquita y tan dulce. —Bueno, bueno —dijo—. Callesé, pues... ¿No ve que a lo mejor viene ella y la ve?  El iba adelante, firme y solemne. Más atrás la niña, en un petiso que apenas caminaba. El se volvía de cuando en cuando y parecía hablarle. Cuando se perdieron campo adentro, Justina comenzó a sollozar. Primero lentamente y luego a corazón desbordado. Era como si una fuente ciega se le hubiera libertado y partido, ya libre para siempre. Después subió al sulky que la llevaba hacia el pueblo.


Juan José Morosoli. Hijo de un inmigrante suizo de profesión albañil, concurre a la escuela sólo hasta cuarto año, cuando debe abandonarla para comenzar a trabajar. Poco tiempo después establece el Café Suizo, donde se reunía el legendario grupo de Escritores Minuanos integrado por José María Cajaraville, Valeriano Magri, Julio Casas Araújo, y el propio Morosoli.  Con posterioridad a su muerte, aparece, en 1959 "Tierra y Tiempo", año en que le es otorgado, en forma póstuma, el Premio Nacional de Literatura. La Fundación "Lolita Rubial", crea en 1991, la medalla "Morosoli" - Símbolo del Movimiento Cultural Minuano, y en 1995, la Estatuilla "Morosoli" y el Premio "Morosoli" - Homenaje a la Cultura Uruguaya. Hoy, unánimemente, la Crítica Literaria lo considera uno de los grandes de las Letras Uruguayas. Nace el 19 de enero de 1899 en Minas, Departamento de Lavalleja, y muere el 29 de diciembre de 1957.